Opinión: La firme empatía que aprendí como novelista es lo que hace falta en el mundo

El ejercicio de escritura más importante que he asignado (André Derainne/The New York Times)
El ejercicio de escritura más importante que he asignado (André Derainne/The New York Times)

“Escriban una frase que les parezca aborrecible, algo que ustedes mismos nunca dirían”.

Mis alumnos parecían sorprendidos, pero cooperaron. Sabían que no les iba a recoger este ejercicio: lo que escribieran sería privado, a menos que decidieran compartirlo. Lo único que se les pedía era que participaran.

En silencio, escribieron algunas palabras. Hasta ahí, todo bien. Aún no habíamos llegado a la petición difícil: dedicar 10 minutos a escribir un monólogo en primera persona en el que hable un personaje ficticio que diga la frase incómoda. Esta parte suele provocar miradas nerviosas. Cuando esto ocurre, les recuerdo a los alumnos que la frase no los representa y que hablar como si fueran otra persona es una habilidad básica de los escritores de ficción. Les explico que la frase problemática debe estar incluida en el monólogo y que no hay que minimizarla ni sentir la necesidad de perdonarla o justificarla. Lo que se requiere es que en algún momento del monólogo haya un instante —incluso una frase fugaz— en el que podamos sentir empatía por el hablante. Tal vez el personaje esté preocupado por un nieto enfermo. Tal vez esté atormentado por un amor que dejó escapar. Tal vez ella no pueda dormir pensando en cómo mantener a flote su negocio y pagarles a sus empleados. Si se hace bien, el ejercicio ofrece un efecto doble: repugnancia por un comportamiento o una visión del mundo y reconocimiento de la humanidad compartida.

Llevo más de dos décadas enseñando versiones de este ejercicio de escritura de ficción. Lo he usado en universidades, secundarias y talleres privados, con niños de siete años y con personas de setenta. Pero en los últimos años la apertura a este ejercicio, y al salto imaginativo que pretende enseñar, se ha reducido. A medida que la conversación pública de nuestro país se ha vuelto más enconada, he observado que la actitud de los estudiantes ante este ejercicio se vuelve más frágil, independientemente de si los alumnos se inclinan por la derecha o por la izquierda.

Cada semestre, me pregunto si nuestra visión de la empatía se ha estrechado tan drásticamente que nos impide tener una visión completa de nuestros semejantes. Tal vez haya momentos tan polémicos o tan dolorosos que la gente simplemente se repliega en sus propios silos. Yo misma he sentido ese impulso hacia el interior. Hay momentos en los que dar un salto a la perspectiva de otra persona parece imposible.

Pero dar saltos es tarea del escritor y es ilógico hacerlo a medias. La buena ficción realiza un truco de magia que tiene un poder inmenso: hace que nos importe lo que pasa. En respuesta a las tribulaciones de personajes inventados —Ahab o Amaranta, Sethe o Stevens, Zooey o Zorba— se nos escapa una lágrima, una carcajada o se nos acelera el corazón. Como lectores, nos identificamos con esas personas, lo cual es muy distinto a estar de acuerdo con ellas o incluso al hecho de que nos caigan bien. En la literatura de calidad, los personajes son tan vívidos, complicados, contradictorios e incluso enloquecedores que los seguimos, alejados de nuestras ideas preconcebidas; a veces, ni siquiera regresamos.

La empatía firme, que es el músculo que la lección está diseñada a ejercitar, es un prerrequisito para que la literatura sea lo suficientemente intensa como para debatirse con el mundo real. En la página de un libro podemos detectar signos de humanidad, y fuera de ella la literatura puede enseñarnos a entablar una conversación con el más extraño de los extraños, a prosperar junto a la diferencia. Incluso puede influir en las decisiones de vida o muerte que tomamos por instinto durante una crisis. Este tipo de empatía no tiene nada que ver con ser amable, y no es para los débiles de corazón.

Incluso dentro de la seguridad de la página, es tentador esquivar el reto de la empatía, demonizando a los villanos e idealizando a los héroes, pero es así como la brújula moral del arte se inmoviliza. Entonces navegamos a ciegas: seguros de que sabemos cómo son los malos y de que no somos nosotros, así que no corremos el riesgo de equivocarnos.

En cambio, nuestros mejores escritores retratan a los seres humanos en toda su complejidad. Esto es lo que hacen Gish Jen en el relato “Who’s Irish?” y Rohinton Mistry en la novela “Un perfecto equilibrio”. Línea por línea, estos escritores iluminan los mundos interiores de personajes que causan daño, que no es lo mismo que perdonarlos. Nadie diría jamás que Toni Morrison perdona al personaje de Cholly Breedlove, que viola a su propia hija en “Ojos azules”. Más bien, lo que Morrison logra es el acto más audaz de comprensión moral y emocional que he visto jamás en el papel.

En el ejercicio de la clase, las frases incómodas que escriben mis alumnos quizá sean personales (nunca serás escritora... eres fea...) o religiosas o políticas. Una vez, un alumno escribió una frase condenando el aborto mientras otro, al otro lado de la mesa, escribía una frase defendiéndolo. A veces hay estereotipos, insultos... lo que los alumnos decidan abordar. Por supuesto, es inquietante ponerse en la piel de alguien cuyas palabras o actos nos repelen. Al escribir estos monólogos, mis estudiantes de posgrado —que saben lo que significa “primera persona”— esquivarán y escribirán en tercera; el distanciado “él dijo” en vez de “yo dije”.

Pero si pueden enfrentarse a los retos de la primera persona, a veces ocurre algo. Salen conmocionados y deseosos de ampliar lo que han escrito. Levanto la vista de mis notas y descubro a un estudiante que se queda después de terminada la clase con esa expresión de alerta que dice que el ejercicio le ha hecho sentir algo que necesitaba sentir.

Con los años, a medida que las frases de mis alumnos se volvían más políticas y la jerga (deplorables... copos de nieve...) suplantó al lenguaje de la experiencia personal, adapté el ejercicio. Preocupada por si había sido demasiado optimista sobre los posibles escollos, lo hice un ejercicio totalmente silencioso, para que ningún alumno tuviera que escuchar la declaración problemática de otro o temiera ser juzgado por la suya. Quien quisiera compartir su monólogo conmigo podía quedarse después de clase en lugar de leerlo al grupo. Más tarde, añadí otra advertencia: si tu frase perturbadora es tan ofensiva que no puedes imaginar a la persona que la dice como un ser humano de pleno derecho, elige algo menos perturbador. Luego, reduje los parámetros: nada de política. Las clases virtuales de la pandemia dificultaban tomar riesgos; trasladé el ejercicio a un momento más avanzado del semestre para que los alumnos se sintieran más cómodos.

Después de una sesión, una estudiante se quedó en la sala de reuniones virtual. No había incluido la empatía en su monólogo sobre un personaje cuya política aborrecía. Su omisión le molestó. Me impresionó su sinceridad. Había construido una caricatura y lo reconocía. La mayoría de nosotros no nos damos cuenta.

Durante años he completado el ejercicio junto a mis alumnos en silencio. Algunos días no surge nada. Pero cuando sale bien, la experiencia es inquietante. Resulta que lo difícil no es la empatía en sí, sino lo que le sigue a esta: la noción aniquiladora de que las personas cuyos miedos, alegrías o humor aprecio pueden ser indiferentes a todas mis concepciones preciadas del mundo.

Entonces suena el cronómetro de 10 minutos y regreso a mi trabajo en clase, sobrecogida por la inmensidad del mundo, pero con más curiosidad por las personas que lo habitan. Confío en esa curiosidad. ¿Qué mejor opción hay? Y en el refugio de mi aula lo sigo intentando, transmitiendo lo que la literatura me transmitió a mí: el pequeño y sólido truco de magia que cualquiera de nosotros puede hacer, siempre que estemos dispuestos a arriesgarnos.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2024 The New York Times Company