El petróleo de Guyana: ¿bendición o maldición?

MovieTowne, un centro comercial en Georgetown, Guyana, el 28 de enero de 2024. (Keisha Scarville/The New York Times)
MovieTowne, un centro comercial en Georgetown, Guyana, el 28 de enero de 2024. (Keisha Scarville/The New York Times)

Basjit Mahabir no me deja entrar.

Estoy tratando de convencer a Mahabir de que abra la reja cerrada con candado de la finca Wales, donde vigila los restos desvencijados de una fábrica rodeada de kilómetros de campos de caña de azúcar sin cultivar. El cultivo y la molienda del azúcar de esta plantación, a unos 16 kilómetros de Georgetown, la capital de Guyana, concluyó hace siete años y algunas partes del complejo han sido vendidas como chatarra.

Tengo mis argumentos. “Aquí vivía yo cuando era niña”, digo. “Mi padre dirigía el laboratorio de campo”. Mahabir es amigable, pero firme. No lograré entrar.

Estas ruinas son lo que queda de una industria azucarera que, después de enriquecer a los colonizadores británicos durante siglos, fue el indicador de la riqueza del país cuando este obtuvo su independencia.

Ahora se prevé que esta finca se convierta en parte del esplendor más reciente de Guyana: una fiebre de petróleo que está reconfigurando el futuro del país. Esta nación alejada de las rutas más conocidas, con una población de 800.000 habitantes, está en la vanguardia de una paradoja global: aun cuando el mundo se compromete a dejar de emplear combustibles fósiles, los países en desarrollo tienen muchos incentivos a corto plazo para duplicar su uso.

Antes del petróleo, los extranjeros iban a Guyana a hacer ecoturismo atraídos por los bosques tropicales que abarcan el 87 por ciento de su territorio. En 2009, la iniciativa de combatir el calentamiento global convirtió esto en un nuevo tipo de moneda cuando Guyana vendió créditos de carbono por un total de 250 millones de dólares, fundamentalmente con la promesa de mantener ese carbón almacenado en los árboles.

Unos comensales en el Oasis Café, en Georgetown, Guyana, el 28 de enero de 2024. (Keisha Scarville/The New York Times)
Unos comensales en el Oasis Café, en Georgetown, Guyana, el 28 de enero de 2024. (Keisha Scarville/The New York Times)

Seis años después, Exxon Mobil descubrió un tesoro de petróleo bajo las aguas costeras de Guyana. De inmediato, esta empresa y sus socios del consorcio, Hess Corporation y China National Offshore Oil Corporation, comenzaron la extracción a una velocidad inaudita. Este petróleo, mismo que en la actualidad se quema principalmente en Europa, está produciendo más emisiones a nivel global, al igual que una riqueza colosal.

Se prevé que, para fines de esta década, este descubrimiento se convierta en la principal fuente de ingresos de Exxon Mobil. El acuerdo que lo hizo posible —y que le otorgó a Exxon Mobil la mayor parte de las ganancias— ha sido un tema de indignación pública y hasta de una demanda, y el consenso aparente es que Guyana salió perdiendo. No obstante, hasta ahora, el acuerdo le ha generado al país 3500 millones de dólares, más dinero del que haya visto jamás, considerablemente más de lo que obtuvo por conservar árboles. Es suficiente para trazar un nuevo destino.

El gobierno ha decidido ir en pos de ese destino invirtiendo todavía más en los combustibles fósiles. La mayor parte de las ganancias inesperadas por el petróleo disponibles en su erario se usarán en la construcción de carreteras y otro tipo de infraestructura, en especial un gasoducto de 244 kilómetros para transportar gas natural y generar electricidad.

El gasoducto pasará por la finca Wales para llevar el gas a una central eléctrica y a una segunda planta que usará los derivados para producir gas para cocinar y fertilizantes. Con un costo de más de 2000 millones de dólares, es el proyecto público de infraestructura más caro en la historia del país. Se alberga la esperanza de que el país pueda desarrollarse a nivel económico con un suministro previsible y abundante de energía barata.

Al mismo tiempo, el cambio climático se cierne sobre las costas de Guayana; se prevé que la mayor parte de Georgetown quede bajo el agua para el año 2030.

Los países como Guyana están atrapados en una lucha entre las consecuencias de la extracción de combustibles fósiles y los incentivos para llevarla a cabo. “Desde luego que estamos hablando de países en desarrollo, y si todavía necesitan desarrollarse mucho a nivel social y económico, entonces es difícil exigirles que prohíban los combustibles fósiles en su totalidad”, señaló Maria Antonia Tigre, directora de Sabin Center for Climate Change Law de la Universidad de Columbia. Aun así, “estamos en un momento de la crisis climática en que a nadie se le puede otorgar ninguna concesión”, insistió.

Durante varios siglos, las potencias extranjeras establecieron los términos para esta franja de Sudamérica en el océano Atlántico. Los británicos, quienes fueron los primeros en tomar posesión en 1796, trataron a esta colonia como una enorme fábrica de azúcar. Traficaron esclavos procedentes de África para que trabajaran en las plantaciones y luego, después de la abolición de la esclavitud, hallaron un remplazo despiadadamente eficaz con la contratación de trabajadores no remunerados, en su mayoría procedentes de la India. Mahabir, quien trabajó cortando caña la mayor parte de su vida, es descendiente de esos trabajadores no remunerados, al igual que yo.

Hace 57 años, el país se liberó de sus grilletes imperiales, pero la democracia genuina tardó más tiempo en llegar. No fue sino hasta la década de 1990 que Guyana celebró sus primeras elecciones libres e imparciales, comenzaron a surgir las instituciones de la democracia, como un sistema judicial independiente, y la legislatura aprobó una serie de leyes ambientales muy sólidas.

Ahora que ha llegado Exxon Mobil para extraer un nuevo recurso, algunos defensores de la democracia y el medioambiente consideran que esas protecciones se encuentran amenazadas. Tachan al gigante de los combustibles fósiles, el cual recibe ingresos globales diez veces mayores al producto interno bruto de Guyana, de ser una nueva especie de colonizador, y han demandado a su gobierno con el fin de presionarlo a hacer cumplir sus leyes y disposiciones.

Vickram Bharrat, ministro de Recursos Naturales, defendió la vigilancia que ejerce el gobierno sobre el gas y el petróleo. “No existen pruebas de inclinación a favor de ninguna corporación multinacional”, aseveró. En un comunicado, Exxon Mobil señaló que su trabajo en el proyecto de gas natural “ayudaría a ofrecerles a los consumidores guyaneses electricidad confiable y de bajas emisiones a base de gas”.

El mundo se encuentra en una seria coyuntura y Guyana está en la intersección. Este país es un puntito diminuto del planeta, pero el descubrimiento de petróleo ahí ha planteado preguntas de una importancia enorme. ¿Cómo se puede lograr que los países ricos rindan cuentas de sus promesas de dejar de usar los combustibles fósiles? ¿Las instituciones de una democracia débil pueden mantener bajo control a las grandes corporaciones? ¿Y qué clase de futuro les está prometiendo Guyana a sus ciudadanos mientras apuesta por materias primas que la mayor parte del mundo está prometiendo dejar de usar?

Los fantasmas del pasado

Hace un año, un hotel en Georgetown, con el afán de aprovechar el nuevo dinero del petróleo, al igual que muchos otros, organizó un evento de cata de ron y cobró 170 dólares por persona. Yo había estado intentando, sin éxito, de entrevistar a los altos directivos de Exxon Mobil en Guyana. Cuando escuché rumores de que asistiría su director nacional, compré un boleto y, aunque él no se presentó, me pude sentar con su círculo más cercano.

Uno de los organizadores del evento pronunció un discurso en el que evocó una época en la que “BG”, la abreviatura de British Guiana (Guyana Británica), el nombre del país en la época colonial, también se usaba para referirse a “Booker’s Guiana” (la Guyana de Booker, la mayor empresa de la industria azucarera en Guyana). Ahora, este orador hablaba con toda naturalidad de “la Guyana de Exxon”.

Booker McConnell era una empresa multinacional británica fundada originalmente por dos hermanos que se enriquecieron gracias al azúcar y a los esclavos. En algún momento, la empresa fue propietaria del 80 por ciento de las plantaciones azucareras en la Guyana Británica, entre ellas, la de la finca Wales. El ejecutivo de Exxon Mobil que estaba sentado a mi lado no sabía nada de esto y se ruborizó cuando le dije que el orador acababa de inscribir a su empleador en una larga lista de colonialismo corporativo.

El país obtuvo su independencia en 1966, pero los gobiernos británico y estadounidense manipularon la llegada al poder del primer dirigente guyanés, Forbes Burnham, un abogado negro al que consideraron más manipulable que Cheddi Jagan, el hijo radical de unos trabajadores indios de una plantación, quien era considerado como una amenaza marxista. Pero Burnham se volvió cada vez más dictatorial y, en un giro del destino geopolítico, socialista.

Tras la independencia, Booker seguía siendo propietario de la finca Wales, pero a mediados de la década de 1970, Burnham tomó el control de los recursos del país: nacionalizó la producción azucarera y la explotación de bauxita. Al igual que otras antiguas colonias, Guyana quería romper con el imperialismo tanto económico como político.

Burnham impulsó la idea de la independencia económica hasta el punto de prohibir las importaciones. Sin embargo, Guyana no contaba con las granjas ni las fábricas para satisfacer la demanda, así que el pueblo tuvo que recurrir al mercado negro, hacer filas para recibir alimentos racionados y pasar hambre.

La muerte de Burnham en 1985 desencadenó una serie de acontecimientos que empezaron a transformar el país. En siete años, Guyana celebró sus primeras elecciones libres e imparciales y Jagan, que entonces ya era un hombre mayor, resultó electo como presidente. Pronto, una generación más joven de su partido asumió el poder y adoptó el capitalismo. Una vez más, las empresas extranjeras pudieron competir por los vastos recursos del país.

Luego llegaron las pruebas de los peligros planteados por la extracción descontrolada. En 1995, se desbordó una presa de una mina de oro canadiense. Los 1500 millones de litros de desechos envenenados con cianuro que había contenido contaminaron dos ríos importantes. Simone Mangal-Joly, quien ahora es una especialista en desarrollo internacional y medioambiente, estuvo entre los científicos de campo que probaron los niveles de cianuro del río. El agua se había vuelto roja y los pobladores indígenas se cubrían con plástico para protegerse la piel. “Es donde se bañaban”, recordó Mangal-Joly. “Era el agua que bebían, con la que cocinaban y su medio de transporte”.

La tragedia suscitó la acción. El año siguiente, el gobierno aprobó su primera ley de protección al medioambiente y, siete años después, se añadió a la Constitución el derecho a un medioambiente sano. Guyana logró consagrar lo que ni Canadá ni Estados Unidos, por ejemplo, han consagrado.

Durante un tiempo, el capital natural de Guyana —los vastos bosques tropicales que hacen que este sea uno de los pocos países que son un sumidero neto de carbono— estaba entre sus activos más preciados. Bharrat Jagdeo, el entonces presidente, vendió a Noruega el carbono almacenado en sus bosques para compensar la contaminación derivada de la propia producción de petróleo de ese país en 2009. Los grupos indígenas recibieron 20 millones de dólares por ese acuerdo para desarrollar sus aldeas y obtener los títulos de propiedad de sus tierras ancestrales, aunque algunos se quejaron de haber tenido poca participación. Jagdeo fue aclamado como un “defensor de la tierra” de las Naciones Unidas.

Pero luego Exxon Mobil descubrió petróleo.

La visión de una Guyana ecológica ahora compite con su meteórico ascenso como una de las nuevas fuentes más grandes de petróleo en el mundo. Jagdeo, quien ahora es vicepresidente de Guyana pero sigue imponiendo gran parte de la política gubernamental, es un ferviente defensor del proyecto Wales.

No obstante, un movimiento multirracial de ciudadanos, pequeño pero inquebrantable, está poniendo a prueba el poder de las leyes ambientales. David Boyd, el relator especial de la ONU para derechos humanos y medioambiente, califica al país como un frente de batalla para litigios con argumentos innovadores de derechos para combatir el cambio climático. Esto incluye el primer caso constitucional de cambio climático de la región, presentado por un guía de turistas indígena y un profesor universitario.

‘El Estado de derecho es el Estado de derecho’

Liz Deane-Hughes proviene de una familia destacada. Su padre fundó uno de los bufetes de abogados más respetados de Georgetown y en la década de 1980 luchó contra cambios represivos a la Constitución. Deane-Hughes recuerda que sus padres la llevaban a los mítines dirigidos por un partido multirracial que estaba contra el gobierno de Burnham. Cuando tenía 13 años, un día llegó a su casa y encontró a oficiales de la policía registrando su hogar. “Yo viví en Guyana en la década de 1980”, señaló Deane-Hughes, quien trabajó en el bufete familiar antes de dejar la abogacía. “Así que no deseo volver a eso en ningún sentido”.

Hablé con Deane-Hughes, quien ahora es artista y diseñadora de joyería, en la terraza de una casa estilo colonial construida en un terreno que ha pertenecido a su familia durante cinco generaciones. El gobierno ha reclamado una parte de él para el gasoducto de gas natural, el cual pasa tanto por propiedad privada como por la finca Wales. Pero, según ella, el problema va más allá de su patio trasero.

El mes pasado, Deane-Hughes se unió virtualmente a otros activistas en una audiencia ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos con el argumento de que las empresas petroleras han afectado la gestión del medioambiente en Guyana. Este grupo de activistas ha alzado la voz y presentado demandas para poner a esa empresa bajo el escrutinio de las normas y las leyes del país.

Mangal-Joly, quien respondió al desastre del cianuro que dio lugar a esas leyes ambientales, comentó que el gobierno no ha logrado cumplir con sus funciones de vigilancia. Como parte de su investigación de doctorado en University College London, descubrió que la Agencia de Protección Ambiental de Guyana había suspendido las evaluaciones ambientales de todas las instalaciones de tratamiento de desechos tóxicos o que almacenan materiales radiactivos producidos por la producción de petróleo en altamar.

También a la planta de gas le han otorgado carta blanca. El mes de enero, la Agencia de Protección Ambiental suspendió la evaluación ambiental de la planta propuesta de Wales debido a que Exxon Mobil, aunque no está construyendo la planta, ya había realizado una evaluación para el gasoducto.

La Agencia de Protección Ambiental defendió su decisión. “Es una buena práctica común” basarse en evaluaciones ambientales ya existentes “aunque las hayan realizado otros desarrolladores de proyectos”, escribió un vocero de la agencia en representación de su director ejecutivo. La agencia afirmó su derecho a suspender las evaluaciones cuando lo considere oportuno y señaló que los tribunales no habían revocado sus exenciones: “Sin duda, esto habla del alto grado de competencia técnica y de la cultura de cumplimiento de la Agencia de Protección Ambiental con las leyes de Guyana”.

Mangal-Joly afirma que la central eléctrica está sobre un manto freático que suministra agua potable a la mayor parte del país. “Nuestra capa freática es poco profunda”, explicó. “Hay una generación, así como otras generaciones posteriores, que no heredarán agua limpia. Estamos echando a perder un recurso mucho más valioso que el petróleo”.

La suspensión enfureció a Deane-Hughes y le pareció una farsa la independencia de la junta que atiende las inquietudes de los ciudadanos. Su presidente, Mahender Sharma, encabeza la agencia de energía de Guyana y su esposa dirige la nueva empresa gubernamental creada para gestionar la central eléctrica. En una audiencia de la junta, Deane-Hughes hizo referencia al mandato contra los conflictos de interés en la Ley de Protección Ambiental y le pidió a Sharma que no interviniera. “Yo quisiera que usted no tomara ninguna decisión”, le dijo.

Seis semanas después, la junta tomó una decisión: autorizó que la compañía eléctrica conservara su permiso ambiental sin hacer ninguna declaración de impacto ambiental.

Sharma calificó a los críticos de ser una élite intelectual privilegiada que ignora las privaciones que han orillado a muchos guyaneses a darle la bienvenida a la industria petrolera.

En la reunión con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Bharrat, el ministro de Recursos Naturales, alegó que su gobierno tiene tanto el derecho como la responsabilidad de equilibrar el desarrollo económico con la sustentabilidad. “El desarrollo de nuestro país y la protección al medioambiente no son objetivos irreconciliables”, les dijo.

Para Melinda Janki, la abogada que está llevando la mayor parte de las demandas de los activistas y una de los pocos abogados locales dispuestos a enfrentarse a las empresas petroleras, la pregunta es si Exxon Mobil puede salirse con la suya y hacer lo que quiere. Janki colaboró en la creación de algunas de las leyes ambientales más estrictas de Guyana. “Pese a que es una empresa petrolera gigantesca, tendrán que obedecer la ley. El Estado de derecho es el Estado de derecho”, aseveró.

c.2024 The New York Times Company