Opinión: La presidencia de Jimmy Carter no es como la pintan

TAL VEZ JIMMY CARTER FUE EL HOMBRE MÁS INTELIGENTE, TRABAJADOR Y DECENTE QUE HAYA OCUPADO EL DESPACHO OVAL EN EL SIGLO XX.

Jimmy Carter no era como se piensa. Era duro. Intimidaba bastante. Puede que haya sido el hombre más inteligente, trabajador y decente en ocupar el Despacho Oval en el siglo XX.

Hace unos años cuando lo entrevistaba con regularidad, tenía cerca de 90 años y, sin embargo, seguía levantándose al amanecer y llegando temprano al trabajo. Una vez lo vi dirigir una reunión a las siete de la mañana en el Centro Carter, donde pasó 40 minutos paseándose de un lado a otro del escenario, explicando los detalles de su programa para erradicar la dracunculiasis. Era implacable. Más tarde, ese mismo día, me concedió a mí, su biógrafo, exactamente 50 minutos para hablar de sus años en la Casa Blanca. Aquellos ojos azules brillantes se clavaron en mí con una intensidad alarmante. Pero era evidente que le interesaban más los gusanos de Guinea.

Carter sigue siendo el presidente más incomprendido del último siglo. Como liberal sureño, sabía que el racismo era el pecado original del país. Fue un progresista en las cuestiones raciales; en su primer discurso como gobernador de Georgia, en 1971, declaró: “Llegó la hora de acabar con la discriminación racial”, lo cual causó enorme descontento entre muchos estadounidenses, incluidos sus compatriotas sureños. Y sin embargo, como creció descalzo en las tierras rojizas de Archery, una pequeña aldea del sur de Georgia, estaba imbuido de una cultura que había conocido la derrota y la ocupación. Esto lo convirtió en un pragmático.

El periodista gonzo Hunter Thompson alguna vez describió a Carter como uno de los “hombres más despiadados” que hubiera conocido. Thompson quiso decir implacable, ambicioso y decidido a tener poder; primero, como gobernador de Georgia y luego como presidente. La era posterior al Watergate y a la guerra de Vietnam, de desilusión con la noción del excepcionalismo estadounidense, fue la oportunidad perfecta para un hombre cuya campaña se basó principalmente en la cuestión de la religiosidad renacida y la integridad personal. “Nunca les mentiré”, dijo en repetidas ocasiones durante la campaña, a lo que su abogado de toda la vida, Charlie Kirbo, bromeaba en respuesta, diciendo que iba a “perder el voto de los mentirosos”. Para sorpresa de todos, Carter llegó a la Casa Blanca en 1976.

Decidió usar el poder con rectitud, ignorar la política y hacer lo correcto. De hecho, era un admirador del teólogo protestante favorito de la clase dirigente, Reinhold Niebuhr, quien escribió: “El triste deber de la política es instaurar la justicia en un mundo pecador”. Carter era un niebuhriano y bautista del sur, lo cual lo convertía en una iglesia de uno, un auténtico atípico. Para él, “la política era pecaminosa”, según su vicepresidente, Walter Mondale. “Lo peor que podías decirle a Carter si querías que hiciera algo era que, políticamente, era lo mejor”. El expresidente rechazó con frecuencia los astutos consejos de su esposa, Rosalynn, y de otras personas para que pospusiera a su segundo mandato iniciativas que podían tener costos políticos, como los tratados del Canal de Panamá.

Su presidencia se recuerda, de forma simplista, como un fracaso, aunque tuvo más consecuencias de las que la mayoría recuerda. Logró los acuerdos de paz de Camp David entre Egipto e Israel, el acuerdo de control de armas SALT II, la normalización de las relaciones diplomáticas y comerciales con China y la reforma migratoria. Convirtió el principio de los derechos humanos en una piedra angular de la política exterior de Estados Unidos y sembró las semillas del fin de la Guerra Fría en Europa del Este y Rusia.

Desreguló la industria de las aerolíneas, lo cual preparó el terreno para que muchos estadounidenses de clase media volaran por primera vez y también desreguló el gas natural, lo que sentó las bases para nuestra actual independencia energética. Trabajó para que los cinturones de seguridad y las bolsas de aire fueran obligatorios, con lo que logró salvar la vida de 9000 estadounidenses al año. Fue el primero en hacer que el país invirtiera en investigación sobre energía solar y fue uno de los primeros presidentes en advertirnos sobre los peligros del cambio climático. Logró la promulgación de la Ley de Tierras de Alaska, que triplicó la superficie de las reservas naturales protegidas del país. Su desregulación de la industria cervecera casera abrió la puerta a la próspera industria de la cerveza artesanal. Nombró a más afroestadounidenses, hispanos y mujeres para ocupar puestos federales, con lo cual aumentó de manera significativa sus números.

Pero algunas de sus decisiones más controvertidas, en casa y en el extranjero, fueron igual de importantes. Retiró a Egipto del campo de batalla en favor de Israel, pero siempre insistió en que Israel también estaba obligado a suspender la construcción de nuevos asentamientos en Cisjordania y permitirles a los palestinos cierto grado de autogobierno. Durante décadas, sostuvo que los asentamientos se habían convertido en un obstáculo para una solución de dos Estados y para una resolución pacífica del conflicto. No dudaba en advertir al mundo entero que Israel estaba tomando el camino equivocado hacia el apartheid. Por desgracia, algunos críticos concluyeron erróneamente que estaba contra Israel o algo peor.

Tras la revolución iraní, Carter se resistió con justa razón durante muchos meses a las presiones de Henry Kissinger, David Rockefeller y su propio asesor de seguridad nacional, Zbigniew Brzezinski, para que diera asilo político al sah depuesto. Carter temía que eso exacerbaría las pasiones iraníes y pondría en peligro nuestra embajada en Teherán. Y tenía razón. Pocos días después de que accediera a regañadientes y de que el sah ingresara en un hospital de Nueva York, nuestra embajada fue tomada. La crisis de los rehenes, que duró 444 días, fue un duro golpe para su presidencia.

Pero Carter se negó a ordenar represalias militares contra el régimen golpista de Teherán. En términos políticos, eso habría sido lo más sencillo, pero él sabía que pondría en peligro las vidas de los rehenes. Insistió en que la diplomacia funcionaría. No obstante, ahora tenemos pruebas fehacientes de que el jefe de campaña de Ronald Reagan, Bill Casey, hizo un viaje secreto a Madrid en el verano de 1980, donde pudo haberse reunido con un representante del ayatolá Ruhollah Jomeini, lo que pudo haber prolongado la crisis de los rehenes. De ser cierto, esta interferencia en las negociaciones para la liberación de los rehenes buscaba negarle al gobierno de Carter una sorpresa en octubre, la liberación de los rehenes al final de la campaña, y fue una maniobra política sucia, además de un trato injusto para los rehenes estadounidenses.

Se podría decir que la presidencia de Carter estuvo libre de escándalos. Solía pasar 12 horas o más en el Despacho Oval, leyendo 200 páginas de memorandos al día. Estaba decidido a hacer lo correcto y a no perder tiempo para ello.

Pero esa rectitud tuvo consecuencias políticas. En 1976, ganó los votos electorales del sur y de los sindicatos, así como los votos populares judíos y negros, pero en 1980, el único margen amplio que sostenía Carter era entre los votantes negros. Hasta los evangelistas lo abandonaron porque había insistido en quitar la exención de impuestos a las escuelas religiosas exclusivas para blancos.

La mayoría del país lo rechazó por ser un presidente adelantado a su tiempo: demasiado yanqui georgiano para el Nuevo Sur y demasiado populista atípico para el Norte. Si las elecciones de 1976 ofrecieron alguna esperanza de que se superara la división racial, su derrota significó que el país volvía a una era conservadora de partidismo duro. Fue una trágica historia bien conocida por cualquier sureño.

La derrota de Carter en su segundo mandato lo sumió en una depresión breve. Pero una noche, en enero de 1982, su esposa se sobresaltó al verlo sentado en la cama, despierto. Le preguntó si le pasaba algo. “Sé lo que podemos hacer”, respondió él. “Podemos crear un lugar para ayudar a la gente que quiere resolver sus diferencias”. Este fue el comienzo del Centro Carter, una institución dedicada a la resolución de conflictos, iniciativas de salud pública y supervisión de elecciones en todo el mundo.

Si una vez creí que Carter era el único presidente que había utilizado la Casa Blanca como trampolín para lograr cosas mayores, ahora veo que los últimos 43 años han sido en realidad una prolongación de lo que él consideraba su presidencia inacabada. Dentro o fuera de la Casa Blanca, Carter dedicó su vida a resolver problemas, como un ingeniero que presta atención a las minucias de un mundo complicado. Alguna vez me dijo que esperaba vivir lo suficiente para ver la extinción del último gusano de Guinea. El año pasado, solo hubo 13 casos de la dracunculiasis en humanos. Puede que lo haya conseguido.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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