Opinión: Japón entierra los recuerdos de su última guerra y se preocupa por otra

DESPUÉS DE DÉCADAS, JAPÓN SE REPLANTEA SU PACIFISMO CONFORME LOS SUPERVIVIENTES DEL BOMBARDEO DE TOKIO DESAPARECEN.

El lamento de la sirena de ataques aéreos despertó a Yoshiko Hashimoto. Era poco después de la medianoche del 10 de marzo de 1945 cuando el primero de los cientos de bombarderos estadounidenses apareció sobre Tokio. Las bombas incendiarias pronto se estrellaron contra los techos de teja y provocaron incendios en los matorrales que rodeaban unas casas altamente inflamables.

Hashimoto y su familia huyeron para salvar sus vidas. Se abrieron paso entre multitudes aterrorizadas y quedaron atrapados por el fuego en un puente. El padre de Hashimoto la instó a saltar al agua helada con su hijo de 13 meses en brazos. Haber saltado les salvó la vida. Sin embargo, sus padres y su hermana, junto con otras 100.000 personas, murieron en el ataque, el cual arrasó con 41 kilómetros cuadrados de la ciudad.

Después de su derrota en la Segunda Guerra Mundial, Japón fue obligado a renunciar a su derecho a librar una guerra y a mantener fuerzas armadas permanentes capaces de hacerlo, una cláusula consagrada en su Constitución de 1947. Hashimoto y otros supervivientes de los horrores de la guerra defendieron celosamente este principio, luchando para evitar lo que temían que pudiera ser un regreso al camino de la militarización.

A pesar de la fuerte corriente pacifista de la sociedad japonesa, las circunstancias han forzado una reevaluación de esa postura. China sigue tocando sus tambores de guerra en contra de Taiwán. Corea del Norte está disparando misiles cerca del archipiélago japonés. Rusia, nación que tiene una larga disputa territorial con Japón, invadió y ocupa partes de Ucrania.

En diciembre, Fumio Kishida, el primer ministro de Japón, divulgó una nueva estrategia de seguridad nacional, la cual concluyó que Japón enfrenta “el entorno de seguridad más complejo y grave desde el fin de la Segunda Guerra Mundial”. Su gabinete se comprometió a duplicar el gasto militar durante los próximos cinco años. Si lo hace, Japón podría tener el tercer presupuesto militar más grande del mundo.

Al mismo tiempo que el país avanza hacia la expansión de sus capacidades militares, se desvanecen las voces de los ciudadanos japoneses como Hashimoto, quienes padecieron la devastación de la guerra hace casi ocho décadas. Hashimoto murió en 2016 a los noventa y tantos años. Hiroshi Hoshino, quien sobrevivió al ataque del 10 de marzo y trabajó durante décadas para recopilar los nombres de las personas asesinadas en Tokio, falleció en 2018 a los 87 años. Katsumoto Saotome, quien encabezó el movimiento para conmemorar el ataque del 10 de marzo, murió el año pasado a los 90 años.

Con estos supervivientes se pierde algo más que las historias de las tormentas de fuego. Sus muertes cierran una cruzada de décadas para que el gobierno japonés rinda cuentas por la muerte y la destrucción en tiempos de guerra… y silencian el pacifismo que nació en las llamas de la guerra. Esto sucede justo cuando sus voces son más necesarias, pues los antiguos bastiones contra la remilitarización están bajo nuevas e intensas presiones.

“Vamos en camino hacia la próxima guerra sin debatir sobre la compensación por el daño que causó la anterior”, advirtió en una entrevista reciente Setsuko Kawai, quien ahora tiene 80 años y perdió a su madre y dos hermanos en los ataques aéreos.

Esos daños fueron inmensos. Tokio tan solo fue la primera ciudad que arrasó el fuego. Los ataques incendiarios dejaron sin hogar a millones de civiles en más de 60 ciudades.

Tras quedar a la deriva al final de la guerra, los supervivientes de los bombardeos apartados después de la pugna. El gobierno japonés les pagó beneficios generosos a los soldados retirados y a sus familias, pero no compensó a los supervivientes de los bombardeos aéreos por lesiones o pérdidas. No hizo ningún intento concertado por recopilar una lista con los nombres de los asesinados. Tampoco atendió la petición de algunos supervivientes de construir un público dedicado exclusivamente a los bombardeos.

En las décadas posteriores a la guerra, el partido gobernante tuvo pocos incentivos para recordar los bombardeos. Si resaltaba los ataques, corría el riesgo de recordarle al público las órdenes de guerra que obligaron a los civiles a combatir los incendios en vez de protegerse a sí mismos y a sus familias. También corría el riesgo de centrar la atención sobre los bombardeos militares japoneses de ciudades y civiles en toda China, incluidos los ataques incendiarios que devastaron su capital en tiempos de guerra. En cambio, el gobierno se centró en conmemorar los ataques nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, con lo cual alimentó narrativas de victimización que ayudaron a desviar la responsabilidad por las atrocidades de la guerra al extranjero y el sufrimiento en el país.

La rápida reconstrucción de Tokio en los años posteriores a la guerra enterró casi todas las huellas físicas de su destrucción bajo la fachada de la capital resucitada. Para cuando la ciudad albergó los Juegos Olímpicos de 1964, se había arraigado la amnesia en torno a su incineración durante la guerra.

Después de la guerra, Yoshiko Hashimoto reconstruyó su vida en la zona de la que una vez huyó. Comenzó a trabajar como bibliotecaria y observó con alarma cómo las generaciones más jóvenes ignoraban los bombardeos que años antes habían reducido a cenizas sus manzanas. Una encuesta realizada en 1970 entre colegiales de un distrito de Tokio que quedó aniquilado el 10 de marzo reveló que, aunque la mayoría sabía del bombardeo atómico de Hiroshima, tan solo el 15 por ciento estaba familiarizado con el bombardeo incendiario de su propia ciudad.

No obstante, los supervivientes como Hashimoto recordaban.

Lo recordaron en 1964, cuando su gobierno le otorgó a Curtis LeMay, el general de la Fuerza Aérea estadounidense que supervisó el bombardeo incendiario de la mayoría de las ciudades de Japón, uno de los más altos honores del país por su papel en la creación de la fuerza aérea japonesa de la posguerra. Lo recordaron en 1967 cuando los equipos que ampliaban el sistema de metro de Tokio descubrieron restos óseos de víctimas de bombardeos incendiarios. Lo recordaron mientras veían cómo su gobierno apoyaba los bombardeos estadounidenses en Vietnam, realizados en parte con napalm, el arma que destruyó la mayoría de las zonas urbanas de Japón.

En 1970, en el aniversario del ataque del 10 de marzo, Saotome les pidió a los supervivientes que les hablaran “a los niños con sinceridad sobre la verdad y la realidad de la guerra” para que se dieran cuenta de que “en Vietnam ahora se están produciendo similares ataques aéreos indiscriminados”.

Los supervivientes como Hashimoto y Saotome asumieron la labor de la conmemoración. Reunieron cientos de testimonios y organizaron marchas por la paz, en las que portaban la pancarta “Rechaza el camino a la guerra”. También recaudaron fondos para construir un museo conmemorativo.

Ahí, rodeada de fotografías de las ruinas y mapas de la destrucción, Hashimoto narró sus experiencias, un doloroso paso a la vez. Daba pláticas con regularidad a grupos de colegiales, residentes locales y otros visitantes. Los cuerpos que flotaban en el río, el hedor de la carne quemada, la pérdida de sus familiares: no escatimaba en detalles.

Lo que comenzó en Tokio como un proyecto popular de conmemoración pronto se convirtió en un movimiento nacional para recordar la destrucción de decenas de ciudades que produjo monumentos, memoriales y museos de la paz en todo el país. Con este creció una red de activistas que alzaron la voz en contra de los bombardeos de civiles, ya fuera en Vietnam, Irak, Siria o Ucrania.

Sin embargo, el número de miembros de lo que queda de estos grupos cívicos ha disminuido. Los museos locales que crearon los supervivientes están cerrando sus puertas a medida que fallece su personal. El movimiento se acerca a su fin justo cuando los políticos y el público sopesan un cambio trascendental en la política de defensa.

Hasta ahora, la opinión pública en Japón ha recibido con los brazos abiertos el fortalecimiento de la defensa del país. En su mayor parte, la desconfianza pública ha tenido su origen en una oposición al aumento de impuestos que probablemente se necesitarán para pagar la expansión en el presupuesto de defensa.

En estos debates, llama la atención la poca visibilidad que han recibido las peticiones que Hashimoto y otros supervivientes han realizado durante décadas: recordar los horrores de la última guerra y renunciar a regresar al militarismo.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company