Paleobiología de la conservación: mirar al pasado para restaurar los ecosistemas actuales

Los conservacionistas que intentan recuperar las poblaciones de tiburones de la costa atlántica de Panamá se enfrentan a un problema demasiado familiar para los biólogos: no existían registros que documentaran cómo eran las comunidades de tiburones antes de que la sobrepesca diezmara a estos animales en las últimas décadas. Sin esa información, ¿cómo podían saber los restauradores a qué debían aspirar?

Erin Dillon, paleoecóloga del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales de Panamá, pensó que tenía la solución. Tomando muestras de microfósiles —dentículos dérmicos, los “dientecillos de la piel del tiburón”, como ella los describe— depositados en el fondo oceánico, Dillon pudo reconstruir una imagen de las comunidades de tiburones de la región antes del impacto humano. Descubrió que la abundancia de tiburones en los arrecifes del Caribe había disminuido en más de un 70 %, y que los tiburones de aguas abiertas y nado rápido eran los más afectados.

Dillon es una de las estrellas emergentes en el floreciente campo de la paleobiología de la conservación, que utiliza el registro fósil para informar y ayudar en los esfuerzos de conservación actuales. “A menudo necesitamos saber cómo eran las cosas antes de que se produjera un gran impacto humano”, explica Karl Flessa, paleobiólogo de la Universidad de Arizona que acuñó el término “paleobiología de la conservación” hace dos décadas y es coautor de una revisión sobre este campo publicado en 2015 en la revista Annual Review of Earth and Planetary Sciences.

Los paleobiólogos de la conservación utilizan el pasado para establecer líneas de base anteriores a las perturbaciones, como ha hecho Dillon. También documentan pautas de uso del hábitat a largo plazo y revelan cambios insospechados en los ecosistemas como consecuencia de la actividad humana. Al descubrir cómo han respondido las especies a los cambios climáticos del pasado, están ayudando a comprender cómo pueden responder hoy esas mismas especies al cambio climático. Y sus resultados orientan los planes de gestión de algunos de los ecosistemas más amenazados del planeta.

Las migraciones del caribú en el pasado

A menudo, los datos paleontológicos ofrecen la única forma práctica de comprender los patrones ecológicos a largo plazo que son tan críticos para las decisiones de conservación. Es el caso de las manadas de caribúes de la llanura costera ártica de Alaska, que han resultado difíciles de estudiar en tiempo real. Los animales migran mucho y cada año utilizan zonas distintas de su área de distribución, por lo que a los ecólogos les resulta difícil saber qué zonas son cruciales para mantener las poblaciones de caribú.

“Hay mucha variabilidad de un año a otro”, afirma Joshua Miller, paleoecólogo de la Universidad de Cincinnati. “Puede ser un reto tomar decisiones de conservación cuando no se conoce el valor a largo plazo de un lugar”.

Así que Miller recurrió a los registros paleontológicos, concretamente a las acumulaciones de astas que los animales mudan cada año. Tanto las hembras como los machos tienen cuernos, algo inusual en la familia de los cérvidos, de los que se desprenden poco después del parto. En el clima ártico, estas astas permanecen intactas durante cientos o miles de años, lo que proporciona un registro a largo plazo de dónde se produce el parto. “Hoy se puede caminar por el paisaje y hacerse una idea de lo que hacían los caribús hace miles de años”, afirma Miller.

Mediante el recuento y la datación por radiocarbono de cientos de astas, Miller pudo documentar que los caribús han utilizado durante miles de años las mismas zonas de parto a lo largo de la costa ártica que una importante manada bien conocida, la manada Porcupine, sigue utilizando hoy en día, incluido un período hace 3.100 años en el que las temperaturas estivales eran incluso más cálidas que las actuales. “Eso nos da cierta seguridad de que las pautas que vemos hoy se mantendrán durante el próximo periodo de cambio climático”, afirma Miller.

Y esa no es toda la información que puede obtenerse de las astas desprendidas. Miller también midió la proporción de dos isótopos estables del elemento estroncio, que se deposita en la cornamenta de los animales cada verano porque es químicamente similar al calcio que forma el hueso de la cornamenta. Los distintos hábitats contienen proporciones diferentes de los dos isótopos de estroncio, por lo que la proporción permite rastrear el área de distribución estival de los animales.

Miller descubrió que, al igual que ocurre con las zonas de parto, el área de distribución estival de la manada de Porcupine se ha mantenido estable a lo largo del tiempo. Pero no es el caso de la manada del Ártico Central, que vive más al oeste. Antes de que hubiera mucha actividad humana, la proporción de isótopos de estroncio muestra que los caribús pasaban gran parte del verano en la costa. Pero a partir de 1980 —más o menos cuando empezó la explotación petrolífera— empezaron a evitar la costa y a veranear más hacia el interior. Aunque esto no es una prueba concluyente de que la explotación petrolífera causara el cambio, señala Miller, sí indica la importancia de la región costera para el caribú, un factor clave para su conservación.

Pastoreo de ganado en Los Ángeles del pasado

De vez en cuando, el registro fósil cambia por completo la idea que los conservacionistas tienen de un ecosistema. Por ejemplo, los ecologistas habían supuesto que el fangoso fondo marino de la costa de Los Ángeles siempre había sido así. Pero cuando la geóloga sedimentaria y paleoecóloga Susan Kidwell, de la Universidad de Chicago, y su colega Adam Tomašových, de la Academia Eslovaca de Ciencias de Bratislava, empezaron a estudiar muestras del fondo marino como parte de un programa de control de aguas residuales, se sorprendieron al encontrar restos de criaturas gelatinosas llamadas braquiópodos. Estos no viven en fondos fangosos, sino en fondos duros, arenosos o de grava.

La datación química de los caparazones reveló que los restos más jóvenes databan de finales del siglo XIX, aproximadamente la época en que la zona de Los Ángeles era intensamente pastoreada por el ganado. Kidwell y sus colegas concluyeron que la escorrentía del suelo erosionado por el pastoreo excesivo debió de asfixiar las superficies duras que necesitaban los braquiópodos, lo que provocó la extinción local de todo un ecosistema. “A pesar de 50 años de estrecha vigilancia en una de las plataformas continentales más conocidas del mundo, era algo totalmente insospechado”, afirma Kidwell.

El descubrimiento ofrece a los conservacionistas locales un nuevo objetivo para sus esfuerzos de restauración, aunque el lodo podría tardar siglos en desaparecer. Mientras tanto, señala Kidwell, es más importante proteger los fondos marinos de grava o arena que aún quedan lejos de la costa, cerca de las islas del Canal.

Pero los fósiles no solo sirven para conocer el pasado. También pueden sugerir cómo podrían responder las plantas y los animales a acontecimientos futuros, sobre todo al cambio climático. Por ejemplo, Jenny McGuire, paleobióloga conservacionista del Instituto de Tecnología de Georgia, y sus colegas estudiaron granos de polen fosilizados para ver cómo 16 importantes taxones de plantas de Norteamérica habían respondido al cambio climático en los últimos 18.000 años. Los investigadores se preguntaban si las plantas cambiaron de área de distribución para adaptarse a su clima preferido o si se quedaron donde estaban y se las arreglaron como pudieron mientras el clima cambiaba a su alrededor.

Los investigadores descubrieron que doce de los 16 taxones cambiaron su distribución geográfica para mantener nichos climáticos similares, incluso en periodos en los que el clima cambiaba rápidamente. Sin embargo, puede que estos cambios no sean tan fáciles hoy en día debido a la pérdida y fragmentación de sus hábitats. La lección, según McGuire, es que las plantas que se desplazaron en lugar de adaptarse localmente podrían correr el mayor riesgo en la actualidad y requerir una ayuda adicional para su conservación. “Esto indica de qué taxones de plantas hay que preocuparse”, afirma.

La paleobiología de la conservación es lo bastante nueva como para que sus conocimientos estén empezando a calar en los organismos públicos que toman las decisiones sobre conservación sobre el terreno. Esto se debe en gran parte a que el cambio institucional lleva su tiempo. “Cualquiera de nosotros que trabaje con organismos, así como las personas que trabajan para ellos, puede decirnos con qué lentitud, cuidado y reflexión cambian las cosas”, afirma Kidwell.

Sin embargo, sí está ocurriendo en algunos lugares, sobre todo en los Everglades de Florida, donde décadas de desvíos de agua y drenaje han alterado considerablemente los caudales naturales de agua dulce que mantienen el ecosistema. Los gobiernos federal, estatal y local están trabajando para devolver el régimen hídrico de la región a su estado natural, pero no existen registros de los caudales que había antes de que empezara el drenaje.

Así que Lynn Wingard, paleoecóloga del US Geological Survey, recurrió a los registros fósiles. Wingard sabía que cada especie de molusco que vive en los Everglades tiene su propio nivel de salinidad preferido. Haciendo un censo de la abundancia relativa de conchas de 68 tipos de moluscos en núcleos de sedimentos y comparándolo con datos de comunidades vivas, pudo estimar la salinidad media en cada momento del pasado.

Un día se encontró en una sala de reuniones con un hidrólogo que sabía predecir la salinidad a partir de los caudales de agua, y tanto ellos como los demás presentes se dieron cuenta de que podían dar la vuelta a sus ecuaciones y utilizar la salinidad para calcular los caudales históricos. “Tuvimos una gran tormenta de ideas: Sí, podemos hacer esto, y nos permitiría calcular el caudal antes de que hubiera ningún control del caudal”, dice Wingard. Las cifras de salinidad de Wingard son ahora los objetivos oficiales de la restauración de la bahía de Florida.

La paleobiología de la conservación tiene límites

En teoría, los paleobiólogos podrían aplicar sus técnicas para explorar ecosistemas de millones o decenas de millones de años en el pasado. De este modo, podrían tratar la historia de la vida como un vasto experimento, examinando, por ejemplo, repetidos periodos conocidos de cambios climáticos rápidos para ver qué características ponen a las especies en mayor riesgo de extinción.

Sin embargo, los expertos afirman que esta forma de explorar el tiempo profundo entraña riesgos. Los ecosistemas cambian, de modo que los que muestran los conjuntos fósiles pueden diferir de los actuales en aspectos importantes. “Cuanto más nos remontamos en el tiempo, más difícil es predecir las cosas directamente, porque las especies son distintas y los ecosistemas funcionan de forma diferente”, afirma Michal Kowalewski, paleobiólogo de la Universidad de Florida que dirige una red de investigación de profesionales en este campo. “Así que los últimos cientos de años son los que más información nos dan”.

Otra limitación de los datos fósiles es que los periodos históricos se difuminan. “Por muy cuidadosamente que se tome una muestra, será una mezcla de organismos que vivieron en épocas diferentes”, afirma Kowalewski. “Esto puede dificultar el uso de los registros fósiles para rastrear cambios rápidos, sobre todo a medida que nos adentramos en el pasado, donde la borrosidad suele ser mayor”.

Y los profesionales señalan una preocupación más: incluso si podemos identificar correctamente cómo eran los ecosistemas en el pasado, puede resultar poco práctico intentar devolverlos a ese estado en la actualidad. “No es tan fácil como decir: ‘Esto es lo que había antes, deberíamos volver a eso’”, afirma Jonathan Cybulski, ecólogo histórico del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales y de la Universidad de Rhode Island. A veces, como en el caso del fondo oceánico de Los Ángeles, las condiciones han cambiado tanto que la restauración es impráctica. Pero, aun así, señala, los datos paleoecológicos pueden ayudar a los conservacionistas a afinar sus objetivos.

Otras veces, la restauración puede ser incluso indeseable. Los osos pardos, por ejemplo, solían prosperar en la costa de California, ahora una de las zonas más pobladas del estado. Pocos serían partidarios de devolver los osos pardos allí.

A pesar de estas preocupaciones, los paleobiólogos de la conservación ven un futuro brillante en escarbar en el pasado para orientar el futuro, porque muchas plantas y animales dejan fósiles de algún tipo: polen, dientes, conchas u otros rastros, sobre todo de épocas relativamente recientes. “Estos archivos están prácticamente en todas partes, tanto en hábitats terrestres como marinos. Prácticamente podemos ir a cualquier región del mundo y observar el registro fósil joven”, afirma Kowalewski. “En muchos sentidos, es incluso más fácil hacer esto que inventariar la biodiversidad viva”.

Artículo traducido por Debbie Ponchner

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Bob Holmes es un periodista científico radicado en Edmonton, Canadá.

This article originally appeared in Knowable Magazine, an independent journalistic endeavor from Annual Reviews. Sign up for the newsletter.