Opinión: Sam Bankman-Fried y nuestra resiliente fe en los niños prodigio de la tecnología

¿Por qué le tuvimos tanta fe al niño prodigio de las criptomonedas? (Erika P. Rodriguez for The New York Times)
¿Por qué le tuvimos tanta fe al niño prodigio de las criptomonedas? (Erika P. Rodriguez for The New York Times)

NI EL COLAPSO DE FTX ACABARÁ CON EL ARQUETIPO.

Sam Bankman-Fried, un joven desaliñado y muy inteligente, encajaba perfectamente con la descripción del típico magnate en ciernes de Silicon Valley. El fundador de 30 años de edad de FTX, la casa de cambio de criptomonedas, adoptó el estereotipo de Silicon Valley y algo más; jugaba videojuegos mientras les presentaba su idea a los inversionistas y subía en camiseta y shorts a compartir escenario con Bill Clinton y Tony Blair. Inversionistas que suelen preferir empresas bien establecidas quedaron fascinados con el personaje, y Bankman-Fried se benefició en grande, pues su valor neto estimado llegó a superar los 26.000 millones de dólares en algún momento.

Ese valor neto ahora es casi de cero. El repentino colapso la semana pasada de FTX —que hace nueve meses era la estrella de un comercial para el Supertazón protagonizado por Larry David— hizo desaparecer en un santiamén miles de millones de dólares tras revelaciones de transferencias cuestionables entre FTX y la corredora bursátil de Bankman-Fried. Ahora las autoridades están realizando investigaciones, lo cual podría conducir a cargos penales.

Ya hemos visto esta película: un niño prodigio con ropa informal que aparece de la nada es proclamado como salvador erudito y toma al mundo por sorpresa. La creciente preocupación por el poder de las grandes empresas tecnológicas y las fuertes críticas a prodigios como Mark Zuckerberg y Jeff Bezos prepararon el escenario perfecto para una figura como Bankman-Fried. Entre los magnates hambrientos de poder y los criptoestafadores, había un superhéroe al rescate con el traje perfecto que defendía la filantropía y prometía hacer del mundo un lugar mejor; esta vez iba a ser en serio.

Sin embargo, es probable que ni la caída de Bankman-Fried acabe con el arquetipo del niño prodigio. Esta idea meramente estadounidense ha contribuido a algunas crisis espectaculares, pero también ha conseguido grandes victorias. La disposición de los inversionistas y los consumidores estadounidenses a apostar por la juventud inexperta pero talentosa ha dado lugar a innovaciones y empresas que han transformado el mundo: actualmente hay una computadora en cada escritorio y un teléfono inteligente en cada mano.

Pero la obsesión con los niños prodigio también refleja la tendencia social menos saludable de sobrestimar la importancia del “genio” individual y pasar por alto otras cuestiones fundamentales para el éxito de cualquier niño prodigio, especialmente las conexiones, la elección del momento adecuado y la suerte. También minimiza la experiencia y la madurez. Invertimos tanto en ese ideal que excluimos a aquellos que no encajan en la descripción y ponemos todas nuestras esperanzas en quienes sí encajan en ella.

Sam Bankman-Fried dando una charla en Casa Cipriani, en la ciudad de Nueva York, el 23 de junio. (Craig Barritt/Getty Images para CARE for Special Children)
Sam Bankman-Fried dando una charla en Casa Cipriani, en la ciudad de Nueva York, el 23 de junio. (Craig Barritt/Getty Images para CARE for Special Children)

Los prodigios de Silicon Valley deben su cualidad mitológica a los inicios de Estados Unidos. Benjamín Franklin, quien hacía experimentos eléctricos durante las tormentas eléctricas de la década de 1750, sorprendió a la empelucada y enjoyada corte francesa de la década de 1770 al llegar con un abrigo hecho en casa y su gorro de piel de colonizador. Thomas Jefferson, hacendado de Virginia e inventor siempre inquieto, se paseaba por la Casa Blanca con la versión de principios del siglo XIX de los pantalones deportivos para trabajar desde casa.

Sus atuendos enviaban un mensaje deliberado a sus conciudadanos y a los gobernantes europeos: los estadounidenses eran democráticos, humildes y no les interesaba mostrar su riqueza con su vestimenta. Estaban demasiado ocupados trabajando e inventando como para preocuparse por eso.

El mismísimo gran inventor, Thomas Edison, poseedor de más de 1000 patentes, se fabricó hábilmente una reputación de genio excéntrico. En la cúspide de su fama, en las décadas de 1870 y 1880, Edison usaba trajes arrugados y les jugaba bromas a sus colegas con químicos peligrosos. Sus admiradores señalaban estas peculiaridades como una muestra más de la brillantez de Edison.

Y aunque tenía detractores, nunca fue tan controvertido como los barones del ferrocarril, los reyes del acero y los financieros, cuyos colmilludos y a veces fraudulentos negocios impulsaron el auge y la caída de la economía de la Edad de Oro.

El mito del niño prodigio cayó prácticamente en el olvido hasta la década de 1970, cuando el perfil del empresario formal dejó de ser bien visto y marcas estadounidenses antes invencibles fueron embestidas por las crisis del petróleo, la estanflación y la competencia extranjera. Entonces aparecieron Steve Jobs, de Apple, y Bill Gates, de Microsoft: increíblemente jóvenes, con el pelo alborotado y un aspecto totalmente distinto al de los típicos ejecutivos de negocios. Un capitalista de riesgo que visitó la primera sede de Apple (en el garaje suburbano de los padres de Jobs) dijo en broma que el empresario de barba rala y su socio Steve Wozniak parecían “renegados de la raza humana”.

Gates, pecoso y delgado, daba la impresión de ser un adolescente y podía comportarse como uno. “Durante una entrevista, en algunos momentos se hundía en la silla hasta quedar casi acostado”, escribió un reportero del Seattle Times en 1982. Paul Allen, cofundador de Microsoft, era “un hombre corpulento de barba espesa y amable que llevaba una chaqueta deportiva de pana arrugada”. Al parecer, para convertirte en un multimillonario en el sector de la tecnología, es necesario dejar de usar la plancha.

Luego, el boom de las puntocom impulsó al infinito y más allá el estereotipo, en gran medida porque ser un niño prodigio de la tecnología significaba en ese momento volverse alguien muy muy rico. “Los nerds de oro de la tecnología”, exclamaba un encabezado en la portada de la revista Time a principios de 1996 con Marc Andreessen, el cofundador de Netscape de 24 años, sentado (descalzo, por supuesto) en un trono dorado.

La quiebra de las puntocom arruinó empresas y carteras de inversión. No obstante, en lugar de prescindir del modelo del niño prodigio, Silicon Valley lo reforzó. Los capitalistas de riesgo perdieron dinero cuando estalló la burbuja, pero aun así siguieron siendo mucho más ricos que antes del boom y sabían que la era de internet apenas empezaba.

De otro garaje salieron Sergey Brin y Larry Page de Google, quienes tomaron esa marca de iconoclasia y la transformaron en toda una empresa. Seis años más tarde, en 2004, de un dormitorio de la Universidad de Harvard salió Mark Zuckerberg de Facebook, con una mentalidad nerd igualmente enfocada en su objetivo, también más que dispuesto a posar descalzo, y que convirtió las sudaderas con capucha en un símbolo de genialidad empresarial.

A medida que el mundo tecnológico y su grupo de nerds de oro se volvió más grande, más rico y cada vez más dominante, hubo algo que no cambió. Casi en su totalidad, los niños prodigio eran hombres blancos jóvenes. A las mujeres nunca les funcionó la imagen desaliñada.

Sin embargo, podían participar con otro estilo. Hace menos de una década, la directora ejecutiva de Theranos, Elizabeth Holmes, hizo volar la imaginación de la gente con blusas negras de cuello de tortuga al estilo de Steve Jobs y su absoluta determinación de cambiar el mundo. Tenía una rutina casi monástica, un aire torpe y un vestuario invariable: al igual que Zuckerberg, explicaba que se ponía lo mismo todos los días para no tener que tomar una decisión más. Todas estas cosas se habían asociado tan fuertemente con los fundadores exitosos de empresas tecnológicas que sirvieron para garantizar su credibilidad.

Las revelaciones de que la cacareada tecnología de análisis de sangre de Theranos no funcionaba provocaron que Holmes fuera enjuiciada y condenada por el delito de fraude criminal. La semana pasada, a Holmes se le negó que el juicio se repitiera y pronto recibirá una sentencia. La caída de “la versión femenina de Steve Jobs” tal vez haya dificultado aún más que las mujeres y otros emprendedores de grupos con poca representación obtengan financiamiento.

Estamos a la espera de saber si las acciones de Bankman-Fried pasaron de cuestionables a fraudulentas. Pero la cercanía en el tiempo de los casos de ascenso vertiginoso y repentino derrumbe de Holmes y Bankman-Fried (ambos magnéticos, carismáticos y extraordinariamente hábiles para conseguir que los ricos les den dinero) debería servir de advertencia.

No es de extrañar que una nación nacida del derrocamiento de las fortunas hereditarias celebre desde hace mucho tiempo a los inventores que se forjan un camino independiente sin ayuda ni ventajas por su origen. Pero la sorprendente caída de Sam Bankman-Fried supone un buen momento para reflexionar sobre los peligros de poner tanto dinero, fe y poder en las manos de un puñado de nerds de oro.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2022 The New York Times Company