Opinión: Trump debería perder. Pero la Corte Suprema sí debería aclarar lo referente a la inmunidad

LOS MAGISTRADOS DEBERÍAN DESARROLLAR UNA INMUNIDAD PRESIDENCIAL LIMITADA EN LOS CASOS PENALES.

La Corte Suprema nunca ha emitido un fallo contundente sobre si la conducta de un presidente durante su mandato es inmune a los procesos penales porque, antes de Donald Trump, nunca se había acusado formalmente a un expresidente de cometer un delito.

Sin embargo, en este momento hay cuatro acusaciones penales, incluido el proceso del fiscal especial Jack Smith en Washington D. C., que se relaciona con el intento fraudulento de Trump de subvertir las elecciones de 2020 y extender su mandato presidencial. El miércoles, la Corte Suprema decidió revisar el fallo de un panel del Tribunal de Apelaciones de Estados Unidos para el Circuito del Distrito de Columbia, que rechazó el alegato de Trump de inmunidad presidencial en una opinión que fue exhaustiva y unánime.

La decisión de la Corte Suprema de analizar el caso significa que el juicio de Trump sigue en el limbo y es probable que el calendario de los procedimientos influya en las elecciones presidenciales de 2024.

Dejando de lado la política a corto plazo, la Corte Suprema se enfrenta a una interrogante extraordinaria de la gobernanza estadounidense: ¿los expresidentes son inmunes a ser procesados por conductas durante su mandato? Y, en caso afirmativo, ¿qué grado de inmunidad tienen?

Trump perdió por un amplio margen en el Circuito del Distrito de Columbia y el margen de esa derrota refleja la debilidad subyacente de sus argumentos de inmunidad. Esa misma debilidad que podría tentar al máximo tribunal de justicia a decir demasiado poco sobre la existencia y el alcance de la inmunidad presidencial.

La tentación es desafortunada porque la democracia estadounidense está entrando en un peligroso periodo de polarización extrema, en el que presidentes menos malintencionados pueden enfrentar procesos frívolos y politizados cuando abandonen el cargo.

Muchos magistrados se declaran minimalistas, lo cual significa que solo juzgan el caso que tienen ante sí. Pero por el bien del país, la Corte Suprema debería utilizar el caso de Trump para anunciar una inmunidad presidencial limitada. Trump no superaría ningún estándar de inmunidad, pero el tribunal debería anunciar un estándar de todos modos.

La parte fácil del trabajo de la Suprema Corte es confirmar la decisión del Circuito del Distrito de Columbia de que Trump no tiene inmunidad. Lo que Trump quiere es una regla inverosímilmente amplia de inmunidad para cualquier conducta que implique “actos oficiales”, sin importar su contexto, la intención detrás de ellos o si figuraban en el rango de criminalidad. Durante la audiencia de enero en el Circuito del Distrito de Columbia, el abogado de Trump sugirió que la inmunidad de actos oficiales cubriría a un presidente que hubiera ordenado al Equipo SEAL 6 asesinar a un rival político.

La inmunidad de actos oficiales protege a los expresidentes contra daños y perjuicios en casos civiles, pero una premisa fundamental de la regla de casos civiles es que es demasiado amplia para los procesos penales.

E incluso si la Corte Suprema aceptara la prueba de los actos oficiales, no impediría el proceso de Jack Smith en Washington. Ya se determinó, en un fallo reciente en un caso civil, a cargo de otro panel del Tribunal de Circuito de Washington D. C., que los esfuerzos extramuros de Trump por permanecer en el cargo no eran “actos oficiales”. La opinión del Circuito del Distrito de Columbia, ahora sujeta a revisión en la Corte Suprema, citó de manera expresa el alegato fallido de inmunidad civil de Trump como una razón para poner en “duda” que el expresidente pudiera cumplir con el estándar de actos oficiales en el proceso penal. Trump actuó en calidad de “candidato a un cargo público” y no como “titular de un cargo”, y la esfera privada de la conducta de un candidato a un cargo público queda fuera del ámbito de la inmunidad de los actos oficiales.

Solo una mínima parte de la conducta acusada podría ser descrita de manera directa como un “acto oficial”: cuando Trump y sus secuaces “intentaron utilizar el poder y la autoridad del Departamento de Justicia”, como dice la acusación, para que el departamento iniciara investigaciones electorales falsas y “enviara una carta a los estados en cuestión que afirmaba falsamente que el Departamento de Justicia había identificado problemas significativos que podrían haber afectado el resultado de las elecciones”. Incluso si la Corte Suprema se decidiera por una prueba de actos oficiales, hay pocas probabilidades de que excluyera toda la acusación.

La predicción de Trump de que podría haber acusaciones formales similares contra demócratas es una justificación espantosa para una inmunidad presidencial innecesariamente amplia. No debería obtener inmunidad solo porque algún ambicioso fiscal federal pudiera, por ejemplo, acusar a Joe Biden por algo que hizo su hijo Hunter.

En un caso menos vinculado a las próximas elecciones presidenciales, y en un momento de menor precariedad nacional, la Corte Suprema podría dar por concluida la causa tras afirmar que la inmunidad por actos oficiales no protege a Trump de sanciones penales.

En cambio, la Corte Suprema debería aprovechar esta oportunidad para desarrollar una inmunidad presidencial limitada en los casos penales. Eso evitaría que los procesos federales frívolos se convirtieran en una táctica política estándar y les daría a los jueces las herramientas que necesitan para gestionar cualquier represalia futura.

Desde un punto de vista práctico, el estándar otorgaría inmunidad principalmente a los tribunales federales, ya que los presidentes gozan de otras inmunidades que los protegen de las acciones judiciales estatales.

En el caso de los procesos federales, la inmunidad debería marcar una línea viable entre el desempeño razonable de funciones constitucionales esenciales y la búsqueda de intereses personales por parte del presidente. En otras palabras, los presidentes no deberían dedicarse fielmente a las tareas presidenciales esenciales bajo la larga sombra de un castigo penal. Pero suponiendo que la responsabilidad penal no interfiera con los deberes constitucionales del presidente, no está claro por qué un presidente debería estar por encima de la ley penal que todos los demás están obligados a cumplir.

La inmunidad amplia es una respuesta torpe a la amenaza de procesos federales injustificados. Cuando los presidentes cometen delitos federales, por definición, desobedecen las prioridades del Congreso. La mejor justificación para otorgar inmunidad a los expresidentes contra procesos federales es que la conducta imputada sea razonablemente necesaria para un deber constitucional básico.

Tomemos como un ejemplo conocido la orden de ataque con drones del presidente Barack Obama contra Anwar al-Awlaki, un ciudadano estadounidense que vivía en Yemen. Awlaki era un importante operador de la actividad terrorista de Al Qaeda y la comunidad de defensa lo consideraba una amenaza inminente en tiempo de guerra. El ejemplo no es perfecto porque Obama ordenó el ataque solo después de que el Departamento de Justicia concluyó que el asesinato no constituiría un delito federal y una conducta no delictiva no requiere inmunidad. Pero si el asesinato fuera un homicidio ilegal, entonces una inmunidad presidencial limitada protegería a Obama, con base en la teoría de que estaba ejerciendo el poder básico de comandante en jefe que la Constitución asigna al presidente.

Esta inmunidad presidencial a escala más limitada permite clasificar con sensatez los escenarios hipotéticos que saturan el discurso popular. Si el ejercicio razonable del poder del comandante en jefe tiene inmunidad, entonces el ataque con drones de Obama en Yemen y el bombardeo de Japón ordenado por el presidente Harry Truman serían claros ejemplos de conducta inmune a la acción procesal.

Pero una orden de asesinato que tenga como objetivo a un rival político no es el ejercicio razonable de un poder constitucional básico. Como tampoco lo es aceptar un soborno a cambio de un indulto presidencial, utilizar el discurso del Estado de la Unión para cometer traición o afirmar el papel presidencial en la tabulación cuatrienal de los votos electorales. En esos casos, la inmunidad desaparece.

A los defensores de la inmunidad presidencial amplia les preocupa que los fiscales de mala fe interpreten las leyes penales con demasiada laxitud o acusen a los expresidentes con pruebas poco sólidas. Son preocupaciones legítimas, pero la respuesta no tiene por qué ser la inmunidad. Los tribunales podrían evitar este tipo de procesos al facilitar la revisión de las cuestiones jurídicas en una fase temprana y exigir al gobierno una mayor carga de la prueba. Una inmunidad limitada, unida a una protección procesal de este tipo, evitaría a los presidentes la indignidad de procesos mal asesorados.

Esta visión de la inmunidad coincide bien con algunos de los argumentos a los que las partes han asentido de pasada. Por ejemplo, el informe de Estados Unidos al Tribunal de Circuito del Distrito de Columbia menciona en dos ocasiones la posibilidad de una inmunidad limitada para una conducta que es “esencial” para “funciones constitucionalmente asignadas”. Su más reciente presentación ante la Corte Suprema vuelve a hacer referencia a ese estándar.

Dentro de estos parámetros, la formulación precisa no importa. El punto es que, cuando la Corte Suprema analice el proceso del fiscal especial, debe hacer algo más que simplemente rechazar la afirmación de Trump de inmunidad por actos oficiales. Debería utilizar el caso para garantizar que el poder judicial federal tenga herramientas adecuadamente calibradas para evitar el abuso de los fiscales como represalia política.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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