Opinión: El mundo desarrollado tiene una tolerancia inquietantemente elevada a la crueldad

Después del terremoto, los refugiados sirios encerrados en Turquía se han enfrentado a una tragedia doble: el desplazamiento y luego la catástrofe. (Diego Ibarra Sánchez/The New York Times)
Después del terremoto, los refugiados sirios encerrados en Turquía se han enfrentado a una tragedia doble: el desplazamiento y luego la catástrofe. (Diego Ibarra Sánchez/The New York Times)

Cuando la semana pasada se desató un incendio en un centro de detención para migrantes y solicitantes de asilo en Ciudad Juárez, México, justo al otro lado de la frontera con El Paso, Texas, parecía que se trataba de una mala suerte espantosa, era una tragedia doble: personas obligadas a huir de su país —debido a la inestabilidad política, la violencia delictiva, el cambio climático o la pobreza— que fueron víctimas de un incendio devastador mientras intentaban encontrar refugio. Al menos 39 personas murieron y el mundo se dio cuenta. Las autoridades mexicanas emprendieron una investigación judicial.

Pero, ¿en realidad fue algo tan fortuito? ¿O esta doble tragedia fue un augurio de lo que está por ocurrir en un mundo donde los conflictos que al parecer no tienen solución y el cambio climático ya están generando catástrofes en todo el mundo?

Cuando vi los informes noticiosos, mi mente de inmediato se transportó a mi viaje reciente al sur de Turquía, donde acudí a hacer reportajes sobre las consecuencias del devastador sismo ocurrido en febrero. Hay más de 3,5 millones de sirios en Turquía que han huido de la guerra civil de Siria; conocí a decenas de ellos mientras viajaba por ese país. Cuando ocurrió el terremoto, también ellos se enfrentaron con un infortunio espantoso, con una tragedia doble.

El sismo fue un evento fortuito, pero su situación fue generada por el ser humano. Estos sirios no pueden regresar a su país de origen debido al conflicto atroz que se vive en esa nación. Pero, de hecho, tampoco pueden ir a ningún otro lugar debido a que el gobierno de Turquía —a cambio de 6000 millones de euros que le dio la Unión Europea— ha sellado su frontera para impedir que pasen a Europa.

La gente que murió en el centro de detención de México estaba atrapada de manera parecida. Cuando Estados Unidos se enfrentó a la llegada sin precedentes de migrantes de Sudamérica y Centroamérica, presionó a México para que confinara a los solicitantes de asilo con base en una política del gobierno de Trump en la época de la pandemia que tal vez pronto sea remplazada por la antigua práctica de detener a las familias que cruzan la frontera de modo ilegal.

Este es el sistema, cuestionable en términos morales, que el mundo desarrollado ha creado para encargarse de las decenas de millones de personas del mundo en vías de desarrollo que han huido de sus países: quédense ahí, pero nosotros pagaremos la cuenta. Conforme cada vez más personas quieren huir de los desastres naturales, de los conflictos o de una combinación fatal de ambas cosas, los países ricos han demostrado que harán lo posible para garantizar que estas personas desplazadas permanezcan lo más lejos posible de sus fronteras y para mantenerlas encerradas en un espantoso purgatorio de los llamados “terceros países seguros”.

Solicitantes de asilo venezolanos en busca de refugio en Estados Unidos llegan a una frontera controlada. (Go Nakamura/The New York Times)
Solicitantes de asilo venezolanos en busca de refugio en Estados Unidos llegan a una frontera controlada. (Go Nakamura/The New York Times)

Solo era cuestión de tiempo para que en cualquiera de estos países que sirven de sala de espera hubiera alguna dificultad —un terremoto, un desastre natural provocado por el cambio climático, una nueva guerra o una crisis política— que desestabilizara el refugio supuestamente seguro al mismo tiempo que generara catástrofes humanitarias peores.

¿Los estupendos compromisos globales que asumió el mundo para proteger a las personas indefensas en el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial todavía tienen algún significado? A fin de mantener alejadas a las personas que sufren, los países ricos han desarrollado una tolerancia a la crueldad inquietantemente elevada.

Estuve viajando con Ahmed Kanjo por algunas regiones de Turquía. Al inicio de la guerra, Ahmed había sido un locutor en Alepo para un noticiero árabe con sede en Siria. Pero desde que huyó con su familia a Turquía, había tenido problemas para ganarse la vida con el oficio que compartimos, así que lo contraté para que trabajara conmigo como intérprete.

El sismo había causado daños al edificio de departamentos donde vivía con su esposa y cuatro hijos, por lo que mandó a su familia a otra región para que se quedara con su hermano con el fin de protegerla de las interminables réplicas, pero él regresó a trabajar a Gaziantep, Turquía. ÉL estaba pernoctando ahí con su amigo Abdul Kadir, un joven que, según me dijo, había huido de Alepo después de que la ciudad fue golpeada y acosada por los servicios de inteligencia sirios.

Una noche, con el aire denso por el humo de cigarrillo, Ahmed, Abdul Kadir y algunos de sus amigos estaban bebiendo café especiado sentados en el suelo con las piernas cruzadas. Yo pensaba en el trabajo de Ahmed como periodista de televisión; él me mostró algunos videos cortos, entre ellos uno en el que estaba agazapado en una trinchera hablando hacia la cámara mientras se escuchaban las explosiones y el tiroteo a su alrededor. Aunque yo no hablo árabe, me di cuenta de que era un locutor talentoso que se mantenía sereno bajo el fuego pero que era capaz de trasmitirle al espectador los riesgos físicos y emocionales del combate. Ahmed me comentó que echaba de menos su oficio.

“Todas las conversaciones giran en torno a dónde te vas a ir”, me explicó. “El mundo cree que los sirios están bien en Turquía, que les abrieron un santuario, pero en realidad es una prisión”.

Ahmed y yo tenemos algo más en común que nuestra profesión. Mis raíces están en Etiopía, un país que, al igual que Siria, es famoso por generar refugiados. Mi madre huyó justo cuando una cruel dictadura militar marxista tomó el poder. Se casó con un estadounidense y me legaron el pasaporte azul oscuro que hizo que pudiera moverme con libertad por todo el mundo, que tuviera el trabajo que me llevó a Turquía y tuviera una vida libre. ¿Qué otra cosa que no fuera la suerte de la geografía apartaba la historia de mi vida de la de Ahmed? O cualquiera de nuestras vidas, en realidad.

En el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, el mundo creó un sistema para proteger a las personas que se veían obligadas a huir de su país por guerras y persecuciones. La categoría de refugiado es una denominación legal para alguien que huye a través de una frontera internacional debido a persecuciones o conflictos, la cual en términos técnicos es diferente a la categoría más amplia de migrante, que es una persona que se muda de un país a otro por diversas razones, por ejemplo, de supervivencia física o económica. Estas categorías siempre han sido más permeables de lo que quisiéramos reconocer, pero en un mundo asolado por los conflictos y las calamidades, la diferencia empieza a sentirse muy teórica.

Al igual que muchos compromisos posteriores a la guerra, con el tiempo, nuestro compromiso con los refugiados ha llegado a existir más en teoría que en la práctica. Oficialmente, es una responsabilidad mundial compartida, pero en la realidad, la responsabilidad de recibir a estas personas ha recaído de manera abrumadora en los países pobres y de ingresos medios, y, en buena medida, los países ricos se encargan de pagar la factura.

En su territorio, las países ricos solo dan un camino muy estrecho para brindarles asilo a casi todos los que tengan una petición válida y ofrecen la posibilidad, por muy pequeña que sea, de que unos cuantos afortunados pasen por el ojo de una aguja. Sin embargo, la realidad es que el ojo de la aguja prácticamente se ha cerrado. Estados Unidos y Europa reconocen la existencia de una categoría de personas llamadas “refugiadas”, que merecen una protección especial, pero ponemos los obstáculos para que esa protección sea casi imposible. En cambio, a las personas que pretenden demostrar su valía las tratamos como criminales hasta que no se pruebe lo contrario.

Los gobiernos de los países ricos quizá estén muy satisfechos con este acuerdo en el que a quienes se ven obligados a huir de su país se les proveen las necesidades más básicas para que sobreviva un ser humano a expensas de los contribuyentes de dichos países ricos. Pero incluso este programa precario, que violenta de manera considerable el concepto de refugio, no tiene mucho apoyo entre los ciudadanos del mundo desarrollado. Más bien parece que nos estamos encaminando hacia un mundo hobbesiano en el que solo aceptemos el horrendo destino de algunas personas como un infortunio de la geografía.

Al parecer no tenemos otra opción que seguir en este lúgubre camino. La política migratoria se ha vuelto totalmente nociva. En 2015, ante la llegada de refugiados a Europa, la canciller de Alemania, Angela Merkel, declaró valientemente: “Podemos asumirlo” y Alemania recibió a más de un millón de personas que huían de conflictos y persecuciones, la enorme mayoría procedentes de Siria. Y Alemania sí pudo con eso. Pero los electores de toda Europa se rebelaron y el año siguiente, Merkel y otros dirigentes europeos llegaron a un acuerdo con Turquía para que detuviera el flujo de migrantes.

Nadie más alzó la mano. De los aproximadamente 32 millones de refugiados en el mundo en la actualidad, el límite de reasentamiento que tiene ahora Estados Unidos es de solo 125.000. En 2022, Estados Unidos se quedó muy lejos de alcanzarlo y solo reubicó a 25.000 refugiados. El gobierno de Biden llegó a su acuerdo con México después de que la llegada de decenas de miles de venezolanos que huían del desastre político y económico de su país fue recibida con un gran revuelo político (azuzado por los republicanos y sus aliados de los medios de comunicación).

“Es evidente que hay una polarización muy radical de las opiniones políticas”, señaló David Owen, un filósofo que escribe a menudo sobre las dimensiones morales y éticas de la migración. “El espacio de la formulación de políticas se ha movido muy hacia la derecha”.

Cuesta trabajo imaginar a un dirigente que tenga la valentía moral para hacer en la actualidad lo que hizo Merkel en 2015. Incluso quienes supuestamente son “los buenos” del mundo desarrollado quieren sellar las fronteras.

Canadá —y su primer ministro liberal, Justin Trudeau— se ha presentado como un país dispuesto a recibir a los refugiados y deseoso de que inmigrantes capacitados reabastezcan su fuerza laboral, pero la verdad es que ante la llegada de personas que cruzan de manera ilegal por la frontera de Estados Unidos, Canadá actuó como cualquier otro país. A fines de marzo, Washington y Ottawa llegaron a un acuerdo para permitir que Canadá deporte a más personas que intentan cruzar la frontera desde Estados Unidos. Como dicen los franceses: “Chacun pour soi et Dieu pour tous”. Que cada quien defienda sus propios intereses y que Dios nos proteja a todos.

Estos son algunos de los titulares de las semanas transcurridas entre cuando estuve tomando café con Ahmed Kanjo en Gaziantep y se incendó el centro de detención en Ciudad Juárez: la ministra del interior del Reino Unido se reunió feliz con los funcionarios del gobierno represor de Ruanda, un país que tiene un largo historial de violaciones a los derechos humanos, al cual el Reino Unido espera exiliar a los solicitantes de asilo. Más de 80 migrantes fallecieron en una embarcación que naufragó en las costas de Italia. Una investigación de Naciones Unidas concluyó que la Unión Europea había “subvencionado y propiciado” violaciones a los derechos humanos al financiar a la Guardia Costera de Libia para patrullar el mar Mediterráneo y detener a posibles migrantes.

Cuando se enfrentaron a una segunda calamidad, a estos seres humanos que anhelaban tener seguridad y libertad sencillamente se les dejó sufrir y morir.

c.2023 The New York Times Company