Opinión: China ayudó a criar a mis hijas estadounidenses, y no les pasó nada malo

LA POLARIZACIÓN ESTADOUNIDENSE Y LOS SIMULACROS DE TIROTEO ME HACEN EXTRAÑAR AL GOBIERNO CHINO QUE ME AYUDÓ A CRIAR A MIS HIJAS.

Hace un par de años, cuando la COVID causaba estragos en todo el mundo, me encontré en internet la fotografía de una mujer estadounidense que llevaba una camiseta que proclamaba: “Me niego a que el gobierno sea otro padre de mis hijos”, en respuesta a la percepción de que el gobierno se estaba extralimitando en el uso de cubrebocas en las escuelas. Me reí a carcajadas: mis hijas, de cierto modo, también fueron educadas por el gobierno chino.

En 2006, mi trabajo en la industria de la moda nos llevó a mi marido y a mí a Shanghái, donde pasamos los siguientes dieciséis años y formamos una familia. En China, la coparentalidad gubernamental comienza en el útero. Los ciudadanos chinos enfrentaron límites al número de niños que podían tener según políticas de control de la natalidad que desde entonces se han relajado. En China, la ley sigue prohibiendo a los ciudadanos determinar el sexo de sus bebés no nacidos a menos que sea médicamente necesario, debido a los antecedentes de abortos selectivos por sexo.

Como extranjeros, estábamos exentos de esas normas. Pero tuve que aceptar que mi creciente barriga se había convertido en propiedad de la comunidad, sujeta a contactos no solicitados y comentarios en la acera (“Es niño. ¡Se nota!”), y que los restaurantes se negaran a servirme bebidas frías. Los chinos atribuyen propiedades medicinales al agua caliente, por cuestiones de higiene y la creencia de que mantiene un equilibrio sano entre el yin y el yang. Temía los sermones que tenía que escuchar cada vez que pedía un café con leche helado, aunque normalmente me lo servían con una cálida sonrisa.

En 2008 y 2010 dimos a luz a dos hijas sanas en Shanghái y nos enfrentamos a la decisión que todos los padres expatriados en China deben tomar: entre colegios internacionales caros y la matriculación en colegios locales, supervisados por el gobierno y con una inmersión en la cultura y los valores chinos.

Sopesamos los pros de la opción china (nuestras hijas aprenderían mandarín con fluidez y, con suerte, ampliarían su visión del mundo) y los contras (exposición a la propaganda del Partido Comunista y posible aislamiento social por ser extranjeras en un grupo de estudiantes chinos). Nos decidimos por esa opción.

Nuestro estricto gobierno coparental no tardó en hacerse notar. En la guardería china de las niñas nos sermoneaban de todo, incluyendo cuántas horas debían dormir nuestras hijas, qué debían comer y cuál era su peso óptimo. Cada mañana, todos los alumnos hacían calistenia en filas rectas e izaban la bandera roja de China mientras cantaban el himno nacional. Las ventanas de las aulas solían permanecer abiertas para aumentar la circulación del aire y evitar la propagación de enfermedades transmitidas por el aire, incluso en invierno, cuando los niños acudían a clase con el abrigo puesto.

A veces teníamos la sensación de que nos prestaban a nuestros hijos durante las tardes y los fines de semana, solo para devolverlos a la escuela en los días hábiles.

Con el tiempo, los beneficios se hicieron palpables. Con las lecciones constantes de moral, historia y cultura sobre la unión por el bien de la nación china, nuestras hijas llegaron a casa hablando de autodisciplina, integridad y respeto a los mayores. Como la escuela les inculcaba una sólida ética del trabajo y un afán total de excelencia académica, mi marido y yo no necesitábamos presionarlas para que hicieran los deberes; la vergüenza de defraudar a sus profesores y compañeros bastaba para encender su iniciativa.

El enfoque educativo estadounidense, centrado en el alumno, hace hincapié en las necesidades de los niños y en lo que los atrae, y fomenta el pensamiento independiente. China insiste en que se puede triunfar, siempre que se obedezca a los profesores y se trabaje duro. Para celebrar la cultura china y ofrecer una alternativa a las influencias occidentales, siempre se organizaban eventos que financiaba el gobierno, como espectáculos de música tradicional, óperas y obras de teatro. A veces, nuestras hijas repetían propaganda o, preocupadas por seguir el ritmo de sus compañeros, se desesperaban porque no les habíamos proporcionado clases particulares de matemáticas antes. Al final, nuestra cultura familiar estadounidense, menos exigente, ayudó a mantener el equilibrio.

Criar a nuestras hijas en China fue una ventaja en otros aspectos, como la fuerte censura, que se traduce en un internet adaptado a los niños, y los límites nacionales sobre cuántas horas pueden pasar los jóvenes jugando videojuegos en línea. Irónicamente, el férreo control del Estado de vigilancia del Partido Comunista da lugar a su propio tipo de libertad: prácticamente sin delincuencia ni preocupaciones de seguridad personal, nuestras hijas viajaban en metro sin supervisión en una ciudad de casi 26 millones de habitantes a partir de los 11 años. Una presencia policial constante pero benigna (y en su mayoría desarmada) mantenía el orden; las calles y los espacios verdes a la vuelta de cada esquina se mantenían inmaculados, y el sentimiento de orgullo cívico era palpable.

La pandemia dejó al descubierto las grietas del sistema. El confinamiento atroz por la COVID en Shanghái, que comenzó a finales de marzo del año pasado, nos mantuvo encerrados en casa durante dos meses, dependiendo a veces de las raciones de comida del gobierno. Ya habíamos tomado la difícil decisión de irnos de China después de casi tres años sin poder ver a nuestras familias, en gran parte debido a las restricciones chinas por la pandemia y, el pasado mes de junio, nos mudamos a Washington D. C.

En cierto modo, el choque cultural al volver a casa es más fuerte que cuando llegamos a China. Hemos vuelto a unos Estados Unidos divididos, donde muchos creen que el gobierno no tiene nada que hacer en nuestras vidas. Por primera vez, soy madre en Estados Unidos de dos hijas que cursan la secundaria y el bachillerato. Resistentes, abiertas de mente e independientes, se desenvuelven bien aquí, pero han tenido que adaptarse. Hace poco, tuvieron su primer simulacro de tiroteo en el colegio, y hemos ajustado nuestros sentidos para estar alerta de una forma que nunca había sido necesaria en Shanghái. En estos momentos, extraño al gobierno chino, que me ayudó a criar a mis hijas.

En Estados Unidos, no faltan los críticos que condenan al Partido Comunista de China, en gran parte de forma justificada. Pero la experiencia de mi familia en China nos enseñó que la inmersión en una cultura con respuestas diferentes a preguntas cotidianas altera nuestra forma de ver el mundo. Prácticas que antes parecían claramente correctas o incorrectas adquirieron complejidad y dimensión.

Como padre estadounidense en China, aprendí a apreciar el fuerte sentido de los valores compartidos y de las personas conectadas como nación. Ser padre, al igual que gobernar, es un arte imperfecto. Hay que establecer prioridades y tomar decisiones difíciles. Nunca ha habido un momento más crucial para que aprendamos unos de otros y construyamos nuevos puentes a través de la calle, la nación y el mundo. La atención al bien común es un valor fundamental que busco en el gobierno estadounidense como padre conjunto.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

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