Opinión: El secreto del atractivo de Trump no es el autoritarismo

El secreto del atractivo de Trump no es el autoritarismo (Matt Chase para The New York Times).
El secreto del atractivo de Trump no es el autoritarismo (Matt Chase para The New York Times).

ES LA MODERACIÓN.

Si las elecciones presidenciales se celebraran hoy, Donald Trump podría ganarlas con ventaja. Encuestas de varias organizaciones proyectan que le come terreno a Joe Biden, con la obtención de cinco de seis estados indecisos y el apoyo de cerca del veinte por ciento de las personas de raza negra y aproximadamente el 40 por ciento de los electores hispanos en esos estados.

Para algunos analistas liberales, la resiliencia de Trump confirma que muchos estadounidenses no están comprometidos con la democracia y se dejan tentar por ideologías extremas. Hillary Clinton describió a Trump como una “amenaza” a la democracia, y Biden lo llamó “uno de los presidentes más racistas que hemos tenido en la historia moderna”.

Con un tono distinto, algunos en la derecha también interpretan el éxito de Trump como una señal de que los estadounidenses están abiertos a estilos más radicales de política. Tras la victoria de Trump en 2016, el filósofo ruso Aleksandr Dugin anunció que el pueblo estadounidense había “iniciado la revolución” contra el liberalismo político. Richard Spencer declaró que él y sus colegas blancos nacionalistas eran “la nueva vanguardia trumpiana”.

Pero ambos bandos malinterpretan de manera sistemática el éxito de Trump. No está superando a Biden en los estados indecisos porque los estadounidenses estén dispuestos a someterse al autoritarismo, y no está atrayendo el apoyo de un número significativo de votantes negros e hispanos porque ellos apoyen la supremacía blanca. Su éxito no es señal de que Estados Unidos esté preparado para adoptar las ideas de la extrema derecha. Trump goza de un apoyo duradero porque muchos votantes lo perciben —a menudo con razón— como un político moderado y pragmático, aunque impredecible.

Sin duda, la retórica desenfrenada de Trump, su indiferencia por el protocolo y su inclinación por desafiar a los expertos han inquietado profundamente a personas de ambos partidos políticos. Su mandato fue a menudo caótico, y el caos pareció culminar en los disturbios del Capitolio el 6 de enero de 2021. En la actual campaña presidencial, Trump ha prometido nombrar a un fiscal especial para “enjuiciar” a Biden; sigue afirmando que las elecciones de 2020 fueron robadas y que Estados Unidos no tiene “mucha democracia en este momento”; su afición por el lenguaje incendiario no ha disminuido.

Pero conviene recordar que, durante su presidencia, la retórica a menudo destemplada y el comportamiento errático de Trump acabaron por acompañar a una serie de políticas moderadas. En asuntos que iban desde la sanidad y los derechos hasta la política exterior y el comercio, Trump siempre rechazaba las ideas menos populares de ambos partidos políticos. Los votantes parecen haberse dado cuenta de esta realidad: cuando les preguntaron si Trump era demasiado conservador, no lo suficientemente conservador o “no demasiado en ambos sentidos”, el 57 por ciento de los votantes en una encuesta reciente eligió “no demasiado en ambos sentidos”. Solo el 27 por ciento lo consideró demasiado conservador.

Estas caracterizaciones podrían desconcertar a los detractores de Trump. Pero incluso sus comentarios más provocadores desde que dejó la Casa Blanca —que él sería un “dictador” durante el primer día de su segundo mandato; que Mark Milley, antiguo jefe del Estado Mayor Conjunto, merece ser ejecutado por “un acto de traición”— quizá sean menos importantes para muchos votantes comparados con la forma en que gobernó durante su mandato. Acostumbrados a su fanfarronería, lo ven ahora como era entonces: menos un guerrero ideológico y más como un hombre de negocios flexible que favorece la negociación y el acuerdo mutuo.

Esta forma de entender a Trump, más que cualquier otro factor, podría explicar por qué tantos votantes lo siguen apoyando y por qué, dentro de un año, puede que estemos ante un segundo periodo presidencial de Trump.

Es fácil pasar por alto la moderación de Trump, porque no es un centrista estilístico, de los que piden recortes presupuestarios bipartidistas y un regreso al civismo. Su moderación se parece más a la de Richard Nixon, que combinaba una personalidad combativa y resentimientos pronunciados con un olfato para la realidad política y una voluntad de negociar con sus oponentes ideológicos. Nixon, ferviente anticomunista, hizo gala de su pragmatismo de forma memorable cuando fue a China. Pero su naturaleza pragmática también fue evidente en su aceptación del orden del Nuevo Acuerdo, que muchos conservadores siguen rechazando.

Lo mismo ocurre con Trump. Empecemos por su postura en materia de salud, que desafía las actitudes demócratas y republicanas por igual. Cuando en 2015 le preguntaron si apoyaba un sistema de salud universal, respondió: “Todo el mundo debe tener cobertura” y “el gobierno va a pagarlo”. En el cargo, propuso una alternativa al programa Obamacare que los congresistas conservadores denunciaron como un “derecho de bienestar republicano”. El mes pasado, cuando de nuevo atacó el programa Obamacare, recalcó que no quería “acabar” con el programa, sino “sustituirlo por un sistema de salud mucho mejor”.

Los puntos de vista de Trump sobre Medicare y la seguridad social tienen un carácter intermedio similar. “Él y yo discutimos todo el tiempo sobre Medicare y la reforma de los beneficios”, se quejó el expresidente republicano de la Cámara de Representantes, Paul Ryan el año pasado. “Me quedó claro que no había forma de que él quisiera adoptarlo”. En la actual contienda por las primarias republicanas, Trump atacó a Ron DeSantis, gobernador de Florida, al describirlo como un tipo que “podría tirar a una persona en silla de ruedas de un acantilado”, y citó votos que DeSantis emitió como congresista a favor de propuestas para remplazar Medicare con vales para seguros médicos privados y para aumentar la edad de las personas que podían recibir beneficios de seguridad social.

En materia de comercio, Trump rompió con la ortodoxia del libre mercado que es tan popular entre las élites demócratas y republicanas, pero que no goza del favor de gran parte de la región central de Estados Unidos. Tras acusar a China de prácticas comerciales desleales, impuso aranceles a productos chinos por valor de más de 300.000 millones de dólares. Biden ha mantenido estos aranceles, lo cual le da legitimidad bipartidista a la medida de Trump. El exmandatario también retiró a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica, el acuerdo de libre comercio respaldado por el gobierno de Obama. El historial económico de Trump ahora es su principal argumento de venta para 2024. Es posible que los votantes consideren que sus instintos de hombre de negocios son preferibles a la educación formal de los economistas, especialmente ante las presiones inflacionistas que muchos economistas subestimaron.

En política exterior, Trump mostró una prudencia y una voluntad para negociar contrarias a las estridentes tendencias posteriores al 11 de septiembre de ambos partidos. En 2019, por ejemplo, desafió a tiburones como Mike Pompeo, su secretario de Estado, y John Bolton, su asesor de seguridad nacional, al cancelar un ataque con misiles planeado en respuesta a la destrucción de un avión estadounidense no tripulado por parte de Irán. Trump argumentó que un ataque que podría matar a 150 personas no era “proporcional al derribo de un dron no tripulado”.

Tanto entre demócratas como entre republicanos, el imperativo de condenar a los adversarios como criminales de guerra y terroristas ha superado cada vez más al arte convencional de la diplomacia. Trump, con su afición a hacer tratos, ha intentado oponerse a esa tendencia. En julio, rechazó llamados a favor de llevar a Vladimir Putin a juicio como criminal de guerra, pues advirtió que los políticos que respaldaban esa iniciativa aumentaban el riesgo de agravar el conflicto al hacer “imposible negociar la paz”.

En cuestiones sociales, Trump también se ha posicionado en cierto sentido como moderado. Aunque defendió la anulación del fallo Roe contra Wade y ha acusado a los demócratas de apoyar leyes que legalizan “arrancar al bebé del vientre materno” en el noveno mes de embarazo, también se ha separado de los que se oponen al aborto. Después de que DeSantis firmara la prohibición del aborto después de seis semanas de gestación en Florida, Trump dijo que la medida era “un error terrible”. Los críticos de Trump en la derecha lo acusan a menudo de no estar suficientemente comprometido con los puntos de vista sociales conservadores. Puede que sea cierto, pero dista mucho de ser un lastre electoral. Al criticar tanto los abortos tardíos como las restricciones más amplias al acceso, Trump ha conseguido reflejar las opiniones confusas de gran parte del electorado.

Consideremos también las controversias sobre género y sexualidad. Trump no dudó en aprobar límites a las personas transexuales en el Ejército. Pero nadie lo confunde con un evangélico creyente en la Biblia o un moralista del Medio Oeste. Su conducta irreverente y sus promesas de “proteger a nuestros ciudadanos LGBTQ” son un recordatorio de que la vida en el mundo inmobiliario y mediático de Nueva York le enseñó una forma ruda de tolerancia, por muy políticamente incorrecto que sea. (El senador Ted Cruz, de Texas, apuntaba a esta realidad en 2016 cuando acusó a Trump de encarnar los “valores de Nueva York”). De este modo, Trump representa un conservadurismo que ha aceptado el hecho de la diversidad, aunque se resiste a todo lo que la izquierda entiende como “diversidad”.

Personas en ambos extremos del espectro político, que ignoran la moderación de Trump, han asumido de manera errónea que su ascenso se ha visto impulsado por apelaciones a ideologías marginales. La campaña presidencial de DeSantis es un claro ejemplo de este error.

La campaña se ha jactado del conservadurismo intransigente de DeSantis y ha tratado de desplegar el radicalismo estético casi irónico de la derecha en línea. En un video que creó este año, criticó a Trump por prometer la protección de las personas LGBTQ, y se jactó de que DeSantis había firmado leyes “extremas” y “draconianas”. En otro video creado por un asistente de campaña, pusieron un “sonnenrad”, un símbolo asociado a los neonazis, sobre la cara de DeSantis. La posterior caída de DeSantis en las encuestas refleja una serie de factores, incluyendo su personalidad reservada, pero su terrible intento de canalizar la energía de la derecha en internet sugiere que su “magia con los memes” no es la razón del éxito de Trump.

No cabe duda de que Trump ha tenido contacto con miembros de la extraña periferia derechista, el más famoso de los cuales fue una cena el año pasado a la que el artista Kanye West (ahora conocido como Ye) llevó a Nick Fuentes, racista y antisemita declarado. Pero Trump difiere en aspectos significativos de los extremistas con los que a veces se le identifica. Por ejemplo, ha impulsado la reforma de la justicia penal, ya que firmó la Ley del Primer Paso —una medida bipartidista denunciada por DeSantis como un “proyecto de ley de fuga”— y la promocionó de manera explícita como parte de su estrategia para acercarse a los ciudadanos estadounidenses de raza negra.

Más recientemente, Trump compartió en redes sociales los resultados de una investigación de Reuters que reveló que era el único presidente estadounidense vivo sin ancestros esclavistas. (“Espero que todos los afroestadounidenses de nuestro país estén leyendo esto ahora mismo”, escribió. “¡Recuérdenlo!”). A los ojos de algunos críticos conservadores, Trump había dado credibilidad a los argumentos a favor de las reparaciones. Es bien sabido que la izquierda se opone a los antecedentes de Trump en materia racial, pero —más discretamente— también lo hace la derecha. Este hecho subestimado podría ayudar a explicar por qué ha aumentado el apoyo a Trump entre los votantes de raza negra.

¿Cómo conciliar la moderación de Trump con sus frecuentes excesos retóricos? En su libro de 1987, “The Art of the Deal” (“El arte de la negociación”), ofrece una pista. Describe su enfoque para la negociación con una anécdota sobre cómo impidió que un banco ejecutara la hipoteca de la granja de una viuda. Cuando las súplicas iniciales de Trump fueron ignoradas, amenazó con acusar al banco de causar el suicidio del difunto marido de la viuda. Ante esa desagradable posibilidad, el banco cedió. Trump observa: “A veces vale la pena ser un poco agresivo”. Sin importar si esa historia se ajusta perfectamente a la realidad, ilustra lo que Trump aspira a ser: un astuto negociador cuyas escandalosas declaraciones ayudan a lograr acuerdos razonables.

Desde luego, Trump no ha sido moderado en cada momento ni con cada asunto. De cara a un segundo mandato, él y su equipo de políticas prometen utilizar al Ejército estadounidense para atacar a los cárteles de la droga en México y modificar las normas de la función pública para permitirle remodelar de manera drástica la burocracia federal. Su promesa de nombrar a “un verdadero fiscal especial para enjuiciar” a Biden debería hacer que se consideraran con más seriedad los argumentos que algunos han avanzado acerca de que los fiscales especiales no se alinean con nuestras tradiciones legales.

Las afirmaciones de los funcionarios de campaña de Trump de que algunas de sus propuestas más ambiciosas son “meramente especulativas” y “solo sugerencias” podrían ser un intento de ocultar el alcance de las ambiciones de Trump. O tal vez esas propuestas reflejen su antigua estrategia negociadora de hablar mucho antes de llegar a acuerdos más modestos. Un segundo mandato de Trump podría ser, en efecto, más radical y menos pragmático que el primero; es una posibilidad que los votantes no pueden desechar pero, con base en su primer mandato, también tienen motivos para descartarla.

La inmigración es el tema en el que se pondrán a prueba las promesas y los límites de la moderación de Trump. Ahora promete una medida represiva contra los inmigrantes ilegales más amplia y eficaz que la que logró en su primer mandato, incluyendo la construcción de campos de detención. Según una encuesta reciente, el 53 por ciento de los votantes registrados confía más en Trump que en Biden en materia de inmigración, y solo el 41 por ciento prefiere a Biden.

Tal vez esa disparidad refleje una falta de conocimiento sobre el alcance de los planes de Trump. O podría indicar un descontento generalizado con la situación actual. En octubre, miembros del personal de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza interactuaron con más de 240.000 personas que intentaron entrar a Estados Unidos por la frontera sur, y entre octubre de 2022 y septiembre de este año, 169 personas cuyos nombres coincidieron con los de la lista de vigilancia terrorista fueron arrestadas mientras intentaban cruzar.

De hecho, es fácil exagerar lo radical del historial de Trump en materia de inmigración. Biden mantuvo en vigor el Título 42, una medida proveniente de la pandemia de COVID-19 que Trump había utilizado para acelerar las deportaciones, y expandió su uso antes de ponerle fin este año. En 2021, Biden declaró que “construir un muro enorme que abarque toda la frontera sur no es una solución política seria”, pero de todos modos amplió la política emblemática de Trump. Alejandro Mayorkas, secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, reconoció en octubre “una necesidad apremiante e inmediata de construir barreras físicas” para “impedir la entrada ilegal de personas indocumentadas”. Incluso la promesa de Trump de construir campos de detención no está totalmente en desacuerdo con la política actual: este otoño, el gobierno de Biden reabrió dos campos para alojar a menores que han cruzado la frontera.

También vale la pena considerar que muchos electores quizá no piensen que los excesos de Trump sean tan inusuales como lo suponen sus opositores. Es posible que crean que los sucesos del 6 de enero, por ejemplo, son comparables a la violencia que se produjo tras la muerte de George Floyd (cuando las manifestaciones afuera de la Casa Blanca provocaron heridas a más de 60 agentes del Servicio Secreto y a más de 50 miembros de la Policía de Parques de Estados Unidos). Es posible que consideren que el esfuerzo de Trump por anular los resultados de las elecciones de 2020 no es del todo distinto a la declaración de Hillary Clinton acerca de que “no” descartaría cuestionar la legitimidad de las elecciones de 2016 por las acusaciones de colusión rusa. Estén o no justificadas esas equivalencias, están a disposición de los votantes que siguen enfadados porque los adversarios de Trump, incluidos funcionarios electos, cuestionaron la legitimidad de su presidencia incluso antes de que tomara posesión del cargo, y no parecen menos dispuestos a hacerlo ahora.

La idea de que Trump representa una amenaza existencial para la democracia está ahora estrechamente vinculada a la adopción de ciertas medidas legales extraordinarias contra él.
Aunque los fundamentos jurídicos de las cuatro causas penales interpuestas contra Trump varían, su efecto político, dado el momento en que se presentan y la continua popularidad de Trump, es el mismo: implican que la defensa de la democracia exige cargar, callar o incluso encarcelar a uno de los dos candidatos más votados. Lo mismo puede decirse de las demandas presentadas en varios estados que declaran a Trump inelegible a la presidencia.

Si el apoyo a Trump indicara realmente un radicalismo incipiente en el electorado estadounidense, estas acciones legales serían más comprensibles. Sus costos políticos, por grandes que fueran, serían más fáciles de justificar. Pero incluso quienes piensan que algunas de las acusaciones contra Trump están bien fundadas podrían concluir que los costos de un enjuiciamiento, dada la posible aparición de un motivo partidista, son demasiado elevados, que suponen el tipo de amenaza a las normas democráticas que pretenden combatir.

Para quienes están sinceramente preocupados por preservar nuestras tradiciones democráticas, no hay necesidad de tomar medidas tan drásticas. Por muy irruptor que pueda ser Trump, su éxito demuestra el deseo de moderación y el escepticismo de los electores estadounidenses ante las ideologías extremistas. En noviembre, los estadounidenses quizá decidan que prefieren de nuevo a Joe Biden y no a Donald Trump. Pero si Estados Unidos es realmente una democracia, se les permitirá tomar esa decisión con libertad.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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