Opinión: Rita, Anita, mi madre y yo

‘AMOR SIN BARRERAS’ ES FÁCIL DE CRITICAR, PERO LA VIMOS UNA Y OTRA VEZ POR MORENO Y SUS ‘MOVIDAS’.

Algunas madres latinas les enseñan a sus hijas cómo poner masa o plátano con una cuchara sobre la hoja de maíz o de plátano cuando hacen tamales o pasteles.

Mi madre latina me enseñó el gusto por los musicales.

O, siendo más precisa, cómo alabar a la diva que es el personaje principal de un musical, la mujer que tira de los hilos de su ordenada trama romántica, desentrañando a su paso una estela de deleite y caos. Algunos días era Barbra Streisand en el papel de Fanny Brice, con su sombrero de visón y su manguito, insistiendo en que nadie le aguara la fiesta. O Diana Ross avanzando por la carretera sin prisa. Pero la mayoría de las veces era Rita Moreno, en el papel de Anita, bailando más allá de las fronteras de “América” en “Amor sin barreras”.

En las décadas transcurridas desde su estreno en Broadway en 1957, “Amor sin barreras” ha sido la historia, la persistente fantasía blanca de la “latinidad”, con la que latinas como mi madre y yo hemos tenido que lidiar. Y, sin embargo, mi madre y yo seguimos viéndola. Quizá sea porque, como todos los musicales, “Amor sin barreras” es una modalidad compleja de representación que se deleita tanto en su desorden como en su maravilla. Mi madre me enseñó a ver en este musical no solo los problemas de maquillar a una actriz para que tenga una cara morena, sino también la coreografía de otra latina que podía salir bailando de cualquier guion que pretendiera confinarla o relegarla a un papel secundario. Mi madre me estaba mostrando a una diva que podía moverse por encima de esos límites impuestos. Y que lo hacía con un vestido fabuloso y tacones.

Admito esto ahora no sin un dejo de vergüenza, mucho después de las conversaciones públicas y privadas que los latinos hemos mantenido sobre nuestra controvertida relación con “Amor sin barreras”. Sin duda, presenta estereotipos perjudiciales de la cultura “latina” en Estados Unidos. Muchos de nosotros hemos catalogado y condenado las representaciones que el musical hace de los jóvenes criminales y de las mujeres descaradamente sexuales, todos hablando con acentos exagerados.

Las divas de los musicales como Moreno nos ayudaron a mi madre y a mí a forjar un lazo mientras nos abríamos paso en Estados Unidos desde nuestro barrio obrero de San Antonio, Texas, una ciudad que ha tenido desde hace mucho tiempo una mayoría latina. “Amor sin barreras” perdura como un texto cultural paradójico, y a menudo placentero, por el que muchos latinos hemos llegado a conocernos a nosotros mismos y a los demás. Artistas y pensadores como Lin-Manuel Miranda, la magistrada de la Corte Suprema Sonia Sotomayor y Jennifer Lopez, por nombrar algunos, han recurrido al musical como medio para entenderse a sí mismos o como punto de partida hacia una nueva narrativa.

Según mi madre, la primera vez que vimos juntas la adaptación cinematográfica de 1961 de “Amor sin barreras” fue cuando NBC la transmitió durante dos noches seguidas en marzo de 1972. Yo tenía poco más de un año. Por aquel entonces, ella y yo compartíamos cama en la habitación que se encontraba del lado de la fachada de la casa de mis abuelos en la zona sur de San Antonio. Mi padre estaba combatiendo en Vietnam. En los años siguientes pasé incontables noches acurrucada en la cama con mi madre cantando mientras veíamos “Amor sin barreras”.

Nos aprendimos todos los diálogos y las letras de las canciones. Nos burlábamos del maquillaje que hacía lucir morenos a los actores. Poníamos los ojos en blanco ante los acentos. Creíamos que sí, que un chico así podía matar a tu hermano. Llorábamos cada vez que vimos morir a Bernardo. Maldijimos. Canturreamos. Contuvimos la respiración cuando la enagua púrpura de Anita se mueve, ella levanta la pierna y la estira a la eternidad, hacia la mancha de estrellas en lo alto, más allá, en algún lugar lejos de aquí.

En “Amor sin barreras” Rita Moreno no solo domina el rigor de la coreografía de Jerome Robbins. Expresa un placer indisciplinado en el movimiento de su cuerpo más allá de esta. En los borrosos movimientos color malva de Anita hay tanto una sensación de control bien ensayado como de curva improvisada, una sensación de lo que mi madre llamaría “movidas”, de encontrar un camino cuando parece que no lo hay, de crear espacio donde no se cede ninguno. Las movidas no son solo maneras de arreglárselas, sino de arreglárselas con estilo latino, de moverse con tanta soltura que se convierte en baile.

Rita, interpretando a Anita, se niega a moverse en línea recta y ¿por qué lo haría si el terreno de juego está tan lleno de obstáculos? Los latinos sabemos que hay pocos caminos sencillos para abrirnos paso; la única constante es el control bien ensayado, la curva improvisada, el estilo sartorial y la alegría audaz que mostramos en nuestras movidas. Reconocemos en los movimientos de Anita las coreografías de nuestros propios rechazos y luchas por la compostura.

Una y otra vez vi en la película cómo Anita cuida con celo de María, la adolescente que está a su cargo. Del mismo modo que acompañé a mi madre en la cama para mirar, llorar y cantar, Anita se une a María en su cama para cantar a dúo “A Boy Like That/I Have a Love”. Es un momento crucial en el que Anita, a pesar de sus propias reservas, apegos románticos y aspiraciones, se sacrifica para ayudar a María a intentar conseguir lo que quiere. Anita y María son la única pareja protagonista que sobrevive.

Mi madre me enseñó a memorizar los pasos y las canciones del repertorio de una diva musical. Juntas estudiamos los movimientos de Rita, en el personaje de Anita, por el maltrecho suelo del gimnasio, por la azotea, por los límites del territorio y la tribu. Me enseñó a seguir a la diva que muestra a las latinas cómo moverse y moverse y seguir moviéndose, cómo moverse hasta que las faldas de nuestros vestidos consiguen levantarse, cómo superar la violencia ejercida sobre nuestros cuerpos y nuestros novios, cómo acercarnos unas a otras a través de las fronteras que intentan mantenernos separadas.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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