Opinión: Las profundas y enredadas raíces del iliberalismo estadounidense

En una entrevista reciente con la revista Time, Donald Trump prometió un segundo mandato de tomas de poder autoritarias, clientelismo administrativo, deportaciones masivas de indocumentados, acoso a las mujeres por el aborto, guerras comerciales y venganza contra sobre sus rivales y enemigos, incluido el presidente Biden. “Si dijeran que un presidente no tiene inmunidad”, dijo Trump a Time, “entonces, estoy seguro de que Biden sería procesado por todos sus crímenes”.

Al parecer, es otra prueba del empeño de Trump por construir un mundo político como ningún otro en la historia de Estados Unidos. Pero, ¿qué tan inédito es, en realidad? El hecho de que Trump siga liderando las encuestas debería dejar claro que él y su movimiento MAGA (la sigla en inglés de “Make America Great Again” o Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo) son algo más que malas hierbas en un suelo democrático liberal.

Muchos de nosotros no hemos querido verlo así. “Esto no es lo que somos como nación”, exclamó un periodista en lo que fue una respuesta frecuente a la violencia del 6 de enero de 2021, “y no debemos permitirnos a nosotros mismos ni a los demás creer lo contrario”. Biden ha dicho más o menos lo mismo.

Aunque es cierto que Trump fue el primer presidente que perdió unas elecciones e intentó mantenerse en el poder, los observadores han llegado a reconocer la necesidad de una visión más extensa del trumpismo. Con todo, son propensos a imaginar que hubo un tiempo no tan lejano en el que reinaba la “normalidad” política. Lo que no han comprendido es que el iliberalismo estadounidense está profundamente arraigado en nuestro pasado y se alimenta de prácticas, relaciones y sensibilidades que han estado cerca de la superficie, incluso cuando no han estallado a la vista.

En general, se considera que el iliberalismo es una reacción contra las ideas y políticas liberales y progresistas modernas, en particular las que pretenden proteger los derechos y promover las aspiraciones de grupos marginados de la vida política estadounidense durante mucho tiempo. Pero en Estados Unidos, el iliberalismo se entiende mejor como un conjunto coherente de ideas que están relacionadas pero que también cambian con el tiempo.

Ese iliberalismo celebra jerarquías de género, raza y nacionalidad; la homogeneidad cultural; la fe religiosa cristiana; el marcaje de enemigos internos y externos; las familias patriarcales; la heterosexualidad; la voluntad de la comunidad por encima del imperio de la ley y el uso de la violencia política para alcanzar o mantener el poder. Este iliberalismo echó raíces desde la época de la colonización europea y se extendió desde las aldeas y pueblos hasta los más altos niveles de gobierno. De una u otra manera, ha configurado gran parte de nuestra historia. Con frecuencia, el iliberalismo ha sido una pantalla, pero no en el círculo de los ganadores. Casi nunca ha sido derrotado de manera rotunda.

Algunos ejemplos pueden ser ilustrativos. Aunque se suele imaginar la colonización europea de Norteamérica como una ruptura brusca con las costumbres de los países de origen, los sueños neofeudales inspiraron la creación de sociedades euroamericanas desde las Carolinas hasta el valle del Hudson, basadas en latifundios y mano de obra forzada, mientras que los pueblos puritanos de Nueva Inglaterra, con sus propias jerarquías, exigían sumisión a la fe y vigilaban con dureza tanto a sus miembros como a los posibles intrusos. El interior del país empezó a llenarse de colonos ávidos de tierras que, por lo general, formaban enclaves basados en la etnia, miraban con recelo a los forasteros y, salvo raras excepciones, esperaban librar a su territorio de los pueblos nativos. La mayoría de los que llegaron a Norteamérica entre principios del siglo XVII y la época de la Revolución de Estados Unidos estaban o bien esclavizados o en régimen de servidumbre, y la jurisprudencia amo-sirviente configuró las relaciones laborales mucho después de que se abolió la esclavitud, un fenómeno que se ha descrito como “feudalismo tardío”.

El anticolonialismo de la Revolución de Estados Unidos estuvo acompañado no solo de una guerra contra los pueblos nativos y recompensas para los esclavistas, sino también de un anticatolicismo muy arraigado y la hostilidad hacia los católicos siguió siendo una potente fuerza política hasta bien entrado el siglo XX. Durante la redacción de la Constitución y la primera década de la República estadounidense se plantearon soluciones monárquicas: John Adams pensaba que el país avanzaría en esa dirección y otros líderes de la época, como Washington, Madison y Hamilton, se preguntaban en privado si sería necesario un rey en caso de que fracasara el “remedio republicano”.

La década de 1830, que suele considerarse el apogeo de la democracia jacksoniana, se vio asolada por violentas expulsiones de católicos, mormones y abolicionistas de ambas razas, junto con miles de nativos desposeídos de sus tierras natales y enviados al “Territorio Indio” al oeste del Misisipi.

La nueva política democrática de la época se caracterizaba a menudo por la violencia del día de las elecciones tras unas campañas impregnadas de cadencias militares, mientras que los cargos electos solían necesitar el apoyo de mecenas de la élite para garantizar las fianzas que debían depositar. Incluso en las legislaturas estatales y en el Congreso se podían blandir armas y organizar duelos; los “acosadores” hacían cumplir las voluntades de sus aliados.

Cuando los esclavistas de los estados del Sur recurrieron a la secesión en lugar de arriesgar su sistema durante el gobierno de Lincoln, dejaron claro que su Confederación estaba construida sobre el pilar de la esclavitud y la supremacía blanca. Y aunque su aplastante derrota trajo consigo la abolición, el establecimiento de la ciudadanía por derecho de nacimiento (excepto para los nativos), la exclusión política de los confederados y la extensión del derecho de voto a los hombres negros (resultados de una de las grandes revoluciones del mundo), no pasó mucho tiempo antes de que la revolución diera marcha atrás.

El gobierno federal no tardó en permitirles a los antiguos confederados y sus partidarios blancos regresar al poder, destruir el activismo político negro y, acompañados de linchamientos (expresión de la “voluntad” de las comunidades blancas), construir la estructura de Jim Crow: segregación, privación del derecho al voto político y un régimen laboral carente de derechos. Como se anticipaba en el norte antes de la Guerra Civil, Jim Crow recibió el visto bueno de la Corte Suprema del país y del gobierno de Woodrow Wilson.

Pocos progresistas de principios del siglo XX tuvieron problemas con esto. La segregación parecía una manera moderna de coreografiar las “relaciones de raza”, y la privación del derecho al voto resonaba con su desencanto con la política popular, ya fuera impulsada por los votantes negros en el sur o por los inmigrantes europeos en el norte. Muchos progresistas eran devotos de la eugenesia y otros tipos de ingeniería social y en general estaban a favor del imperialismo extranjero; algunos empezaron a vislumbrar el andamiaje de un Estado corporativo, todo ello anticipando los oscuros giros que se producirían en Europa en las décadas siguientes.

De hecho, en la década de 1920 se produjeron en Estados Unidos impulsos fascistas procedentes de diversas direcciones y dirigidos, al igual que en Europa, contra los radicales políticos. Benito Mussolini se ganó los elogios de muchos sectores estadounidenses. El laboratorio donde trabajaba Josef Mengele recibió el apoyo de la Fundación Rockefeller. El fundamentalismo protestante blanco reinaba en las ciudades y en el campo. Y la Ley de Inmigración de 1924 estableció límites al número de recién llegados, sobre todo los procedentes del sur y el este de Europa, considerados política y culturalmente inasimilables.

Lo más preocupante fue que el Ku Klux Klan, animado por el anticatolicismo y el antisemitismo, así como por el racismo contra los negros, se manifestó descaradamente en ciudades grandes y pequeñas. El Klan se convirtió en un movimiento de masas y ejerció un importante poder político; por ejemplo, fue determinante para la imposición de la Ley Seca. Cuando la organización se desmoronó a finales de la década de 1920, muchos miembros del Ku Klux Klan se unieron a nuevos grupos fascistas y a la derecha radical en general.

La derecha iliberal, marginada por la Gran Depresión y el “New Deal”, recobró fuerza a finales de la década de 1930, y durante los años 50 ganó apoyo popular gracias a su anticomunismo vehemente y a su oposición al movimiento por los derechos civiles. Ya en 1964, en su campaña por la nominación presidencial demócrata, el entonces gobernador de Alabama George Wallace empezó a perfeccionar una retórica de agravio blanco y hostilidad racial que cobró fuerza en el Medio Oeste y el Atlántico Medio, y la campaña de Barry Goldwater de ese año, a pesar de su fracaso, impulsó a la Sociedad John Birch y a los Jóvenes Estadounidenses por la Libertad.

Cuatro años más tarde, Wallace movilizó suficiente apoyo como candidato de un tercer partido para ganar en cinco estados. Y en 1972, una vez más como demócrata, Wallace ganó las elecciones primarias tanto en el norte como en el sur del país antes de que un intento de asesinato lo obligara a abandonar la contienda. Las crecientes protestas contra la segregación escolar y el feminismo echaron más leña al fuego de la derecha y prepararon el terreno para el ascenso conservador de la década de 1980.

Para principios de la década de 1990, el neonazi y miembro del Ku Klux Klan David Duke había conseguido un escaño en la Asamblea Legislativa de Luisiana y casi tres quintas partes del voto blanco en las campañas para gobernador y senador. Pat Buchanan, que aspiraba a la nominación presidencial republicana en 1992, abogó por el “Estados Unidos primero”, la fortificación de la frontera (con la “barda Buchanan”) y una guerra cultural por el “alma” de Estados Unidos, mientras que la Asociación Nacional del Rifle se convirtió en una fuerza poderosa en la derecha y en el Partido Republicano.

Cuando Trump cuestionó la legitimidad de Barack Obama para ocupar la presidencia, un proyecto que se conoció en poco tiempo como “birtherismo”, hizo uso de un tropo racista de la era de la Reconstrucción que rechazaba la legitimidad de los derechos políticos y el poder de los negros. Con ello, Trump empezó a consolidar una coalición de votantes blancos agraviados. Estaban dispuestos a hacer frente a la creciente diversidad cultural del país (encarnada por Obama) y a los desafíos que veían en las jerarquías tradicionales de familia, género y raza. Tenían mucho de dónde agarrarse.

En la década de 1830, Alexis de Tocqueville, en “La democracia en América”, vislumbró las corrientes iliberales que ya enredaban la política del país. Aunque se maravillaba de la “igualdad de condiciones”, la fluidez de la vida social y la fortaleza de las instituciones republicanas, también le preocupaba la “omnipotencia de la mayoría”.

“Y lo que más me repugna en América no es la extrema libertad que allí reina, sino la escasa garantía que hay contra la tiranía, “sino la escasez de garantías contra la tiranía”. Señaló que las comunidades “se toman la justicia por mano propia”, y advirtió que “las asociaciones de simples ciudadanos pueden componer cuerpos muy ricos, influyentes y poderosos, en otras palabras, cuerpos aristocráticos”. Lamentando su conformismo intelectual, Tocqueville creía que, si los estadounidenses abandonaban alguna vez el gobierno republicano, “pasarían rápidamente al despotismo”, restringiendo “la esfera de los derechos políticos, arrebatando algunos de ellos para confiarlos a un solo hombre”.

El deslizamiento hacia el despotismo que temía Tocqueville puede estar ya en marcha, sea cual sea el resultado de las elecciones. Aunque traten de engañarse pensando que Trump no lo cumplirá, millones de votantes parecen dispuestos a confiar sus derechos a “un solo hombre” que ha anunciado su intención de utilizar poderes autócratas para la retribución, la represión, la expulsión y la misoginia.

Solo al reconocer a qué nos enfrentamos podremos montar una campaña eficaz para proteger nuestra democracia, con sustento en las importantes luchas políticas (abolicionismo, antimonopolio, socialdemocracia, derechos humanos, derechos civiles, feminismo) que han desafiado al iliberalismo en el pasado y ofrecen la visión y las vías políticas para guiarnos en el futuro.

Nuestro peor error sería creer que estamos ante una ruptura excepcional en la historia del país. Porque desde el primer momento, Trump ha tocado raíces iliberales profundas y en constante expansión. La historia del iliberalismo es la historia de Estados Unidos.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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