Opinión: El problema del antisemitismo de Elon Musk no tiene que ver con la libertad de expresión

A pesar de sus protestas ruidosas y frecuentes, Elon Musk quizá sea el peor embajador de la libertad de expresión en Estados Unidos. Para entender por qué, es necesario echar un vistazo a la plataforma X, antes conocida como Twitter, de la que es dueño y sobre la que gobierna como el generalísimo de una república bananera. Varios de los últimos días tienen una relevancia especial.

Desde finales del mes pasado, el sitio ha albergado un tsunami de discurso antisemita repugnante. Aunque es difícil determinar la causa de cualquier tendencia en X, parece que el detonador de esta última ola de intolerancia podría ser una reunión celebrada el 29 de agosto entre el director ejecutivo de la Liga Antidifamación (ADL, por su sigla en inglés), Jonathan Greenblatt, y la nueva directora ejecutiva de X, Linda Yaccarino. Según publicó Greenblatt, el propósito de la reunión era “abordar el odio” en la plataforma.

Lo que ocurrió después fue extraordinario. Casi de inmediato, varias cuentas antisemitas infames publicaron bajo la etiqueta #BanTheADL. Musk impulsó la campaña al darle me gusta a la publicación de un activista de extrema derecha que pedía que se vetara la ADL de la plataforma y luego él inició su propia campaña contra la organización. En una serie de publicaciones en X, culpó a la organización de la mayor parte de la pérdida de ingresos publicitarios de X, tachó a la ADL de ser el mayor generador de antisemitismo en X, propuso una encuesta sobre la expulsión de la ADL y amenazó con demandar a la ADL por difamación.

Y créeme: como lo detalló Claire Berlinski en una excelente publicación de Substack, el discurso de X sobre la ADL estuvo lejos de ser una crítica matizada de sus prioridades. Más bien, fue la excusa para una efusión de la peor retórica imaginable. ¿Y cuál fue la respuesta de Musk? Se declaró “en contra del antisemitismo de cualquier tipo” —aunque sus afirmaciones sobre el inmenso poder de la ADL se basaron en temas antisemitas clásicos—, pero “a favor de la libertad de expresión”.

Invocar la libertad de expresión no es nada nuevo para Musk. Se ha autonombrado un “absolutista de la libertad de expresión” y, cuando aceptó comprar Twitter en 2022, declaró con altivez que “la libertad de expresión es la base de una democracia funcional y Twitter es la plaza digital donde se debaten asuntos vitales para el futuro de la humanidad”. Después de los problemas anteriores de moderación en la plataforma —los cuales reconoció abiertamente el anterior director ejecutivo de Twitter, Jack Dorsey—, al menos había alguna razón para esperar que la compra de Musk produjera una plataforma moderada de un modo generalizado con los principios de la Primera Enmienda.

Sin embargo, eso no fue lo que sucedió. Para nada. En vez de crear una plataforma para la libertad de expresión, Musk creó una plataforma para el discurso de Musk o, de manera más precisa, para el poder de Musk. Primero, ha demostrado que tiene toda la disposición de tomar medidas en contra de las personas o entidades que los desafíen a él o X. Como lo han detallado mis amigos de la Fundación para los Derechos Individuales y la Expresión (de la que fui presidente), Musk ha usado su autoridad para suspender cuentas, estrangular (o limitar el tráfico de) competidores y, según se rumora, potenciar su propia voz.

En segundo lugar, en vez de crear un mercado libre de ideas, Musk utiliza X como un mercado en el que puedes pagar por privilegiar tus pensamientos. Gracias al sistema de pago, las personas que cumplen con una cuota mensual para unirse al servicio prémium de X pueden ampliar su alcance de manera significativa, incluida una concesión de “clasificaciones prioritarias en conversaciones y búsquedas”. Y, debido a que Musk se ha centrado en la imagen pública de la plataforma, una cantidad desproporcionada de estas cuentas prémium parecen compartir la personalidad de trol de derecha que tiene Musk y crear la sensación inequívoca de que X está bajo el dominio de voces de extrema derecha que a menudo se deleitan en la crueldad, la intolerancia y la desinformación.

Por último, no podemos ignorar el poder de la propia voz de Musk para distorsionar el debate. Como detalla Berlinski en su boletín, cuando Musk “llama la atención” hacia otras cuentas al darles me gusta, responder en ellas o al compartir sus publicaciones, “las hace famosas, de inmediato. Dirige un maremoto humano de atención —unos 140 millones de seguidores de Elon Musk— a sus cuentas”.

Al sumar todos estos factores, se llega a la conclusión de que X no es tanto un paraíso de la libertad de expresión como el corralito del generalísimo, donde los valores de este determinan todo.

X es la empresa de Musk y él puede establecer las normas discursivas que desee. Pero no nos engañemos. Cuando Musk defiende sus decisiones clamando “libertad de expresión”, me recuerda las palabras inmortales de Íñigo Montoya en la película “La princesa prometida”: “Sigues usando esa palabra. No creo que signifique lo que tú crees que significa”. Musk no está promoviendo la libertad; está utilizando su poder para privilegiar a muchas de las peores voces de la vida estadounidense.

c.2023 The New York Times Company