Opinión: El mundo alcanzó a Frantz Fanon

EN LA VIDA POLÍTICA, EL CHOQUE DE LO NUEVO A MENUDO NOS LLEVA AL PASADO, EN BUSCA DE UNA BRÚJULA INTELECTUAL.

En la vida política, el choque de lo nuevo a menudo nos lleva al pasado, en busca de una brújula intelectual. En medio del ascenso de Donald Trump, Viktor Orbán, Jair Bolsanaro y otros líderes autoritarios, “Los orígenes del totalitarismo”, de Hannah Arendt, publicado en 1951, generó una nueva ola de interés y la propia Arendt adquirió un estatus de profeta entre los liberales que buscaban entender por qué su mundo había empeorado tanto. La amenaza del nacionalismo antiliberal no se ha desvanecido, al contrario, pero en una época consumida por el racismo, la violencia policial y el legado del colonialismo europeo en Medio Oriente y África, la popularidad de Arendt rivaliza cada vez más con la de un hombre al que criticó duramente y, al mismo tiempo, admiró a regañadientes: Frantz Fanon.

Fanon, psiquiatra, escritor y militante anticolonial, que creció en una familia negra de clase media en la Martinica colonial francesa, no era solo un pensador; era un teórico político, un ardiente portavoz del movimiento independentista argelino, el Frente de Liberación Nacional (FLN), al que se unió mientras trabajaba como psiquiatra en Blida, en las afueras de Argel. Captó, como ningún otro escritor de su época, la furia engendrada por la humillación colonial en el corazón de los colonizados. También fue un analista con una asombrosa capacidad de anticipar los males contemporáneos: las lesiones psicológicas duraderas del racismo y la opresión; la fuerza persistente del nacionalismo blanco; el azote de los regímenes poscoloniales autocráticos y depredadores.

Fanon escribió en plena Guerra Fría, pero, con no menos presciencia, consideraba que la lucha entre Este y Oeste era un espectáculo pasajero, de mucha menor trascendencia que las divisiones entre Norte y Sur, entre el mundo rico y el mundo pobre. Si el mundo colonial era, en sus palabras, “un mundo partido en dos”, nuestro mundo poscolonial no lo parece tanto. Basta con ver las evidentes diferencias en las respuestas a las guerras en Ucrania y Gaza —o el caso de Sudáfrica contra Israel, acusado de genocidio— en el Norte Global y el Sur Global.

Buena parte de lo que Fanon escribió en su corta vida —murió a los 36 años de leucemia— fue en el estilo de estudios psiquiátricos o de propaganda lanzada con fines de instrucción revolucionaria. Desprende el calor de batallas que no han terminado, batallas sobre el colonialismo y la injusticia racial. No es de extrañar que el nombre de Fanon se haya invocado en debates sobre todo tipo de temas, desde la precariedad de las vidas de los negros hasta la campaña para repatriar objetos de arte africanos, desde la crisis de los refugiados hasta el ataque asesino de Hamás el 7 de octubre. No es que su obra haya desaparecido. Pero no se ha citado con tanta frecuencia o urgencia desde finales de la década de 1960, cuando las Panteras Negras, las guerrillas palestinas y los revolucionarios latinoamericanos estudiaban con detenimiento ejemplares de “Los condenados de la Tierra”, el manifiesto anticolonial de Fanon de 1961.

En aquel entonces, Fanon era una celebridad menor en la izquierda radical. Hoy es un ícono, al que se recurre en nombre de una serie de agendas que a menudo son bastante contradictorias: nacionalista negro y cosmopolita, laico e islamista, identitario y antiidentitario. Fanon es el tema de dos películas biográficas que se estrenarán en breve, y “Los condenados de la Tierra” aparece incluso como parte de la utilería en un episodio de “The White Lotus”. Artistas, académicos, activistas y terapeutas de izquierda rebuscan ansiosos en sus escritos en busca de eslóganes (y hay muchos) sobre los efectos psicológicos del dominio blanco, las tergiversaciones racistas del cuerpo negro, el significado del velo musulmán, la ira de los colonizados y la violencia exhibicionista de las potencias imperiales. Pero la extrema derecha también siente fascinación por su obra desde hace mucho tiempo: tanto el escritor Renaud Camus como el político francés Éric Zemmour, defensores de la teoría racista del Gran Reemplazo, son lectores de Fanon.

Después del asesinato de George Floyd, los manifestantes sostenían pancartas en las que citaban la observación de Fanon en “Piel negra, máscaras blancas”, un estudio sobre el racismo publicado en 1952, cuando tenía 27 años, de que los oprimidos se rebelan cuando ya no pueden respirar. Desde el 7 de octubre, ha sido celebrado por los estudiantes propalestinos —y denostado por sus críticos— por su defensa de la violencia por parte de los colonizados en el primer capítulo de “Los condenados de la Tierra”. Lo que los admiradores y los detractores contemporáneos de Fanon tienen en común es que muchos, si no es que la mayoría, parecen no haber pasado del primer capítulo, pues describen a este pensador complejo y desafiante como poco más que un fanático de la violencia revolucionaria por cualquier medio necesario, un Malcolm X del mundo francoparlante. O, para decirlo con mayor precisión, la caricatura a la que Malcolm X, al igual que tantos revolucionarios negros, ha quedado reducido.

Fanon nació en 1925, producto del sistema colonial. Las primeras palabras que aprendió a escribir fueron “soy francés” y cuando Martinica cayó bajo la tiranía de Vichy, escapó de la isla para servir en las Fuerzas Francesas Libres; fue herido en combate en Francia y le fue otorgada una medalla de la Cruz de Guerra.

Pero la experiencia de la guerra despojó a Fanon de cualquier ilusión sobre la patria colonial. Aunque se le consideraba un europeo honorario, al igual que otros antillanos de las fuerzas de resistencia, los africanos y los árabes eran tratados como inferiores. Fanon respondió a estas primeras y desgarradoras experiencias de racismo exaltando su identidad negra, antes de rechazar la ideología racial en favor de un antiimperialismo radical.

Fanon era un hijo del imperio, que combatió por Francia en la Segunda Guerra Mundial y luego se volvió contra ella en Argelia, un antillano laico en un movimiento de liberación liderado por musulmanes, un intelectual elegante y sofisticado que se ganó la admiración de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir: tenía una historia de vida tan cinematográfica como la de Malcolm X. También tenía un don para la retórica provocadora, enriquecida por las cadencias de la poesía antillana que había leído de joven. Fanon escribió algunos de los eslóganes más memorables de las luchas de liberación nacional de los años sesenta: “Europa es literalmente la creación del Tercer Mundo”; “el colonizado se libera en y por la violencia”; “Vamos, camaradas, el juego europeo ha acabado definitivamente, hay que encontrar otra cosa”. Pero si estos eslóganes han bruñido su aura contemporánea (y lo han convertido en el favorito de los raperos franceses), también se han prestado —como “el voto o la bala” en el caso de Malcolm X— a una comprensión en exceso simplificada de su vida y su legado.

Fanon, que no era un mero propagandista talentoso, fue tanto un paladín de la descolonización como uno de sus analistas más incisivos. Sin duda, era partidario de la lucha armada de los colonizados. Pero subrayó que el propio sistema colonial se basaba en actos violentos y a veces genocidas de desposesión y represión. La violencia de los colonizados era una violencia efecto; no surgía de un vacío. Como psiquiatra, Fanon creía que la lucha armada tenía beneficios terapéuticos, ya que permitía a los colonizados superar el estupor, la paralizante sensación de desesperanza, inducida por la subyugación colonial, para que se apropiaran de su propio destino.

No obstante, Fanon no consideraba que todos los tipos de violencia anticolonial eran igual de legítimos: criticó a los rebeldes argelinos que habían cometido atrocidades con “la brutalidad casi fisiológica que siglos de opresión alimentan y suscitan”. Y en el último capítulo de “Los condenados de la Tierra”, titulado “Guerra colonial y trastornos mentales”, que incluye una serie de inquietantes estudios de casos sobre lo que ahora llamamos trastorno de estrés postraumático, Fanon predijo que los efectos “psicoafectivos” tanto de la violencia colonial como de la anticolonial pesarían mucho en el futuro de Argelia. El soldado veía el fusil como una partera necesaria de la historia anticolonial; el curandero temía las guerras interiores por venir.

Sus opiniones sobre la comunidad de colonos europeos de Argelia eran más complejas de lo que nos quieren hacer creer sus admiradores y detractores, o de lo que expresó Sartre en su incendiario prefacio a “Los condenados de la Tierra”, que celebraba el asesinato de civiles europeos como justicia anticolonial. Como psiquiatra, Fanon no tenía problemas para comprender el deseo de venganza de las víctimas de la opresión colonial. El colonizado, escribió, era un “hombre perseguido que sueña constantemente con convertirse en el perseguidor”. No obstante, insistía en que el movimiento anticolonial tendría que rechazar el “maniqueísmo primitivo del colonizador: negro contra blanco, árabe contra infiel”. Algunos miembros de la comunidad colonizada, señaló, “pueden ser más blancos que los blancos”, mientras que algunos blancos podrían “demostrar estar más cerca, infinitamente más cerca, de la lucha nacionalista que ciertos hijos nativos”.

Aunque el principal objetivo de la lucha argelina era liberar al país del dominio francés, sostenía que el FLN debía aceptar a cualquiera que comulgara con él, incluidos los europeos de conciencia. Las identidades de “colono” y “nativo” no eran identidades fijas y esenciales; eran identidades creadas por el propio colonialismo y desaparecerían con el colonialismo. Tras la independencia, los colonizados descubrirían “al hombre detrás del colonizador”, y viceversa. “El odio”, escribió, “no puede constituir un programa”.

La realidad era menos atractiva. Solo un minúsculo número de europeos se unió a la lucha independentista; la mayoría estaba a favor de que Francia continuara en el gobierno y consideraba que la represión brutal del Ejército francés —incluido el desplazamiento forzado de dos millones de aldeanos argelinos, la tortura generalizada y la muerte de cientos de miles de civiles— era una guerra necesaria contra el “terrorismo”. Esto disminuyó bastante las perspectivas de coexistencia musulmana-europea en una Argelia independiente. Y, como descubrió Fanon mientras era vocero del FLN en Túnez, sus aliados progresistas en el movimiento eran una minoría, superados en número y armas por los nacionalistas árabes y los populistas islámicos de tendencia más autoritaria.

Aunque fue testigo de la intolerancia y los violentos ajustes de cuentas dentro de la FLN, siguió siendo un buen soldado, sin desapegarse de la postura oficial. Pero en “Los condenados de la Tierra” expresó su preocupación por que la inminente liberación de Argelia y del continente africano no condujera a la verdadera libertad de los oprimidos, ya que una “burguesía nacional” avara y corrupta se interponía en el camino de una revolución social más amplia. Tanto en sus escritos como en su trabajo como psiquiatra, Fanon propuso una visión rebelde de lo que él llamaba “desalienación”, un compromiso con la libertad colectiva e individual que en cierto modo era un desafío a su propia causa adoptada. No es de extrañar que Fanon haya encontrado un público que lo admira entre los jóvenes intelectuales de la Argelia contemporánea, que se encuentran asfixiados por su régimen autoritario, el “pouvoir”, el poder opaco que aún controla el país.

Aunque Fanon era un revolucionario y un radical, sentía aversión por el tipo de política basada en la identidad por la que a menudo se le consigue hoy en día. Aunque anatomizaba los efectos destructivos del racismo en la psique de los colonizados, consideraba que los proyectos de reivindicación cultural eran intrínsecamente conservadores y rechazaba la idea de raza en sí misma. “El negro no es”, escribió. “No más que el blanco”. Aunque reconocía el papel que el islam había desempeñado en la movilización de los musulmanes argelinos contra el dominio francés, advertía que amenazaba con “reanimar el espíritu sectario y religioso”, separando la lucha anticolonial de “su futuro ideal, para reconectarla con su pasado”. Para Fanon, lo que contaba en última instancia era el “salto de invención”, que, para él, estaba inextricablemente ligado al salto hacia la libertad.

Hoy, la idea de dar un salto más allá de la raza, la etnicidad o la religión parece fantástica y, para algunos, ni siquiera es deseable. Pero Fanon creía que las casa-prisiones de la raza y el colonialismo, en las que se encuentran confinados millones de hombres y mujeres, habían sido hechas por los seres humanos y, por tanto, podían ser deshechas por ellos. Nadie evocó el mundo onírico de la raza y el colonialismo (las maneras en que la opresión se abría paso en la psique de las personas) con una fuerza tan sombría como Fanon. Es una razón importante por la que es tan popular en la actualidad. Pero, paradójicamente, Fanon también era un optimista, en decidido contraste con muchos de los pensadores y activistas radicales actuales.

Para las víctimas de la esclavitud y el colonialismo, la historia había sido cruel, pero, en su opinión, no era un destino ineludible: “No soy el esclavo de la esclavitud que deshumanizó a mis ancestros”, declaró en “Piel negra, máscaras blancas”, y agregó por si quedaba alguna duda, la “densidad de la historia no determina ninguno de mis actos”. Puso su fe en la capacidad de la humanidad para renacer e innovar y en la posibilidad de nuevas salidas en la historia: lo que Arendt llamó “natalidad”.

Al despedirse de Europa en las páginas finales de “Los condenados de la Tierra” soñaba con una nueva humanidad, emancipada del colonialismo y el imperio: “No, no queremos alcanzar a nadie. Pero queremos marchar constantemente, de noche y de día, en compañía
del hombre, de todos los hombres”. Es la insistencia de Fanon en la lucha por la libertad y la dignidad frente a la opresión, su creencia en que, un día, “los últimos serán los primeros”, lo que imprime a sus escritos su fuerza conmovedora.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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