Opinión: China mejoró y nosotros empeoramos. ¡Gracias, Trump!

Mientras veía el primer debate entre Trump y Biden, tuve una visión. Me imaginé que el Politburó del Partido Comunista de China también se había reunido para ver el debate… pero sus miembros decidieron hacerlo más entretenido con un juego para beber. Cada vez que Donald Trump decía algo ridículo o vergonzoso para Estados Unidos, un miembro del Politburó debía tomarse un trago de whisky. En media hora, los 25 miembros estaban absolutamente borrachos.

¿Cómo no estarlo? Estaban viendo algo que nunca habían visto: las payasadas descontroladas de un incoherente mandatario estadounidense, un hombre que a todas luces está desesperado por permanecer en su cargo porque perder podría significar su juicio, humillación y liquidación al mismo tiempo.

¿Y quién puede culpar a los chinos por alardear? Una pandemia que comenzó en Wuhan y, por ahora, ha sido contenida en China, sigue devastando la economía y la ciudadanía de Estados Unidos, aunque se veía venir de lejos.

Desafortunadamente, no éramos lo que pensábamos.

Se suponía que la COVID-19 iba a ser el Chernóbil de China. Terminó luciendo más como el Waterloo de Occidente. Ese es el argumento que John Micklethwait y Adrian Wooldridge presentan en su nuevo libro: “The Wake-Up Call: Why the Pandemic Has Exposed the Weakness of the West, and How to Fix It”.

Según el sistema de monitoreo del coronavirus de la Universidad Johns Hopkins, Estados Unidos ha sufrido 65,74 muertes por COVID por cada 100.000 habitantes, o unas 216.000 en total. China ha perdido 0,34 por cada 100.000, o unas 4750 personas. Tal vez China está mintiendo. De acuerdo, —cuadrupliquemos esa cifra—, pero el gobierno chino ha demostrado mayor eficacia al momento de proteger a su pueblo que Estados Unidos.

De hecho, a inicios de este mes, días después de que la Casa Blanca de Trump se convirtiera en un sitio superpropagador y millones de estadounidenses temieran enviar a sus hijos a la escuela, China, con una transmisión local cercana a cero, vio cómo millones de sus ciudadanos acudían en manada a las estaciones de autobús, de trenes y a los aeropuertos para viajar por todo el país para celebrar un feriado nacional. El 1.° de octubre, Bloomberg informó: “El yuan chino está llamando la atención pues luce como un refugio para la volatilidad después de su mejor trimestre en doce años”. Las importaciones y exportaciones de China se dispararon en septiembre.

¡Esos solíamos ser nosotros!

Para que Estados Unidos se recupere se necesitaría, de entrada, un plan nacional para enfrentar la COVID-19. China tuvo uno: desplegó todas las herramientas de su sistema de vigilancia autoritaria —diseñadas para rastrear y encontrar a disidentes políticos con el fin de controlar a la población— para rastrear y encontrar a quienes estuvieran infectados con el coronavirus y controlar su propagación. Parte de la tecnología de reconocimiento facial de China es tan buena que no es necesario quitarse la mascarilla. Solo bastan los ojos y la parte superior de la nariz.

Estados Unidos no puede emplear una estrategia parecida. No tenemos un gobierno autoritario (todavía), y estoy seguro de que no quiero uno. Sin embargo, no hemos logrado producir un consenso democrático para hacer la misma labor.

El 28 de marzo, Trump declaró: “Nuestro país está en guerra con un enemigo invisible”. Prometió convocar “todo el poder de la nación estadounidense” para vencerlo. Sin embargo, esto nunca ocurrió. Fuera de los servicios de emergencia y los profesionales de la salud, los actos de solidaridad pública y la disposición para sacrificarse como en los tiempos de guerra han sido mínimos o efímeros.

¿Por qué? No es porque las democracias sean incapaces de gobernar en una pandemia: a Corea del Sur, Japón, Taiwán y Nueva Zelanda les ha ido mucho mejor que a nosotros.

En parte, esto se debe a que tenemos una cultura particularmente individualista, un sistema muy fragmentado en cuanto al reparto de poder federal, estatal y local, un sistema frágil de salud pública, un cuerpo político dividido, un Partido Republicano con un modelo de negocios que desde hace tiempo ha sido mutilar Washington, y mucha gente que obtiene sus noticias de redes sociales que amplifican las teorías conspirativas y destruyen la verdad y la confianza.

No obstante, la mayor diferencia es que ahora tenemos un presidente cuya estrategia política de reelección es dividirnos, destruir la confianza —y destruir la verdad– y declarar como “falsa” a toda noticia hostil con sus objetivos. Y, sin verdad ni confianza en una pandemia, estás perdido.

En nuestra última gran pandemia, en 1918, a muchos estadounidenses no les molestaba usar mascarillas —basta ver las fotos— porque sus líderes les pidieron hacerlo y predicaron con el ejemplo. Sin embargo, esta vez, el presidente nunca les confió la verdad a los estadounidenses y predicó con la desestimación del virus y las burlas al uso de las mascarillas. Por lo tanto, muchos estadounidenses nunca le correspondieron la confianza.

Como resultado, nunca pudimos debatir de una manera razonable el tipo de concesiones que necesita una democracia como la nuestra, con una cultura como la nuestra.

En un artículo de opinión para The New York Times y en una entrevista que me otorgó en marzo, David Katz, un experto en salud pública, arguyó que necesitábamos un plan nacional que lograra un equilibrio entre salvar la mayor cantidad de vidas y la mayoría de los sustentos al mismo tiempo. Si solo nos hubiéramos enfocado en salvar todas las vidas, habríamos creado millones de muertes por desesperanza debido a la pérdida de empleos, ahorros y negocios. Si tan solo nos hubiéramos enfocado en salvar todos los empleos, habríamos actuado con crueldad al condenar a muerte a conciudadanos estadounidenses que no merecían ese destino.

Katz buscaba una estrategia de “minimización total del daño”, la cual habría protegido a las personas de la tercera edad y a los más vulnerables, y al mismo tiempo habría ingresado de modo gradual a las personas jóvenes y sanas en la fuerza laboral, pues tendrían una mayor probabilidad de que experimentaran el coronavirus de una manera asintomática o leve… y que mantuvieran el impulso de la economía y desarrollaran una especie de inmunidad de rebaño natural mientras esperábamos una vacuna.

Por desgracia, nunca pudimos tener un debate sensato y sereno sobre una estrategia similar. Según Katz, desde la derecha, tuvimos un “desdén despectivo” por hacer siquiera la cosa más sencilla, como usar mascarillas y mantener el distanciamiento social. La izquierda fue mucho más responsable, agregó Katz, pero no inmune a tratar de inmoral toda discusión sobre concesiones económicas en una pandemia y “tratar cualquier política que permitiera alguna muerte como un acto de sociopatía”.

En resumen, hoy nos aqueja algo que no puede curar una vacuna para la COVID-19. Hemos perdido la confianza en el otro, en nuestras instituciones y un sentido básico de identificación de la verdad, todo lo que se necesita para sortear una crisis de salud juntos. Lo tuvimos en otras guerras, pero no en esta.

Creo que Joe Biden fue nominado por los demócratas, y tiene una verdadera oportunidad de ganar, porque hay bastantes estadounidenses que intuyen que estamos enfermos de desunión y que Biden podría comenzar a dar marcha atrás a ese proceso. Una victoria de Biden no será suficiente para que Estados Unidos vuelva a ser saludable —política y físicamente—, pero es necesaria.

Mientras tanto, Rusia y China, por favor, no nos invadan en este preciso momento. No somos lo que solíamos ser.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company