Opinión: Algunas palabras se sienten más auténticas en español

Mi relación más temprana con el lenguaje estuvo definida por reglas. Como inmigrante que llegó a este país desde Perú a la edad de 4 años, pasé la mitad de mis días en el jardín de niños ocupada en aprender las reglas de la lengua inglesa. Había que sortear la difícil inconsistencia de la pronunciación y, una vez que aprendí a hablarlo, el reto de trasladar lo que había aprendido a destrezas de lectura.

En casa, mi madre solía crear juegos para ayudarnos a mi hermana y a mí a conservar nuestro español y a mejorar nuestra gramática. Conduciendo por nuestro barrio de Miami, señalaba un semáforo, levantaba cuatro dedos y decía: “Se-ma-fo-ro... ¿En qué sílaba se pone el acento?”.

Cada lengua tenía su espacio definido: inglés en la escuela, español en casa. Pero a medida que mis padres dominaban más el inglés (y mi hermana y yo más), las fronteras se difuminaron. Ser bilingües nos permitió romper barreras más allá de las reglas y definiciones asociadas a las palabras. Algunas cosas eran simplemente intraducibles, porque hablaban de este nuevo espacio en el que vivíamos, dentro, entre y alrededor del idioma. Estábamos construyendo un nuevo hogar, como tantos inmigrantes que acaban moldeando la lengua tanto como ella nos moldea a nosotros.

Se hizo evidente cuando la frase “¿Cómo se dice?” se convirtió en una constante en mi casa. A veces eran mis padres los que preguntaban “¿Cómo se dice?”, seguido de una palabra como “sobremesa” o “ganas”. Parecía bastante sencillo en teoría, pero nos resultaba casi imposible traducirlo sin elaborarlo con frases u oraciones completas. Al fin y al cabo, para tener una palabra que describa una larga conversación que te mantiene en la mesa y prolonga una comida, tendrías que valorar el concepto lo suficiente como para ponerle nombre. Algunas ideas están tan arraigadas en las culturas latinoamericana y española que existen de manera implícita. Por supuesto, “ganas” puede ser algo que se siente, pero también algo que se da, y ser a la vez más suave pero más poderoso que “deseo”. (Solo los que saben, lo entienden).

Otras veces, éramos mi hermana y yo las que sentíamos curiosidad por el equivalente español de una palabra. ¿Realmente no había diferencia en español entre los dedos de nuestras manos y los dedos de nuestros pies? Cuando queríamos decir que estábamos emocionadas por algo, la palabra “emocionada” parecía quedarse corta para captar nuestra emoción específica. A veces nos quedábamos en blanco. Pero a veces descubríamos que la palabra perfecta no está necesariamente en el idioma que hablamos.

Lo que estoy describiendo, por supuesto, tiene su propia palabra: cambio de código. El acto de cambiar de una lengua o dialecto a otro, sobre todo en función del contexto social, suele considerarse algo que hacen las llamadas minorías para integrarse en espacios más mayoritarios. Es cierto que cambiar de código puede ser una manera de asimilación, un modo de protegernos de los prejuicios arraigados en el racismo, el clasismo y la xenofobia que pueden surgir cuando expresamos libremente nuestra cultura y nuestra lengua en espacios no diseñados para acogerlas. Pero de lo que rara vez se habla es que el cambio de código no es solo una respuesta reaccionaria a la sensación de no ser bienvenidos. Dentro de nuestras propias comunidades, puede ser una señal de comodidad y pertenencia.

Por ejemplo, la palabra en español “maleta”. Este año asistí a un congreso de escritura y coincidí con dos autoras mexicoestadounidenses, una de las cuales llevó su maleta al congreso porque ya se había marchado del hotel. Caminamos por los pasillos y nos ofrecimos a ayudarla con su “maleta”, haciendo varias bromas y referencias a ella, pero sin utilizar ni una sola vez la palabra “suitcase”, a pesar de hablar principalmente en inglés.

Fue una decisión totalmente natural y tácita. Hay algunas palabras que sencillamente se sienten más auténticas en español que en inglés. Las llamo palabras del hogar y palabras del corazón porque las asocio con el lugar donde más he crecido utilizándolas: en casa, con la familia. Aunque las palabras pueden compartir una definición literal con su traducción, una de las versiones conlleva una profundidad emocional que enriquece su significado. Intercambiar códigos de esta manera entre amigos implica que no solo compartimos un idioma, sino también una comprensión íntima del lugar de dónde venimos.

Una maleta es para la ropa y las pertenencias cuando alguien viaja pero, para mí, una maleta significaba que la familia había llegado de Perú, cargada de sabores, texturas y recuerdos de mi lugar de nacimiento. El lenguaje está arraigado en el contexto, otra manera de decir que el lenguaje está impulsado por la memoria. De este modo, lo que elegimos o no traducir es otro modo de contar historias sobre nuestro pasado.

El año pasado, un estudio sobre la manera concreta en que los miamenses utilizan traducciones directas del español para formar frases en inglés calificó esta práctica de dialecto emergente. Es un tipo de préstamo entre lenguas que da lugar a lo que se conoce como calcos. Durante décadas, expresiones como “get down from the car” y “super hungry”, que se traducen del español, se han abierto paso en el habla regional, incluso en el caso de los no hispanohablantes.

Cuando compartí el artículo en las redes sociales, mis mensajes directos se llenaron de amigos y familiares —no solo en Miami, sino también en el Valle del Río Grande en Texas y en el sur de California— que bromeaban diciendo que llevaban usando esas frases desde que eran niños, y que sus padres también lo habían hecho. La novedad no estaba en su uso, sino en su validación (la buscáramos o no). A mis amigos y a mí nos dijeron que habláramos de cierta manera y que respetáramos las reglas de ambos idiomas. Nosotros, por nuestra parte, no rompíamos las reglas, sino que jugábamos con ellas, mezclando trozos de inglés y español hasta que parecía algo nuevo pero familiar, con nuestras huellas dactilares orgullosamente plantadas en su desorden.

Esta es una de mis mayores alegrías como escritora. Amo el lenguaje no solo por todo lo que puede hacer, sino también por todo lo que no puede hacer, y por todo el espacio que deja en los huecos para la creación. Es estimulante que algo tan supuestamente fijo como el significado de una palabra o frase esté vivo y evolucione. Significa que no tenemos que perder partes de nosotros mismos por asimilación; podemos ampliar el lenguaje para incluir toda la envergadura de nuestras experiencias.

Las palabras no son más que sonidos y letras hasta que les damos colectivamente un significado a través de una historia. Cuando utilizamos el lenguaje para conectar, es una de las cosas más bellas que nos hace humanos.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2024 The New York Times Company