Opinión: Esto es lo que debería aprender Harvard de la renuncia de Claudine Gay

Reflejo sobre una señal de piedra y ladrillos con la palabra “verdad” en latín en el campus de la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts, el 12 de diciembre de 2023. (Adam Glanzman/The New York Times)
Reflejo sobre una señal de piedra y ladrillos con la palabra “verdad” en latín en el campus de la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts, el 12 de diciembre de 2023. (Adam Glanzman/The New York Times)

Había escrito y presentado una columna sobre la Universidad de Harvard y su presidenta, Claudine Gay, cuando se dio a conocer la noticia de su renuncia el martes por la tarde tras nuevas denuncias de plagio en sus obras publicadas. Quisiera dejar constancia de lo que escribí: “La cultura de la cancelación siempre es vergonzosa y, por lo regular, un error. Si Gay debe retirarse, que sea después de una mayor deliberación, con más decoro y cuando comentaristas como yo dejen de escribir sobre ella”. En fin...

Quizá el punto ahora resulte irrelevante, pero la pregunta realmente importante para Harvard nunca fue si Gay debería abandonar su cargo, sino qué motivó su designación, tras una de las búsquedas de presidente más breves en la historia reciente de Harvard. ¿Cómo fue posible que alguien con una trayectoria académica tan corta como la suya (no ha escrito ni un solo libro, solo ha publicado 11 artículos en revistas científicas en los últimos 26 años y no ha hecho ninguna contribución seminal en su disciplina) alcanzara el pináculo de la esfera académica estadounidense?

Me parece que esta es la respuesta: donde solía haber un pináculo ahora hay un cráter. Se creó cuando el modelo de justicia social de la educación superior, que en la actualidad gira en torno a nociones de diversidad, equidad e inclusión y se preocupa en gran medida por el aspecto administrativo de la universidad, pulverizó el modelo de excelencia, que se basaba en el ideal del mérito intelectual y cuya principal preocupación era promover el conocimiento, el descubrimiento y el debate libre y activo de ideas.

¿Por qué se dio ese cambio? He visto que algunos sostienen que se remonta a la decisión Bakke de 1978, cuando la Corte Suprema de hecho le dio luz verde a la acción afirmativa en nombre de la diversidad.

Pero el problema con Bakke no es que haya permitido que se tomara en cuenta la diversidad para tomar decisiones sobre las admisiones, sino que los administradores universitarios convirtieron una concesión en un requisito. Ahora, una especie de manipulación racial permea casi todos los aspectos de la vida académica, desde las decisiones sobre las admisiones y la designación de docentes hasta la composición racial de los donadores y la selección de ensayos en libros. Si la acción afirmativa se hubiera aplicado con más sutileza (más como una sugerencia que como una orden), quizá habría sobrevivido el análisis judicial del año pasado. En cambio, se convirtió en un régimen generalizado que muchas veces obstaculizó las metas más nobles de las universidades, en particular el intercambio abierto de ideas.

Cuando Harvard anunció la designación de Gay, elogió su liderazgo y publicaciones académicas. Un presidente universitario debe fungir como ejecutivo, recaudador de fondos y promotor de la institución, entre otras cosas, y quizá el órgano de gobierno (Harvard Corporation) pensó que Gay cumpliría bien esas funciones. Por desgracia, el color de la piel fue lo primero que el periódico universitario, The Harvard Crimson, destacó en su relato sobre la toma de posesión de Gray, y sus traspiés y los cuestionamientos sobre su trabajo académico les dieron municiones a los detractores que argumentaron que le debía el puesto solo a su raza.

La entonces presidenta de la Universidad de Harvard Claudine Gay asiste a una ceremonia de encendido de velas por la séptima noche de la fiesta de Jánuca en el área de Harvard Yard, en el campus de la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts, el 13 de diciembre de 2023. (Adam Glanzman/The New York Times)
La entonces presidenta de la Universidad de Harvard Claudine Gay asiste a una ceremonia de encendido de velas por la séptima noche de la fiesta de Jánuca en el área de Harvard Yard, en el campus de la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts, el 13 de diciembre de 2023. (Adam Glanzman/The New York Times)

Esta es la piscina envenenada en que ahora nada Harvard. Cuando eleva a alguien como Gay, los admiradores y detractores por igual suponen que es un símbolo político cuyo desempeño representa más que quien es como persona. El peso de las expectativas que se tenían sobre ella debió haber sido aplastante. Pero la deshumanización es el precio que pagan las instituciones cuando las consideraciones sobre ingeniería social sustituyen a las de los logros individuales.

Quizá sea necesario que pase una generación después del fin de la acción afirmativa para que alguien como Gay tenga la oportunidad de que se le juzgue por sus propios méritos, independientemente de su color. Por desgracia, el daño que el modelo de justicia social le ha causado a la educación superior tardará más en repararse. En 2015, el 57 por ciento de los estadounidenses dijeron tener gran confianza en la educación superior, según una encuesta de Gallup. El año pasado, esa cifra había bajado al 36 por ciento y eso fue antes de la oleada de ataques antisemitas en los campus universitarios. En Harvard, las solicitudes de admisión anticipadas cayeron un 17 por ciento el otoño pasado.

Es probable que Harvard se recupere; el problema es que también marca la pauta para el resto de la educación superior en Estados Unidos, así como para las actitudes públicas respecto a ella. Uno de los secretos del éxito de Estados Unidos después de la guerra no solo fue el calibre de las universidades estadounidenses. Fue el respeto que inspiraban entre las personas comunes y corrientes que aspiraban a enviar a sus hijos a esas instituciones.

Ahora, ese respeto se ha ido erosionando hasta tal punto que podría desaparecer… y por buenos motivos. Las personas admiran y luchan por alcanzar la excelencia, tanto por sí misma como por el estatus que confiere. El problema es que el estatus sin excelencia es un activo que se agota rápidamente, en especial cuando el precio que cobra es exorbitante. Esa es la posición de gran parte del mundo académico estadounidense en la actualidad. Pagar al menos 200.000 dólares por clases que te enseñen a ser un antirracista es un precio demasiado alto.

Nadie debería dudar que todavía hay gran excelencia en el ámbito académico de nuestros días y muchas buenas razones para enviar a los hijos a la universidad. Pero nadie debería dudar tampoco que la podredumbre intelectual es omnipresente y no dejará de propagarse hasta que las universidades retomen la idea de que su propósito central es identificar, nutrir y liberar las mejores mentes, no fabricar utopías sociales.

c.2024 The New York Times Company