Opinión: Estás apuntando la cámara en la dirección equivocada

DEBEMOS ESTAR ATENTOS A LO QUE OCURRE CUANDO NOS VOLVEMOS PROTAGONISTAS DE LA FOTOGRAFÍA Y DEL MUNDO.

NASHVILLE — Antes de la mitad de la nueva temporada de “The White Lotus” de HBO, una joven, Portia, rompe en llanto durante el desayuno. Se aloja en un lujoso complejo turístico de Sicilia como asistente personal de una de los adinerados huéspedes. Mientras su compañero de mesa, un auténtico vacacionista, se toma selfis sonriente con el brillante mar Jónico de fondo, Portia mira a su desesperada empleadora del otro lado de la terraza. “¿Todo es aburrido?”, pregunta con voz temblorosa.

El problema de Portia es solo en parte la obscena riqueza de la que vive en permanente proximidad. Como sugieren los alegres autorretratos de su compañero de desayuno, también está en desacuerdo con su época: “Siento que debió de haber un tiempo en el que el mundo tenía más, ¿sabes? Había misterio o algo así”, comenta. “Y ahora llegas a un lugar como este, y es precioso, y tomas una foto, y luego te das cuenta de que todo el mundo está tomando exactamente la misma foto desde exactamente el mismo lugar y tú acabas de crear un contenido redundante para el estúpido Instagram”.

Ese es el grito de cualquiera de la generación de Portia que esté prestando atención. También debería ser el grito de todos los demás. Con la llegada de la cámara que dirigimos a nosotros mismos, el mundo humano dio un giro fundamental.

“La cámara es un instrumento que enseña a la gente a ver sin una cámara”, solía decir la gran fotógrafa documental Dorothea Lange, cuyas emblemáticas fotografías de migrantes durante la Gran Depresión y de gente haciendo fila para recibir comida capturaron tanto la belleza como la profunda angustia de la época.

Hoy en día, comprendemos algo esencial sobre la sombría existencia de los pobres hace casi cien años en parte gracias a que Lange, una exitosa fotógrafa de retratos, apartó su lente de la riqueza y lo utilizó para captar el sufrimiento. Incluso para la gente de su época, su trabajo fue revelador, pues instaba a los ojos abatidos a mirar hacia arriba y hacia fuera, a ver —y registrar realmente— a los que enfrentaban la adversidad.

Esa ya no es la razón de ser de las cámaras que más se usan en la actualidad. Mi hijo y mi nuera, que suelen salir de campamento, han visto a gente haciendo filas de al menos 50 personas para tomarse selfis con el celular en las cascadas y formaciones rocosas de los parques nacionales más populares.

Cuando pensamos en esta transformación de las cámaras, si es que pensamos en ella, solemos centrarnos en sus implicaciones para la salud mental, especialmente para las niñas y las mujeres jóvenes, o lamentar la locura de las personas que han perdido la vida en busca de la selfi perfecta. Pero en el contexto del número de selfis que se toman cada año —miles de millones, según Google— vale la pena considerar lo que ese impulso dice sobre nuestra cultura y preguntarnos qué oportunidades estamos perdiendo por ello.

El mayor peligro de girar la cámara hacia nosotros mismos no es el riesgo mal calculado o la pérdida de autoestima. El mayor peligro es lo que ocurre cuando nos convertimos en los protagonistas de la fotografía, en el centro del mundo. No es de extrañar que Portia crea que todo es aburrido. El solipsismo es un sistema cerrado.

La primera vez que una joven pareja que posaba para una selfi rechazó mi oferta de tomarles una fotografía en un lugar pintoresco, caí en la cuenta de que algo había cambiado en el mundo. La gente prefiere sonreír ante sus propias caras reflejadas en un teléfono levantado porque sacar una fotografía ya no es principalmente una forma de conmemorar una experiencia. En la actualidad, mucha gente busca experiencias que le proporcionen un envidiable telón de fondo para una selfi. Hay murales por toda mi ciudad que no existen más que para atraer a los que se toman selfis. Quizá también los hay en tu ciudad.

El autorretrato es una forma de arte consagrada, por supuesto, y hay buenas razones, incluso pragmáticas, para apuntar el lente hacia nosotros. Me encanta ver a mi hijo y a mi nuera sonriendo, mejilla con mejilla, en sus fotos de viaje. Pero el mundo natural no existe únicamente como telón de fondo para ellos, y las selfis no son las únicas fotos que se toman. También me encanta ver el maravilloso y milagroso mundo a través de sus ojos. Ojalá las redes sociales estuvieran llenas de fotos del mundo maravilloso y milagroso.

No me refiero solo a las impresionantes cascadas o al mar resplandeciente o a las vertiginosas vistas desde las cimas de las montañas o a los depredadores que toman el sol en las orillas de los estanques o pescan en los arroyos de las montañas o simplemente deambulan ociosamente en una naturaleza cada vez más llena de gente. Me refiero al extravagante mundo cotidiano que nos rodea, ese que casi siempre ignoramos, incluso mientras desaparece.

No dejo de pensar en cómo sería la vida si todos nos tomáramos el tiempo de fotografiar esos milagros tan comunes. ¿Cómo sería si todas las personas con cámaras en los bolsillos se transformaran en fotógrafos documentales, como Dorothea Lange, como Baldwin Lee, para dejar constancia colectiva de una verdad sobre el mundo que la mayoría de la gente aún no se ha molestado en observar?

La verdad de los cuervos relucientes que se llaman a través de los andamios de los edificios que se levantan en los lugares donde antes había pinos enraizados. De zarigüeyas miopes que husmean entre las hojas caídas. De arrendajos azules que roban a las ardillas sus nueces almacenadas y ratones de campo que se refugian en edificios abandonados. De un buitre sorteando una corriente termal, con sus grandes alas extendidas en señal de bendición.

No hay una forma sencilla de desterrar el hastío de nuestra época, pero quizá nos ayudaría dejar de mirar nuestra propia cara y dedicarnos a documentar el mundo natural en vías de desaparición, en todas sus manifestaciones. Tal vez ese cambio nos transformaría también en aspectos más esenciales. ¿Aprenderíamos por fin a amar el magnífico planeta que hemos nacido para habitar? ¿Lucharíamos por salvarlo?

Portia tiene razón: Hubo un tiempo en que el mundo tenía más —más misterio, más magnificencia— y, por ahora, todavía tiene esas cosas. El mundo ordinario nos dejaría sin aliento si pusiéramos en pausa nuestros pódcasts, nos quitáramos los audífonos y escucháramos el viento en los pinos. Si levantáramos la vista de nuestras pantallas. Solo tenemos que apuntar con nuestras cámaras y dejar que nos enseñen a ver.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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