Opinión | Salir de la deriva (I)

El sistema de partidos políticos debe ser reinventado, sujetado por sus propios integrantes a reglas que les impongan vivir en democracia adentro para que actúen democráticamente afuera.

LA ACTUAL OPOSICIÓN en México afirma que el triunfo de Andrés Manuel López Obrador es resultado del esfuerzo democrático que creó las instituciones actuales. Que los entramados que construyeron permitieron darle cauce al reclamo popular que terminó en un triunfo imposible sin el INE o sin el TEPJF. Quienes hemos visto, presenciado y padecido el fraude electoral, vemos una película menos rosa y más bien oscura, en donde el dinero ilegal, la compra del voto, la parcialidad de la autoridad electoral y, finalmente, la complacencia de los jueces electorales ante el fraude, fueron vencidos por la abrumadora mayoría que salió a ponerle un alto al tramposo sistema político mexicano. Cuyos partidos políticos representan lo peor de dicho régimen en declive.

Para vencerlos hubo que jugar con sus reglas, adaptarse a sus condiciones y hacerse dueños de su narrativa. Por eso se fundó Morena, un instrumento de participación electoral que fue pensado como la vía para agrupar el malestar general y voltear las reglas en su contra. Y así sucedió. Se consiguió una insurrección democrática sin precedentes de tal magnitud, que cuando el régimen vio su poder, ya estaba desnudo y contra la pared.

A dos años de ese hecho icónico, claramente hay dos maneras de ver al México actual. Una, la que más suena y resuena en los medios tradicionales: que vamos camino a un sitio sin democracia, violento, sumido en la pobreza, corrupto y sin rumbo alentador. En el otro lado estamos quienes pensamos que esa descripción de nuestro futuro es, en realidad, el sitio del que comenzamos a salir en 2018.

Ambas formas de entender o ver nuestra realidad son respetables, incluso siendo tan contrarias. Podría explicar las motivaciones de quienes apuntan en la primera o la defensa de quienes estamos convencidos y convencidas por la segunda. Pero no terminaría porque es un debate presente y al que le falta mucho para tener hechos contundentes que lo puedan esclarecer.

Lo que sí podemos compartir, unas y otras, unos y otros, es que, en cualquier caso, la forma de resolver nuestras diferencias no puede ser otra que la democrática. Esa fue la apuesta del actual presidente, quien en tres ocasiones estuvo dispuesto a presentarse, aún con reglas e instituciones sumamente cuestionadas y hechos claros de fraude electoral, a las urnas. Y esa es, quiero suponer, la apuesta de la parte racional de la derecha mexicana que, dicho sea de paso, es la edificadora de las reglas, el árbitro y sus integrantes. Sería extraño que fueran en contra de su épica democrática.

EL GRAN ACERTIJO

Ahora bien, alcanzar un acuerdo para establecer o reestablecer las reglas de un juego que parece terminar es el gran acertijo que ambas partes deben resolver. Como dije, la elección de 2018 fue, para la oposición, un reflejo fiel de que las reglas funcionan incluso para que gane la oposición; quienes estuvimos del otro lado concluimos que justo por la deriva democrática representada en gran medida por los partidos políticos se generó una ola que pudo vencer sus reglas formales y fácticas.

Pero, sin entrar en esa discusión que, como la anterior, aún le aguardan hechos futuros, pensemos qué pasará con las reglas actuales en la elección intermedia de 2021, ahora con el tablero político al revés: una oposición aún muy debilitada y un gobierno aún fortalecido (remitámonos a los números, no a las fobias). ¿Será la colocación de los últimos clavos en el ataúd de los partidos políticos tradicionales? ¿Tendrá la derecha y sus aliados que pensar en agruparse como la única solución para poder competir con el gobierno de la cuarta transformación? ¿El partido que llevó al presidente al poder consolidará su presencia pública o más bien terminará por desdibujarse ante la imposibilidad de agrupar, ordenadamente, tanto poder?

Son varios los aspectos de la vida pública de México que el presidente se ha propuesto cambiar y a los que cada día les dedica la mayor parte de su atención: combate a la corrupción, austeridad en el gasto público, solvencia moral en el ejercicio del poder público y, tozudamente, terminar con la pobreza. Pero en el camino y como reflejo de eso, continúa evidenciando las debilidades del régimen que aún existe, al tiempo que busca consolidar el que nace.

Una de esas debilidades, tal vez la más marcada por su carácter metapúblico, es el entramado democrático. El revuelo en la discusión que despertó la elección de cuatro funcionarios electorales cuyas características no debiesen ser políticas sino meramente técnicas y, por lo tanto, casi grises, es muestra de este sistema complejo, farragoso, costoso, lento y lleno de simulaciones. Y su explicación es muy sencilla: nadie confía en nadie porque nadie actúa democráticamente.

Y no lo hacen, en principio, los propios partidos políticos, quienes tienen al frente de sus institutos, ya sea en la conducción interna o en sus representaciones parlamentarias, a personas que no fueron el resultado de un proceso democrático entre sus integrantes. Asumieron, entonces, ilegítimamente el poder. Ningún partido político mexicano puede presumir orden, certeza y claridad en sus procesos internos para designar dirigentes o candidatos.

PARTIDOS SIN PRETENSIONES

El PRI simplemente nació bajo un manto presidencialista que al extinguirse queda como niño huérfano sin saber cómo actuar y apenas atina a simular un proceso interno que tuvo como resultado la salida del primer perdedor alegando “cargada”. El PAN enfrentará electoralmente una gran escisión interna con la salida de Felipe Calderón y Margarita Zavala, justo por un proceso sin reglas claras en la selección del anterior candidato presidencial. El PT, MC y PVEM son y han sido siempre membretes hechos para saciar ambiciones personales o de grupos pequeños que han encontrado en la competencia electoral una forma de vida, sin que sea su pretensión darles cauce a las aspiraciones ciudadanas de participación política.

Mientras, el PRD expulsó por sus trampas internas y la captura de sus estructuras por grupos de poder a quienes alguna vez pensamos que era el partido de la democracia mexicana. Quedando reducido a una simpática caricatura de lo que alguna vez fue. Y está, ahora, al mismo nivel de los que fueron sus aliados menores: PT y MC. Con el riesgo de, incluso, salir del tablero.

Sin esta deriva democrática no se puede entender el triunfo de Morena, que agrupó, gracias al carisma de Andrés Manuel López Obrador, a una ciudadanía cansada de tanta simulación, pero que, en el camino, y como un mal necesario para alcanzar el propósito fundamental, sumó a mucha de esa clase política procedente de otros partidos. Y con eso se alcanzó el gobierno, pero nunca se obtuvo el partido.

Morena no ha tenido y quizá nunca tenga la oportunidad de formarse como partido político, de transitar de ese movimiento social que permitió a AMLO estar en la boleta electoral, a una institución que gestione el sentir popular y sus aspiraciones de transformación bajo las reglas generales de la democracia: legalidad, imparcialidad, objetividad, certeza e independencia.

En fin, el sistema de partidos políticos debe ser reinventado, sujetado por sus propios integrantes a reglas que les impongan vivir en democracia adentro para que actúen democráticamente afuera. Es necesario este rediseño para poder pensar después en los actores reguladores del juego, aquellos que, aun pretendiéndolo, no pueden hacer mucho si los jugadores se empecinan en el juego llanero.

Eso abordaré en la siguiente parte de este texto.

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Jorge Luis Fuentes Carranza es oficial de incidencia en la Conferencia Interamericana de Seguridad Social. Antes fue director regional de la Secretaría de Bienestar del Gobierno de México en Huauchinango, Puebla. Estudió derecho en la UNAM y es maestrando en gestión pública en el ITESM. Los puntos de vista expresados en este artículo son responsabilidad del autor.