Opinión: Mi duelo por los McNuggets perdidos

Mi duelo por los McNuggets perdidos (Farah Al Qasimi para The New York Times).
Mi duelo por los McNuggets perdidos (Farah Al Qasimi para The New York Times).

TODAVÍA ME ENCANTA LA COMIDA PROCESADA, PERO AHORA QUE “CONOZCO MÁS” ME CUESTA MÁS TRABAJO DISFRUTARLA.

¿Alguna vez has experimentado la magia del Sprite de McDonald’s? Con su sabor chispeante, su burbujeo, su no sé qué, que es, por supuesto, la reina de todas las bebidas azucaradas, una estrella en el gran firmamento de los alimentos procesados.

Al crecer, me fascinaban los alimentos procesados: los enlatados (SpaghettiOs, Chef Boyardee, Vienna Sausage) y los que vienen en cajas de cartón y contenedores plásticos (las muchas variedades de Hamburger Helper o los fideos instantáneos); los frescos (McDonald’s y KFC, Popeyes y Burger King, Domino’s, Pizza Hut y Little Caesars) y los congelados (Tyson y Totino’s, Gorton’s, Swanson y Ore-Ida, los palitos de varios ingredientes y los platos fuertes congelados). También me gustaban los alimentos procesados elegantes de Red Lobster u Olive Garden o la variedad de LongHorn Steakhouse y los menos elegantes, como las alitas de pollo del 7-Eleven o los hot dogs, los burritos o la especialidad regional de algún otro país que se vende en las tiendas de conveniencia de cualquier esquina.

Durante buena parte de mis 24 años, fui un experto en comida procesada. Los platillos tex-mex característicos del Valle del Río Grande, donde crecí, y los alimentos procesados que mencioné, muy estadounidenses, constituyeron mi dieta hasta el final del bachillerato. Casi la mitad del Valle del Río Grande es un desierto alimentario, un término que describe un lugar donde es difícil encontrar alimentos saludables y nutritivos debido a factores como el costo, la distancia o el tiempo. Pero incluso quienes pueden conseguir algo distinto a la comida rápida y procesada suelen seguir comiéndola. Casi todas las personas que conocía comían así, no les importaba hacerlo, lo disfrutaban, aunque sabían que no era sano.

Hoy, me avergüenzo de admitir que amaba esos alimentos, que los comí sin pensarlo mucho durante la mayor parte de mi vida. Me avergüenza porque ahora “conozco más”.

Utilizo esta expresión solo porque he recibido una educación social que me ha enseñado que algunos alimentos son “buenos” y otros son “malos”, que lo que como dice algo significativo sobre quién soy.

Esta educación social comenzó cuando fui a la Universidad de Yale, donde,como ha informado el Times, en un momento dado había “más estudiantes procedentes del uno por ciento del nivel de mayor ingreso que de todo el 60 por ciento del nivel inferior”. Muchas de las personas que conocí allí no podían distinguir entre nuggets de pollo de McDonald’s, Burger King o Chick-fil-A.

En mi primer año, me sorprendí al escuchar a unos compañeros charlar sobre helados hechos en casa con fresas frescas. Hablaban de lo singular y espectacular que era, de lo mucho que les gustaba. Yo nunca había comido helado hecho con fresas frescas, nunca había comido helado casero. Mi ingenuidad me llevó a pensar que eso no debía impedirme participar en la conversación, así que dije que me gustaba el sabor del helado de fresa artificial. Hay algo en ese sabor falso, dije, algo especial en el jarabe sabor fresa.

Mis acompañantes me miraron como si fuera de otro mundo. Fue entonces cuando comprendí que yo era ajeno, que los alimentos procesados eran la comida del “otro Estados Unidos”, o lo que la mayoría de los estadounidenses llaman Estados Unidos a secas. Ya sabía que no era parte del uno por ciento, pero ese momento me hizo darme cuenta de que mi lugar de origen y lo que me gustaba eran más ajenos de lo que podía imaginar.

Durante un tiempo, seguí defendiendo esta forma de comer ante los demás y ante mí mismo. Mientras los críticos y escépticos se quejaban de la facilidad con la que se podían adquirir y producir los alimentos procesados, yo alababa la eficacia del sistema alimentario industrializado. Mientras los fanáticos de la comida criticaban la combinación de productos animales y conservadores para crear algo apetecible, yo elogiaba los alimentos que, en su mediocridad, eran paradójicamente bastante buenos. Mientras los fanáticos de clóset de la comida procesada (¡sé que están ahí!) se preocupaban porque los alimentos procesados no eran naturales, yo me preguntaba quién necesitaba a la naturaleza, esa fuente de decadencia y muerte.

Me avergoncé de que Donald Trump pensara como yo. Su amor por las Big Macs, los Filet-O-Fishes y la Coca-Cola de dieta era inaceptable para los demás. ¿Cómo que sirvió un festín de comida rápida en la Casa Blanca? ¡Qué escándalo!

Sin embargo, en mi caso, que en la Casa Blanca hubiera McDonald’s era como un sueño. Era fácil reírse de las contradicciones entre los gustos culturales de Donald Trump y su condición social, pero entendí que esas mismas contradicciones eran las que lo convertían en un demócrata con minúscula, en un estadounidense más que se alimentaba de comida procesada, que él llama “la gran comida estadounidense”.

Pero cuanto más tiempo pasaba en este mundo de helado casero, pato y col rizada, más familiar me resultaba y yo a él. Otros momentos de asombro ayudaron a acelerar mi asimilación: “Ah, ¿así que eres del Valle del Río Grande?”, me preguntó una vez un profesor que conocía poco la región. “Ahí es donde piensan que Olive Garden es un restaurante elegante, ¿no?”. Puede que mis nuevos compañeros ignorasen los alimentos con los que crecí, pero yo no iba a hacerles la vida fácil.

Ahora, mis horizontes culinarios son más amplios. Cuando me mudé a Nueva York en 2021, decidí equipar mi cocina con muchas de las ollas, sartenes y utensilios recomendados por el sitio web Serious Eats. Compré y hojeé el libro de cocina “Salt Fat Acid Heat” (Sal, grasa, ácido, calor). Aprendí a hacer conservas y a asar un pollo. Empecé a comprar ensaladas en Trader Joe’s.

No dejé de comer alimentos procesados. De hecho, puede que los haya comido más. En la vorágine de los últimos tres años, una época llena de pérdidas, incertidumbre y cambios, en la que me gradué de la universidad durante una pandemia y me mudé a Nueva York para empezar un trabajo que se suponía que iba a durar solo un año, busqué arraigo en las comidas de mi juventud. Quería recuperar esa magia, la emoción ante la posibilidad de satisfacción y placer. Así que comí McDonald’s, Little Caesars y Hamburger Helper, intentando alcanzar lo que la escritora gastronómica M.F.K. Fisher describe como esa “calidez, riqueza y fina realidad del hambre satisfecha”.

Sin embargo, la satisfacción de antaño no aparecía por ninguna parte. Sentía como si estuviera sentado en una máquina tragamonedas, tirando de la palanca una y otra vez, esperando que este pedido, esta pizza, estas papas fritas me hicieran sentir como si me hubiera ganado la lotería. Pero la comida me sentaba mal. Me picaba la piel, se me revolvía el estómago. Me dolía la cabeza.

Para la segunda mitad de 2022, mi trabajo temporal se convirtió en permanente, renové mi contrato de alquiler y comencé a adaptarme a la vida de un miembro de la clase profesional de alto nivel. Si bien no se había calmado del todo, la vorágine estaba amainando. Por aquel entonces, empecé a tener antojos extraños. Una noche, quería lechuga, con manzanas, nueces… y pollo frío. Tuve que confirmarlo con una búsqueda en Google, pero me di cuenta de que quería una ensalada Waldorf.

Mis gustos culinarios cambiaron junto con mi nivel socioeconómico. He llegado a aceptar que los tipos de comida que comemos y valoramos son una señal para el mundo y para nosotros mismos de lo que somos, de lo que fuimos y de lo que hemos llegado a ser. Me alegra vivir una vida en la que no solo entiendo las referencias a la magdalena de Proust, sino que he comido una (nada menos que en una clase de escritura en el sur de Francia).

Ojalá comer un McNugget pudiera transportarme a una época de calidez, amor y seguridad, una época en la que no sabía lo que era una magdalena, en la que no conocía nada mejor.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company