Opinión: Mi país es testigo de un fin de gobierno desordenado y bufonesco

EN SENEGAL, LO PEOR PODRÍA ESTAR POR VENIR.

DAKAR, Senegal — El 31 de diciembre de 1980, Léopold Sédar Senghor, el primer presidente de Senegal, anunció que dejaba el poder. A sus 74 años, sentía que su tiempo había terminado. Cuando los aduladores intentaron convencerlo de que revocara su decisión, se dice que respondió con una sonrisa: “¿Acaso no saben cómo son los senegaleses? Si falto a mi palabra, se reirán de mí”. Sus acciones destacaron en una época en la que los dictadores vitalicios eran habituales en todo el continente africano. Aunque su historial político sigue siendo controvertido hasta nuestros días, Senghor, un ferviente poeta católico, fue lo suficientemente abierto de mente como para dirigir un país de mayoría musulmana e incluso consiguió convertirlo en un modelo de estabilidad en la región.

Las cosas son muy distintas hoy en día. En la patria de Senghor, nos encontramos en medio de un final de gobierno desordenado y a veces bufonesco que amenaza con hacer zozobrar el equilibrio que tanto costó conseguir en el país. A principios de febrero, el presidente Macky Sall, quien se acercaba al final de sus dos mandatos, pospuso las elecciones programadas para ese mismo mes. La estrategia no tardó en hundir a Senegal en la confusión, ya que desató protestas en todo el país, generó caos en el Parlamento y una crisis constitucional absoluta. En uno de los pocos países africanos que nunca ha sufrido un golpe de Estado militar, el aplazamiento de última hora pareció ser su equivalente.

Si la apuesta de Sall era permanecer en el poder, no funcionó. En el vacío entró el Consejo Constitucional, el más alto tribunal del país, que dictaminó que el aplazamiento era ilegal. Sall, al verse contra la pared, aceptó dejar el cargo el 2 de abril y las elecciones se fijaron para el 24 de marzo, este domingo. Para Sall, escondido en el palacio presidencial que tanto se resistía a abandonar, esto supone, como mínimo, un revés embarazoso. Pero para Senegal es mucho más grave. El destino del país, confiado a Sall durante 12 años, está ahora en peligro.

Desde que el verano pasado se comprometió a no contender a un tercer mandato, Sall nunca volvió a ser el mismo. Se volvió iracundo, humilla a sus ministros en público y les pone su nombre a los bulevares. Defraudado por su propio pueblo y por sus tradicionales defensores occidentales, dio rienda suelta a su ira en un discurso pronunciado en febrero con una expresión wólof muy fuerte —“¡Doyal naa ci sëkk!”— que puede traducirse de manera amable como: “Estoy más que harto de este poder, ¡aquí está para cuando lo quieran!”.

Un final tan desastroso para la carrera de Sall resulta todavía más desconcertante si se tiene en cuenta que al principio tenía muy buenas intenciones. En abril de 2012, dos semanas después de su toma de posesión, anunció desde el palacio del Elíseo en Francia su decisión de reducir los mandatos presidenciales de siete a cinco años. Después de que el cambio fue ratificado en un referendo, y se aplicó a su segundo mandato en vez de al primero, Sall parecía haber cumplido su palabra. Pero sus maniobras de las últimas semanas sugieren que, al final, incluso este sueño era demasiado grande para él.

Este presidente posterior a la independencia, el cuarto en ocupar el cargo, es el primero al que se le llama dictador con tanta frecuencia. ¿Lo es? La respuesta es no, si se considera, por ejemplo, la masacre perpetrada por el régimen de Mahamat Idriss Déby en Chad. Sin embargo, soy consciente de que este tipo de comparación no solo no lleva a ninguna parte, sino que es bastante peligrosa. Cada país debe ser juzgado en función de su propia historia y sería muy triste acabar felicitándonos por tener menos muertos en las calles de Dakar que en las de Yamena.

No obstante, el hombre que en abril de 2015 prometió que nunca eliminaría a la oposición se ha mostrado cada vez más autoritario y violento en los últimos tres años. Tras convertir al líder de la oposición, Ousmane Sonko, en una figura mítica al satanizarlo y encarcelarlo, Sall reprimió con brutalidad todas las manifestaciones en su apoyo. Desde marzo de 2021, fecha de la detención de Sonko, las fuerzas de seguridad han asesinado a al menos 40 jóvenes manifestantes. Por si fuera poco, el gobierno encarceló a 1000 activistas, entre ellos Bassirou Diomaye Faye, otra figura destacada de la oposición. No se han investigado informes creíbles de tortura.

Se trata de demasiados daños colaterales para el intento fallido de Sall de prolongar su mandato. A sus detractores les gustaría verlo enjuiciado por la justicia internacional pero, tal y como está el mundo, esto parece poco probable. No obstante, la sociedad civil senegalesa podría exigir que quien suceda a Sall lo haga rendir cuentas por sus actos. Ahí es donde una nueva ley de amnistía aprobada en el Parlamento a principios de marzo podría ser fundamental. La ley, que indulta los actos cometidos en relación con los disturbios políticos desde marzo de 2021, permitió la liberación de Sonko y de Faye, candidato en las elecciones. Pero muchos temen que pueda utilizarse también para proteger a las fuerzas de seguridad y, por supuesto, al propio Sall.

Por ahora, el Consejo Constitucional logró calmar los ánimos, pero los demócratas senegaleses no deberían cantar victoria demasiado pronto. Lo peor —por ejemplo, que la impugnación de los resultados electorales desate protestas que se repriman con violencia en medio de la amenaza de la intervención militar y la injerencia extranjera— podría estar por venir. Incluso si las elecciones se celebran sin contratiempos, resulta difícil imaginar que ciertas figuras de alto perfil del bando presidencial se permitan rendir cuentas ante el próximo gobierno sin que se produzca una reacción importante. Podría haber más problemas en el futuro.

Pero, pase lo que pase, estos tres años de agitación no habrán sido en vano. Los ciudadanos senegaleses son ahora más conscientes de los puntos fuertes y débiles de su democracia y es razonable suponer que ningún futuro presidente, a menos que haya perdido la cabeza, intentará ejercer más de dos mandatos. Es un gran logro, pero podría haberse conseguido sin deshonrar al país ni causar tanto dolor.

De hecho, los debates sobre el sucesor de Sall rara vez han ido más allá de la especulación sobre quién ocupará dentro de poco el palacio presidencial. Casi nunca se plantea la cuestión de lo que el ganador se propone hacer por el país. Poco antes de las elecciones del domingo, muchos votantes solo tendrán una vaga idea de los programas y capacidades de los diferentes candidatos. Tal y como están las cosas, hay motivos de sobra para estar preocupados por el futuro próximo. Solo hay un culpable de esta incertidumbre: Sall, el hombre que le dio la espalda a la historia de su pueblo.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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