Opinión: Así fue como los católicos cayeron prisioneros del Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II, la gran revolución en la vida de la Iglesia católica moderna, inició esta semana en Roma hace 60 años. Gran parte de ese mundo de la década de 1960 ha pasado, pero el concilio sigue con nosotros; de hecho, una Iglesia dividida no puede evitar sus consecuencias, aún inacabadas.

Durante mucho tiempo, esta habría sido una afirmación liberal. En las guerras intestinas del Catolicismo posteriores al concilio, los conservadores lo interpretaron como un acontecimiento discreto y limitado: un conjunto particular de documentos que contenían varios cambios y evoluciones (sobre la libertad religiosa y, en especial, las relaciones católico-judías) y dio paso a una versión revisada y vernácula de la misa. Sin embargo, para los liberales estos aspectos específicos eran solo el punto de partida; también había un “espíritu” del concilio, similar al Espíritu Santo en su operación, que se suponía que guiaría a la Iglesia hacia nuevas transformaciones, una reforma perpetua.

La interpretación liberal dominó la vida católica en los años sesenta y setenta, cuando este concilio se invocó para justificar una serie de cambios cada vez más extensos: en la liturgia, el calendario y las oraciones de la Iglesia, en las costumbres laicas y la vestimenta del clero, en la arquitectura de la Iglesia y la música sagrada, en la disciplina moral católica. Luego, la interpretación conservadora se impuso en Roma con la elección de Juan Pablo II, quien emitió una flotilla de documentos con el propósito de establecer una interpretación autorizada del concilio, poner un alto a los experimentos y alteraciones más radicales, así como demostrar que el catolicismo antes y después de los sesenta seguía siendo la misma tradición.

Ahora en los años del papa Francisco, regresó la interpretación liberal, no solo en la reapertura de los debates teológicos y morales, el establecimiento de un estilo de gobierno de la Iglesia en escucha permanente, sino además en el intento renovado de suprimir los ritos católicos más antiguos, la liturgia latina tradicional tal como existía antes del Concilio Vaticano II.

La era franciscana no ha restablecido el vigor juvenil del que alguna vez gozó el catolicismo progresista, pero ha reivindicado parte de la visión liberal. A través de su gobierno y, de hecho, a través de su mera existencia, este papa liberal ha demostrado que el Concilio Vaticano II no puede reducirse simplemente a una única interpretación establecida ni considerarse que su trabajo esté hasta cierto punto terminado, el periodo de experimentación acabado y la síntesis restaurada.

En cambio, el concilio supone un desafío continuo, crea divisiones que parecen infranqueables y deja al catolicismo contemporáneo frente a un conjunto de problemas y dilemas que la Providencia aún no ha tenido a bien resolver.

A continuación tres declaraciones que encapsulan los problemas y los dilemas. Primero, el concilio era necesario. Quizá no en la forma exacta que adoptó, un concilio ecuménico que convocaba a todos los obispos del mundo, pero sí en el sentido de que la Iglesia de 1962 necesitaba adaptaciones significativas, replanteamientos y reformas importantes. Estas adaptaciones debían ser retrospectivas: la muerte de la política de trono y altar, el ascenso del liberalismo moderno y el horror del Holocausto exigían respuestas más completas por parte de la Iglesia. Y también debían estar orientadas hacia el futuro, en el sentido de que el catolicismo de principios de la década de 1960 acababa de empezar a tener en cuenta la globalización y la descolonización, la era de la información y las revoluciones sociales provocadas por la invención de la píldora anticonceptiva.

La tradición siempre ha estado supeditada a la reinvención, a cambiar para seguir igual, pero el Concilio Vaticano II se convocó en un momento en el que la necesidad de dicho cambio estaba a punto de volverse muy aguda.

Pero el hecho de que un momento llame a la reinvención no significa que un conjunto específico de reinvenciones vaya a tener éxito y ahora tenemos décadas de datos que justifican una segunda afirmación encapsuladora: El concilio fue un fracaso.

Este no es un análisis truculento ni reaccionario. El Concilio Vaticano II fracasó en los términos establecidos por sus propios defensores. Se suponía que iba a hacer a la Iglesia más dinámica, más atractiva para la gente moderna, más evangélica, menos cerrada, rancia y autorreferencial. No hizo nada de eso. La Iglesia decayó en todo el mundo desarrollado después del Concilio Vaticano II, con papas conservadores y liberales por igual, pero el declive fue más rápido donde la influencia del concilio fue más fuerte.

Se suponía que la nueva liturgia haría que los fieles se involucraran más con la misa; en cambio, los fieles comenzaron a dormir hasta tarde los domingos y a abandonar el catolicismo durante la Cuaresma. La Iglesia perdió buena parte de Europa ante el laicismo y buena parte de Latinoamérica ante el pentecostalismo, contextos y contrincantes muy distintos, pero con resultados de una similitud sorprendente.

Y en todo caso, el catolicismo posterior a la década de 1960 se volvió más introvertido que antes, más consumido por sus interminables batallas entre la derecha y la izquierda, y en la medida en que se relacionó con el mundo secular, fue en una mísera imitación, a través de música de guitarra de medio pelo, o teorías políticas que solo eran versiones disfrazadas de partidismo de izquierda o derecha o de feas iglesias modernas que diez años después de su construcción ya lucían anticuadas y vacías poco después.

No hay racionalización inteligente, ni esquema intelectual, ni propaganda vaticana sentenciosa, un típico documento reciente hace referencia al “sustento vital proporcionado por el concilio”, como si fuera la propia Eucaristía, que puede evadir su fría realidad.

Pero nadie puede eludir tampoco la tercera realidad: El concilio no se puede deshacer.

No con el tipo de autoridad papal que Juan Pablo II y Francisco trataron de ejercer —el primero para restaurar la tradición y el segundo para suprimirla— solo para verse frustrados por la ingobernabilidad de la Iglesia moderna. No con el tipo de culturas católicas densamente heredadas que todavía existían hasta mediados del siglo XX y cuyo subsecuente desplome, aunque inevitable hasta cierto punto, se aceleró sin duda por la propia iconoclasia interna de la Iglesia. No con la síntesis moral y doctrinal, sellada con la promesa de infalibilidad y coherencia, sobre la cual los conservadores de la iglesia se han pasado las dos últimas generaciones insistiendo en que todavía existe, pero que en la era franciscana ha demostrado ser tan inestable que esos mismos conservadores han acabado peleándose con el propio papa.

El trabajo del historiador francés Guillaume Cuchet, quien ha estudiado el impacto del Concilio Vaticano II en su nación otrora profundamente católica, sugiere que fue la escala y la velocidad de las reformas del concilio, más que cualquier sustancia particular, lo que rompió la lealtad católica y aceleró el declive de la Iglesia. Aunque los cambios del concilio no alteraran la doctrina de manera oficial, reescribir y renovar tantas oraciones y prácticas hizo inevitable que los católicos comunes se preguntaran por qué una autoridad que de manera repentina se declaraba equivocada en tantos frentes diferentes pudiera seguir siendo de fiar para hablar en nombre del propio Jesucristo.

Después de un impacto de esa magnitud, ¿qué tipo de síntesis o restauración es posible? Hoy, todos los católicos viven con esta interrogante, porque todas las facciones de la Iglesia están en tensión con alguna versión de la autoridad eclesiástica. Los tradicionalistas están en tensión con las políticas oficiales del Vaticano, los progresistas con sus enseñanzas tradicionales, los conservadores con el estilo liberador de Francisco, el papa mismo con el énfasis conservador en sus predecesores inmediatos. En ese sentido, todos nosotros somos hijos del Concilio Vaticano II, aunque lo critiquemos o lamentemos su existencia, o quizás nunca más que cuando lo hacemos.

Hay que partir desde donde se está. Las líneas de sanación corren a lo largo de las líneas de fractura; las heridas permanecen después de la resurrección y hasta el catolicismo que llegue —no hoy, pero algún día — derivado de un verdadero pos-Concilio Vaticano II seguirá estando marcado por las rupturas innecesarias creadas por su intento de una reforma necesaria.

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