Opinión: La guerra encubierta para determinar el próximo gobierno de Trump

EL REY NO HA REGRESADO DEL EXILIO, PERO YA INSPIRA ACRITUD Y DESORDEN ENTRE SUS CORTESANOS.

Una inquietante sensación de inevitabilidad se cierne sobre los caucus de Iowa del lunes. Donald Trump, con 34 puntos de ventaja en las encuestas, es el casi seguro candidato republicano. Y a pesar de sus problemas judiciales, Trump aventaja a Joe Biden en varias encuestas sobre las elecciones generales en estados indecisos.

La posibilidad de que Trump vuelva a ser presidente es imposible de ignorar. Para los liberales, este hecho inspira temor. Y con razón. Trump y sus asesores han prometido usar al Departamento de Justicia en contra de sus enemigos, entrar en guerra con los cárteles mexicanos de la droga, detener y deportar a millones de inmigrantes y enviar el Ejército federal a ciudades gobernadas por demócratas para luchar contra la delincuencia y reprimir protestas. Sabemos esto porque los operativos conservadores han anticipado este resultado durante años, desarrollando planes para una mejor Casa Blanca de Trump, más fluida y más coherente ideológicamente, capaz de implementar la agenda radical del expresidente y eludir la obstrucción burocrática.

Para lograr esta visión, se ha vuelto a poner de moda una frase clave de la era de Reagan entre los círculos conservadores: el personal es la política. Como dijo un viejo alumno del gobierno, las organizaciones conservadoras se han centrado “como un láser en el reto del personal”. De forma más destacada, los grupos de expertos rivales —la Heritage Foundation y el America First Policy Institute— están recopilando nombres de los posibles nombramientos políticos y presentando planes detallados para dotar de personal al próximo gobierno de Trump de forma rápida y eficiente. Ambos han recaudado millones para ese fin.

Los grupos de expertos —Brookings, Rand, el Center for American Progress, e incluso la Heritage Foundation— ya habían llevado a cabo esa tarea antes, tanto para presidentes demócratas como republicanos. Pero los grupos conservadores han puesto especial énfasis en la planificación de la transición en esta ocasión, con la esperanza de evitar las heridas autoinfligidas del primer mandato de Trump.

Cuando ya ocupaba el cargo, se sabía que Trump favorecía a sus empleados más serviles, que despedía sin compasión a muchos que lo desafiaban, y que tomaba decisiones personales y sobre políticas públicas después de consultarlo con su televisor. Aunque se resisten a admitirlo por miedo a condenar la estrategia, los arquitectos de estas iniciativas están trabajando para contener preventivamente los peores impulsos de Trump: sus caprichos, su desdén por los procesos y los detalles, su debilidad por la adulación.

Pero esta vez, en campaña, el expresidente parece más trumpiano que nunca. No quiere contención, quiere obediencia. Y ya empezó a entorpecer los planes de transición. Una guerra encubierta se libra entre los exfuncionarios de Trump, instalados en sus respectivos grupos de expertos, cada uno compitiendo para servir como parte del personal de su Casa Blanca en espera. El rey no ha regresado del exilio, pero ya inspira acritud y desorden entre sus cortesanos.

PREGUNTEN A LOS CONSERVADORES DE WASHINGTON qué falló en el primer mandato de Trump y es casi seguro que contarán una versión de la misma historia: se rodeó de la gente equivocada. Su campaña fue una insurgencia escandalosa dentro del Partido Republicano; rompió con décadas de ortodoxia (en comercio, inmigración, derechos, guerra) y escandalizó y alejó a gran parte de la clase política con credenciales de Washington. Como resultado, su Casa Blanca estuvo formada a toda prisa por una mezcla de verdaderos creyentes poco calificados, oportunistas y experimentadas pero desleales criaturas del pantano que se confabularon con periodistas y burócratas permanentes para socavar la agenda populista del presidente.

Entonces, la solución debiera ser sencilla: encontrar, investigar y formar a las personas adecuadas y todo será diferente.

La Heritage Foundation y el America First Policy Institute (AFPI, por su sigla en inglés) se han volcado en esta tarea. Heritage desarrolló cursos sobre el funcionamiento interno del Estado administrativo para posibles nombramientos y está construyendo una inmensa base de datos de candidatos aprobados: un “LinkedIn conservador”. Hace poco, el presidente de Heritage, Kevin Roberts, declaró a The New York Times: “El proyecto 2025 está comprometido con el reclutamiento y la formación de un gran número de estadounidenses patriotas que estén listos para servir a su país desde el primer día del próximo gobierno”.

El AFPI tiene una misión similar. Fundada en 2021 por los exalumnos del gobierno de Trump Brooke Rollins y Larry Kudlow, su Iniciativa Camino a 2025 promete “asegurar que las políticas y el personal más fuertes estén en su lugar el primer día en enero de 2025”.

Sin embargo, bajo la superficie, se cocinan a fuego lento rivalidades ideológicas y personales. A primera vista, Heritage debería ser el más tradicional y moderado de los dos grupos. Ayudó a impulsar la revolución de Reagan y sigue teniendo un halo conservador convencional. Pero desde que Roberts tomó el timón en diciembre de 2021, Heritage se ha movido en una dirección decididamente trumpiana, ya que ahora coquetea con ideas aislacionistas de política exterior, expresa un escepticismo extremo sobre la ayuda a Ucrania y apoya ciertos aranceles para reubicar la manufactura estadounidense. También ha reunido a un grupo de jóvenes ideólogos, exalumnos de la Oficina de Personal Presidencial de Trump, que, bajo el liderazgo de un febril devoto exasistente del presidente llamado John McEntee (imagínese a Gary de “Veep”, si tuviera 33 años, fuera apuesto y fanático ideológico), emprendió una purga ideológica del poder ejecutivo a partir de febrero de 2020.

El AFPI también tiene vínculos cercanos con Trump; ocho exfuncionarios del gabinete de Trump y docenas de altos cargos forman parte de su equipo. Pero, a pesar de su nombre, la organización tiene vínculos con la ortodoxia conservadora: su equipo directivo incluye a un partidario del libre mercado que se opuso amargamente a los aranceles de Trump, un exjefe de gabinete de John Bolton, el aventurero de la política exterior despreciado en Trumplandia por su apostasía y a Rollins, una asesora de política interior que abogó por la reforma policial y de las sentencias, ideas políticas que han pasado de moda entre la base de Trump.

Ambos grupos están tratando de hacer de Trump un “mejor” presidente: más eficaz, más implacable, más fiel al dogma conservador. Pero Heritage y el AFPI representan diferentes camarillas en el universo Trump y cada una desconfía de la otra. Los partidarios del AFPI ven a Heritage como un recién llegado al tren de Trump, lobos de la clase dominante disfrazados de partidarios del “Estados Unidos primero”. Algunos en Heritage ven al AFPI como un reducto precisamente de aquellos nombramientos de poco fiar hechos por Trump (estafadores y republicanos solo de nombre) que trafican con sus relaciones con el presidente para asegurarse de poder seguir teniendo la sartén por el mango.

“El AFPI y Heritage son fervientes contrincantes”, dijo un operador de Trump a The Daily Beast en noviembre. “La gente de la Heritage Foundation no ve con buenos ojos a la gente del AFPI, por considerarlos una burla. Y la gente del AFPI considera que la gente de Heritage son falsos partidarios del ‘Hagamos a Estados Unidos grandioso de nuevo’”. En septiembre, uno de los colegas de McEntee envió un correo electrónico mordaz al líder del proyecto de transición del AFPI, en el que calificó al conjunto de “caballo de Troya mediante el cual la clase dirigente puede retomar el control del personal”. “Entiendo que todos los republicanos del ‘Estados Unidos al final’ tengan miedo de quedar fuera del próximo gobierno”, se mofó. “Deberían tenerlo”.

ESTAS PELEAS E INTERCAMBIO DE INSULTOS (“Si yo soy esto… ¿qué serás tú?”) parecen rivalidad entre hermanos. Hace unas semanas, el equipo de Trump lanzó una amenaza paternal del tipo: “¡Se calman o los castigo a los dos en este instante!”.

En una declaración conjunta del 13 de noviembre, los asesores de campaña de Trump Susie Wiles y Chris LaCivita declararon: “Estamos viendo cada vez más historias sobre las intenciones de varios grupos para dirigir la transición de Trump. Estas historias no son ni apropiadas ni constructivas”. Afirmaron que “ninguno de estos grupos o individuos habla por el presidente Trump o su campaña”. También pararon en seco los planes de transición de Heritage y el AFPI: “Estos informes sobre personal y políticas específicas para una segunda presidencia de Trump son puramente especulativos y teóricos. Cualquier lista de personal, agenda de políticas o planes de gobierno publicados en cualquier lugar son meras sugerencias”.

La declaración tenía varios propósitos. Por un lado, fue la manera en la cual la campaña reafirmó su control, inspirada por una ola de noticias que confundieron los planes de Heritage y el AFPI con los suyos propios (un “esfuerzo oficial de transición”, dijeron Wiles y LaCivita, se anunciaría en una fecha posterior). A Trump y a su equipo también les preocupaba que grupos externos estuvieran desviando a donantes de Trump. “Hay una competencia por los donantes de Trump y cada dólar que el AFPI absorbe es un dólar que no va a conseguir que Trump sea elegido”, le dijo un operador de Trump a The Daily Beast. Según consta, Trump insistió en que Rollins y el AFPI le deben dinero por usar su marca para recaudar fondos para el grupo de expertos.

Wiles y LaCivita fueron aún más específicos en sus advertencias a principios de diciembre: “Seamos aún más específicos, y contundentes: las personas que discuten públicamente posibles puestos de gobierno para ellas o sus amigos están, de hecho, perjudicando al presidente Trump ... y a ellas mismas”. Trump, sostuvieron, “no está interesado en, ni aprueba, las iniciativas egoístas de quienes andan en busca de un ‘hueso político’”.

Sobre todo, la creciente tensión entre estos rivales y la decisión de Trump de cortarles las alas (en castigo por privar a papá de recursos y atención) es un recordatorio de lo endeble de su tarea. Puede que Heritage y el AFPI se vean a sí mismos como soldados de infantería ideológicos en la causa del trumpismo, pero Trump, en su estilo de político maquinador a la vieja escuela, parece verlos como compinches sin escrúpulos que buscan favores y chanchullos, o peor aún, que intentan usurpar su autoridad.

Esta discordia es un síntoma de un problema más profundo. El sociólogo Dylan Riley, basándose en una tipología de Max Weber, propuso ver a Trump como un líder carismático (cuya autoridad depende de la fuerza de su personalidad) y cuyo modelo de gobierno es esencialmente heredado. Dicho de otro modo, Trump dirigió su Casa Blanca más como un jefe de la mafia (o un rey) que como un presidente, pues trataba los asuntos de Estado como asuntos personales, como si estuviera gestionando su familia, su patrimonio.

Durante su primer mandato, ese modo de gobernar demostró ser totalmente incapaz de dirigir un aparato estatal grande, racional y burocrático. Según Riley, la red personal de amigos, familiares y asesores de Trump “sencillamente era demasiado pequeña” para dotar a las agencias federales de personal competente y leal. Mientras tanto, la burocracia trataba el patrimonialismo trumpiano como un “cuerpo extraño” dentro de su estructura, un patógeno que había que expulsar. La fricción que creó esa dinámica, al chocar entre sí modos incompatibles de gobernanza, explica la disfunción y, en última instancia, la debilidad del primer gobierno de Trump.

El Proyecto 2025 representa un esfuerzo para conciliar el patrimonialismo de Trump con las exigencias de gobernar una burocracia moderna; los reclutas de personal deben ser examinados y formados como técnicos y verdaderos creyentes, expertos en el manejo de los engranajes del Estado y miembros de la familia (iniciados, hechos hombres). Mientras tanto, el Programa F, reclasificaría a miles de funcionarios como cargos políticos, sujetos a los caprichos del presidente, extendiendo así la lógica de la lealtad patrimonial a una porción mayor del Estado administrativo, que, idealmente, sería suficiente para dominar la inevitable respuesta inmunitaria del aparato burocrático.

¿Funcionará? Al final, puede que sea el carisma de Trump, y no su corrupción, lo que debilite el buen funcionamiento de su poder ejecutivo. La visión de Heritage depende de una coordinación, delegación y preparación sin fisuras; la autoridad carismática es hostil a la gestión metódica y a la estructura organizativa. Como escribió Reinhard Bendix, un estudioso de Weber, el líder carismático “domina a los hombres en virtud de cualidades inaccesibles para los demás e incompatibles con las reglas de pensamiento y acción que rigen la vida cotidiana”. Tratándose de Trump, no existe la planificación. Es el hombre indispensable, el que puede destruirlo todo. Y le gusta que sea así. Como declaró un asesor de Trump a la revista Rolling Stone: “Lo que el AFPI y todos los demás deben recordar es que no son los dueños del circo. Donald J. Trump sí”.

Si sigue como siempre, contratando a incompetentes leales y a compinches del mundo de los negocios mientras se niega a ceder el control a los cerebritos, la segunda presidencia de Trump podría parecerse a la primera: con toda la disfunción interna y las recriminaciones que obstaculizaron su agenda la última vez. Eso significa cuatro años más de parálisis burocrática y fricción, muchas luces y centellas, pero pocos cambios fundamentales: un sistema de gobierno demasiado ocupado en atacarse a sí mismo como para ayudar a la mayoría de los estadounidenses y lo suficientemente funcional como para otorgar recompensas financieras a los amigos de Trump mientras inflige dolor esporádico a sus enemigos favoritos: los inmigrantes, los pobres no blancos, los niños trans y los profesores universitarios.

A pesar de todas las contradicciones que señalé, no es imposible imaginar algo peor. Es probable que ni Heritage ni el AFPI se salgan totalmente con la suya; la transición implicará un reparto del botín entre varios grupos de interés: grupos de expertos, el mundo empresarial, los compinches de Trump y los grandes donantes. Pero no cabe duda de que una segunda Casa Blanca de Trump estaría mejor preparada para tomar las riendas del poder, para “ir a la playa” el primer día, como dijo hace poco Steve Bannon en una conversación con el director de Proyecto 2025 Paul Dans en el pódcast de Bannon. Como da fe la propia transformación de Heritage, el movimiento conservador se ha remodelado a imagen y semejanza de Trump. La base de empresarios políticos dedicados a la agenda de Trump es mucho mayor que en 2016. Y es probable que muchos menos funcionarios moderados del Partido Republicano se unan (o se les permita unirse) al gobierno con el objetivo de limitar a Trump.

Quienes participan en los esfuerzos de transición parecen estar convencidos de que el propio Trump entiende (como no lo hizo la última vez) que la ejecución de su agenda requiere no solo intransigencia personal o ferocidad ideológica, sino sutileza burocrática: poner a las personas adecuadas en los lugares adecuados para ejercer el poder estatal con fines conservadores. Si tienen razón, un Trump en su segundo mandato podría parecerse al soberano tipo César que los liberales siempre han temido y que ciertos trumpistas han anhelado.

“A los liberales les encanta el poder”, dijo ante una multitud en noviembre Rick Dearborn, antiguo jefe adjunto de gabinete de la Casa Blanca que ahora asesora a Heritage. “Ellos se encargan de colocar la estructura del gobierno. Saben dónde están todas las palancas. Saben exactamente cómo manipular a nuestro gobierno para lograr su propia agenda y sus propios fines”. En cambio, dijo Dearborn, “los conservadores quieren devolver todo el poder al pueblo. Los conservadores quieren vivir sus vidas. Pero si seguimos viviendo nuestras vidas y no nos comprometemos, dejaremos nuestro gobierno en manos de los liberales. Y uno cosecha lo que siembra”.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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