Opinión: Cuando una cura llega demasiado tarde

Cuando una cura llega demasiado tarde (Xia Gordon/The New York Times)
Cuando una cura llega demasiado tarde (Xia Gordon/The New York Times)

LAS FUTURAS GENERACIONES VERÁN AVANCES QUE CURAN MUCHOS TIPOS DE ENFERMEDADES. PERO ¿DÓNDE QUEDAN NUESTROS PACIENTES ACTUALES?

Tyler Parish se considera a sí mismo como “el último dinosaurio”.

De haber nacido décadas antes con los mismos genes, no habría tenido acceso a la atención médica y la tecnología que le permitió llegar a cumplir 43 años.

Pero de haber nacido hoy con acceso a la terapia génica para la atrofia muscular espinal, habría podido caminar sin ayuda. Podría haber vivido una vida sin miedo a una catástrofe médica inminente. Tal vez no estaría en un hospital de cuidados a largo plazo en Boston, en el que un equipo de doctores intenta decidir si necesita un tubo de traqueotomía y un respirador por la noche para el resto de su vida.

Para Parish, su vida se convertirá algún día en una curiosidad histórica. Es muy probable que su experiencia con la atrofia muscular espinal, con todo el sufrimiento que ha conllevado, se vuelva cosa del pasado.

En los últimos meses, la terapia génica ha tenido un éxito notable y muy publicitado, desde que la Administración de Alimentos y Medicamentos aprobó lo que equivale a una curapara la anemia falciforme hasta la noticia de que un niño con sordera congénita podría oír por primera vez en su vida gracias a la terapia génica.

No sorprende que estas noticias se conviertan en titulares. Pero a medida que la ciencia avanza, hay cada vez más personas como Parish. Existen tratamientos para su enfermedad que pueden cambiarle la vida, pero parece que no pueden revertir el daño ya causado. Una población cada vez mayor de pacientes se enfrenta a una pregunta difícil: ¿cómo se sienten quienes saben que su enfermedad podría curarse o controlarse de manera significativa en el transcurso de su vida, pero que no podrán ver ese beneficio (o tal vez decidan no hacerlo)?

“Cuando hablo como una persona de mayor edad, alguien que se ‘está perdiendo’ algunas de esas cosas, no lo hago desde la amargura, sino pensando: ‘Gracias a Dios estas personas más jóvenes nacieron en buen momento’”. Me comentó Parish. “Me fascina la idea de que un niño que ahora nazca con atrofia muscular espinal nunca sepa sobre la infinidad de situaciones médicas desesperadas, las situaciones sociales que va a poder evitar”.

Parish me habló con ayuda de “una válvula fonatoria o de habla” en su tubo de traqueotomía, haciendo pausas de vez en cuando para mover la cabeza hacia atrás, lo que le resultaba una posición más cómoda dada la importante deformidad de su columna vertebral. Al principio, se internó en un hospital de Miami, donde vive por temporadas. Una neumonía hizo que fuera necesario colocarle un tubo de respiración y trasladarlo de emergencia a un hospital de Boston para practicarle una traqueotomía. Desde allí, lo llevaron al hospital de larga estancia, donde fue mi paciente durante un breve periodo. Ya había aprendido a adaptarse a muchas cosas (la silla de ruedas eléctrica, la imposibilidad de girarse en la cama), pero esto sería algo nuevo. La posibilidad de tener un respirador en casa por la noche significaría que no podría hablar durante ocho horas. Eso le asustaba.

Resulta extraño para Parish enfrentarse en este momento a su catástrofe médica más mortal, justo cuando la medicina moderna ofrece esperanza a los niños que nacen con su enfermedad. En su infancia, en las décadas de 1980 y 1990, no se hablaba de terapia génica. Los médicos le dijeron a su madre que se lo llevara a casa y lo quisiera. Sus células nerviosas morirían, sus músculos se atrofiarían y lo más probable era que no pasara de su segundo cumpleaños. Fue una de las primeras cosas que aprendió sobre sí mismo: que tenía una enfermedad que le acortaría la vida. Saber esto lo motivó a tener ganas de experimentar todo lo que pudiera en el tiempo que tuviera, de sentirse vivo y libre incluso dentro de los confines de su cuerpo. Tras una juventud salvaje, empezó a pensar en el futuro y a darse cuenta de que quizá podría vivir más de lo que había pensado. Empezó a albergar esperanzas de tener una casa, quizá incluso una familia, una carrera como artista.

Y entonces, hace más o menos diez años, la salud de Parish comenzó a deteriorarse. Tenía dificultades para respirar. Empezó a preguntarse si aquello era todo, si estaba llegando a su “capítulo final”. Aferrándose a cualquier esperanza que pudiera encontrar, ahorró dinero para poder participar en un ensayo de terapia génica en China. Pero entonces se enfrentó a toda una serie de incógnitas que podían ser incluso peores que la realidad que ya conocía. Así que decidió no seguir adelante. Se centraría en su salud para que, cuando los médicos pudieran ofrecerle un tratamiento más probado que pudiera actuar sobre sus genes defectuosos, él estuviera preparado.

Cuando los médicos le hablaron por primera vez sobre un medicamento llamado nusinersen (que se comercializa como Spinraza) allá por 2016, sintió que se había ganado la lotería. Era justo lo que había estado esperando. Este medicamento se inyecta directamente en la columna vertebral y actúa sobre las células nerviosas de su columna para mejorar la causa subyacente de su debilidad muscular. La colocación sería complicada dada la deformación de su columna vertebral, pero Parish sabía que su estado estaba empeorando. Sus músculos se estaban debilitando. Se sentía fatigado incluso cuando comía. Esta vez, valía la pena correr el riesgo.

El tratamiento no fue tan drástico como esperaba. No vio cómo se apartaban las nubes y salía el sol. Pero con el paso de los meses, empezó a darse cuenta de que ya no se le cansaban tanto los brazos al comer. Seguía sin poder darse vuelta en la cama. Pero las cosas iban un poco mejor o al menos habían dejado de empeorar. Ahora toma un medicamento oral que ya no hace necesarias las punciones lumbares. Piensa en estos tratamientos como un “puente”, algo que le mantiene lo más estable posible hasta el próximo avance médico.

Esta podría ser la historia de quienes, como Parish, han vivido con una enfermedad genética y apenas ahora ven el comienzo de un tratamiento que podría ser transformador. La experiencia de la anemia falciforme es extraordinaria, pero no es el caso de todas las enfermedades, al menos no por ahora. Puede que no se trate de una cura, sino de una ligera mejoría o un estancamiento. Para algunos, se trata de participar en un ensayo que nos acerca a la respuesta, pero que es solo un paso en el camino. Se trata de ver cómo sale al mercado la próxima terapia y saber que uno no podrá beneficiarse de ella. Pero que la generación futura sí lo hará.

Tratándose de la atrofia muscular espinal, la enfermedad que causa sufrimiento físico y que conduce a una muerte prematura, someterse a una terapia génica tiene poca ambigüedad ética. En la actualidad existe una terapia única que sustituye por completo el gen ausente o defectuoso y que está aprobada para niños menores de 2 años, antes de que se hayan manifestado gran parte de los daños de la enfermedad. Pero para los de mayor edad, con otras enfermedades que puedan ser menos devastadoras y que han vivido toda su vida en el seno de una comunidad unida por problemas de salud compartidos, se plantean verdaderas interrogantes sobre lo que se pierde cuando se cura una enfermedad. ¿Dónde está la línea que separa la patología de la variabilidad humana y quién decide qué enfermedades hay que curar?

Cuando Parish observa los enormes avances científicos que ha tenido su enfermedad, se pregunta cómo habría sido su vida si se le hubiera tratado con terapia génica cuando era un bebé; quién habría sido. En última instancia, es imposible determinar qué aspectos de una personalidad, de una vida, cambiarían si no fuera por las graves discapacidades derivadas de un diagnóstico genético como el suyo.

Lo que queda claro es que a la gente que nace con su enfermedad hoy le espera una vida por completo distinta de la que le tocó vivir a Parish. Recibirán tratamiento antes de comprender lo que están evitando. Nunca sabrán lo que es crecer pensando que quizá no lleguen a la edad adulta ni despertarán en un hospital de larga estancia para enfrentar otro día de agotamiento e innumerables humillaciones. Es sorprendente que estas dos realidades completamente distintas puedan existir en un mismo momento.

“Estamos en un momento en el que los humanos somos coautores de nuestra propia evolución”, me dijo Parish. “Es exponencial y está ocurriendo cada vez más rápido”.

Aunque es probable que Parish no pueda formar parte de ese cambio, espera seguir siendo testigo todo el tiempo que pueda. Ver ese futuro en el que él es el último dinosaurio, aunque no pueda experimentar los beneficios de primera mano.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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