Opinión: Cómo fue que contarle historias a mi hija me ayudó a superar los momentos más difíciles

ESO FUE LO QUE ME AYUDÓ A SEGUIR ADELANTE EN MEDIO DE UNA PRESIDENCIA DE EXTREMA DERECHA DESQUICIADA Y UNA PANDEMIA DEVASTADORA.

SÃO PAULO, Brasil — Estaba cuidando a una bebé de 4 meses cuando Jair Bolsonaro ganó las elecciones presidenciales en 2018. Era una desgracia y lo supe desde el primer momento. Mi hija, a quien llamaremos Calabacita, seguía lactando mientras mis lágrimas le caían sobre la cabeza. Luego, le puse un mameluco de los colores del arcoíris para indicar mi desagrado con nuestro futuro presidente, quien alguna vez dijo: “me siento orgulloso de ser homofóbico”.

No había mucho más que pudiera hacer en mi estado de agotamiento y desesperación. Pero entonces, en una de esas noches solitarias de lactancia, empecé a contarle historias al azar a mi Calabacita, solo para sentirme menos sola y desviar mis tristes pensamientos. Poco me imaginaba que esto, el simple hecho de contar historias, nos ayudaría a superar una presidencia de extrema derecha desquiciada y una pandemia devastadora. En los momentos más difíciles, fue lo que me motivó a seguir adelante.

Recuerdo la historia con la que empezó todo: fue el relato de Damón y Fintias, que leí en alguna parte y quería transmitir. Según el mito, eran dos mejores amigos que viajaron a Siracusa, donde Fintias hizo algo desagradable a los ojos del rey Dionisio y fue condenado a muerte. Fintias quería despedirse de su familia, así que Damón se ofreció como rehén mientras Fintias arreglaba sus asuntos. El rey aceptó. Nadie esperaba que Fintias regresara, pero lo hizo. Dionisio se sintió tan conmovido por la demostración de amistad que revocó la sentencia de muerte.

Cuando llegué al final de la historia, juro que mi hija dejó de comer durante un segundo, con sus enormes ojos cafés mirándome inquisitivamente. Después de eso, decidí contarle cualquier anécdota que se me ocurriera y sonara remotamente apropiada para niños. Esto me ayudó mucho durante los cambios de pañal a altas horas de la noche, sobre todo cuando también tenía que cambiar las sábanas empapadas de Calabacita mientras distraía a una bebé fría e indignada.

Ella se mantenía atenta, primero a mi entonación y luego a la narración, a medida que comenzaba a entender el lenguaje. Le conté la historia del día en que me caí de un barco, el día que mi autobús se descompuso, el día en que confundí manzanas por tomates, el día en que dos cubetas salieron volando por la ventana; le conté todo tipo de historias. A ella le encantaba la historia de que a un amigo le picó una abeja y siguió jugando un partido de voleibol recreativo con el pie hinchado; es gráfico, es heroico y es divertido.

Un año y algunos meses después, Calabacita aprendió a caminar y a hablar; la pandemia de COVID-19 llegó al país. Para entonces, le contaba historias sobre el medioambiente, las tribus indígenas, la selva del Amazonas y la terrible deforestación que se vivió durante el gobierno de Bolsonaro. Luego, comenzamos a hablar de patógenos, cubrebocas, vacunas y negacionistas de la ciencia, del líder de nuestro país, quien optó por la inmunidad de rebaño y se opuso a las vacunas.

Compartir historias era nuestra manera de pasar los largos días y noches del aislamiento social. Ella estaba particularmente interesada en el argumento de una novela de Ivan Goncharov, el novelista ruso del siglo XIX, que tomó de mi buró. El protagonista, Ilya Ilyich Oblomov, se negaba a salir de su habitación; tenían que pasar decenas de páginas para que se moviera de la cama a una silla (cumplía con la cuarentena antes de que estuviera de moda).

A medida que desarrollaba sus habilidades lingüísticas, Calabacita empezó a hacer preguntas difíciles: por qué los ricos podían seguir saqueando nuestros recursos naturales y por qué Bolsonaro aún no había sido detenido. Intenté transmitir un mensaje esperanzador sobre el futuro, pero a veces era difícil ocultar mi abatimiento. Por otro lado, aprendí que contarle historias a ella era una manera de pensar en voz alta y calmar mis ansiedades. Esto era bueno para las dos: yo conseguía un descanso terapéutico de mi neurosis y ella, una historia.

Como Calabacita no tenía muchas historias propias y verdaderas que compartir y el mundo exterior era un desastre, solíamos recurrir a la ficción. En aquel momento, ella me pidió que le contara “cosas malas” (historias de ficción) que fueran “largas y difíciles de entender” (lo cual significaba que hubiera muchos personajes y muchos giros argumentales). A veces me interrumpía para decirme: “¡No, otra! Un cuento sin gente”.

Ella participaba en todo: la trama, el género, el diálogo, los personajes. Exigía ciertos accesorios y escenarios. “Ahora quiero una historia triste con Chico Bento”, me pidió un día, refiriéndose a un personaje de un cómic brasileño. “Y que cante”. Entre los personajes recurrentes de sus historias se encontraban Greta Thunberg, Oblomov, las hermanas Bingo y Bluey (de la serie de animación australiana “Bluey”), Mario y Luigi (de la franquicia “Super Mario”) y Luna (de la serie de animación brasileña “El mundo de Luna: ¡Qué raro!”).

A finales de 2022, Bolsonaro perdió la presidencia, derrotado por Luiz Inácio Lula da Silva. Le conté a mi hija sobre el encarcelamiento de Lula, su liberación, la anulación de sus sentencias y su regreso como presidente. Esa sí que es una historia. Le hablé del perro de Lula, un chucho negro llamado Resistencia que pasó de vivir en la calle, fuera de la prisión de Lula, al palacio presidencial. A Calabacita le encantó esa parte.

El año pasado, con Bolsonaro y la COVID-19 fuera de nuestras vidas (bueno, hasta cierto punto) por fin pudimos concentrarnos más en experimentar nuevas historias en lugar de solo contarlas. La depresión, mi propio fiel perro negro, aún me persigue, pero he encontrado otras maneras de mantenerla a raya. Una buena noche de sueño es un buen modo de empezar. Las cosas parecen más ligeras.

Calabacita es ahora una niña de 5 años que ya aprendió a leer, escribir y elaborar una historia convincente. Hace un rato, volvíamos a casa de la escuela cuando decidió representar un cuento dentro del autobús abarrotado (le pedí que bajara la voz, sin ningún éxito). En algún momento estábamos todos “en una cueva muy profunda con un gigante, un pollo y un helado enorme”. La señora sentada a nuestro lado no podía parar de reír, sobre todo cuando llegó el giro argumental. Nos bajamos en la penúltima parada, así que, por desgracia, la mayoría de los pasajeros no pudo escuchar el final.

Nuestra manera de contar historias se ha desarrollado a la par, cada una de nosotras animada por la otra. El año pasado escribí una novela sobre la depresión, la maternidad, los mitos griegos y la escritura creativa. Calabacita escribió e ilustró cinco libros antes de aburrirse: “Cosas que me gustan”, “Cosas que no me gustan”, “El vestido largo”, “El alocado libro de cumpleaños” y “El cantante de piñas”. La vida es más plena para las dos: ella ha estado aprendiendo a nadar y yo he estado jugando voleibol de playa, arriesgándome a alguna que otra picadura de abeja.

Ella me ha enseñado cómo poner fin a una narración compleja cuando llega la desesperación y no tienes idea cómo continuar: ella solo aparece, volando, como un dispositivo de resolución de la trama. Se llama Calabacita ex machina. Siempre funciona.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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