Opinión: El caso de Blake Lively no es el único
La actriz Blake Lively no es alguien sobre quien tuviera una opinión de verdad antes de hace unos días, cuando apareció la noticia de que había presentado una demanda judicial por acoso sexual y represalias contra Justin Baldoni, su director y coprotagonista de Romper el círculo. Pero hace un tiempo vi un video en el que se mostraba hostil ante una periodista que hacía una referencia aparentemente inocua a su embarazo. Mi impresión fue que parecía un poco grosera e innecesariamente antagónica. Vi ese video por un artículo del Daily Mail en el que se sugería que la actriz se enfrentaba a una reacción violenta que, entonces no lo sabía, era supuestamente producto de una campaña de desprestigio de una empresa de relaciones públicas contratada por Baldoni para dañar la reputación de Lively y adelantarse a las acusaciones de ella sobre su comportamiento extremadamente inapropiado en el plató.
Gran parte de lo que sabemos sobre la vida de los famosos lo determinan los profesionales de las relaciones públicas, a quienes se paga generosamente para que creen y difundan historias favorecedoras para sus clientes y poco favorecedoras para sus supuestos enemigos. La gestión de la reputación es un gran negocio: el tiempo y los recursos que se gastan en Hollywood y Nueva York para pulir y proteger la imagen de una estrella pueden ser mayores que los que se gastan para proteger la reputación de algunos directores ejecutivos o senadores. También es un negocio despiadado. A menudo se tolera la deshonestidad, sobre la dudosa base de que el entretenimiento es una frivolidad y hay poco en juego, y cosas como el talento y la verdad pueden empañarse con el arte de la difamación.
Vi de cerca la fuerza bruta de las tácticas de relaciones públicas con famosos al principio de mi carrera, después de cofundar el sitio web Gawker en 2002 —que cubría sobre todo a neoyorquinos conocidos en el espíritu de la revista Spy, que había bautizado a Donald Trump como un tipo “ordinario de dedos cortos”— y de trabajar como freelance para la columna de chismes Page Six del New York Post. En los primeros meses de Gawker, a pesar de tener apenas unos 10.000 lectores al día, recibimos una carta de cese y desistimiento de Marty Singer, un abogado famoso del mundo del espectáculo que insistió en que retiráramos un artículo poco halagador sobre uno de sus clientes. La amenaza no llegó a ninguna parte porque no habíamos publicado la historia, sino que nos habíamos limitado a enlazarla. Eran los primeros tiempos de internet, y mucha gente no entendía cómo funcionaban los hipervínculos. Incluso ahora no tengo claro si su empresa lo entendía del todo, pero envió la carta de cese y desistimiento para intentar intimidarnos de todos modos.
En Page Six, el aparato de relaciones públicas de bloquear y atacar era aún más evidente porque la industria del chisme está muy entrelazada con los famosos. Los agentes de relaciones públicas no se limitaban a defender a sus clientes, sino que intentaban plantar historias favorecedoras, deshacer las que no lo eran o enfrentar a los famosos entre sí para desviar la atención.
La mayoría de los artículos sembrados eran bastante inofensivos: el avistamiento de un famoso en un restaurante de lujo o una nota sobre lo que llevaba puesto un famoso. Otras eran más estratégicas, y a veces los publicistas intentaban negociar una cobertura más favorecedora de un cliente al ofrecer una primicia sobre otro o pasar un dato sobre el rival de un cliente.
A veces, los publicistas utilizaban el acceso a los famosos como palanca. Una vez, una poderosa publicista neoyorquina se enfadó tanto porque el encargado de una columna no quería renunciar a publicar una historia sobre una amiga y antiguo interés amoroso, que amenazó con impedir que los miembros de la plantilla de la publicación asistieran a todos sus actos de alto nivel. En represalia, el columnista al que amenazó publicó un salaz artículo sobre ella, aunque no la menciona por nombre, y calificó sus fiestas de “horribles”.
Nadie es más sensible a la creación de imagen y la gestión de la reputación de los famosos que las mismas celebridades. Una vez estuve en una mesa redonda con el actor Alec Baldwin en el Festival Internacional de Cine de los Hamptons para un documental que trataba en parte sobre Gawker, y más o menos me atacó en el escenario porque estaba resentido por un artículo que el sitio publicó años después de que yo lo dejara, en el que se informaba que había llamado en un airado mensaje de voz “cerda” a su hija Ireland, quien entonces tenía 11 años.
Sugirió que los periodistas del espectáculo eran sanguijuelas empeñadas en invadir su intimidad y que él intentaba mantenerse alejado de los focos. Me reí porque, en mi opinión, era evidente que no era cierto. Baldwin y otras estrellas aparecían con regularidad en Page Six, a menudo porque los publicistas de famosos llamaban para plantar historias halagadoras sobre ellos. (Su esposa, Hilaria Baldwin, antigua corresponsal de estilo de vida de Extra, un programa sobre famosos de Hollywood, reconoció conmigo, en una cena tras un panel, que esto ocurría, pero sugirió que sus agentes de relaciones públicas lo hacían sin su conocimiento).
Ahora que hay tanta gestión de la reputación en las plataformas de las redes sociales y en otros lugares de internet, las fuentes de información —y, en última instancia, la verdad y las mentiras fabricadas sobre una celebridad— son más difíciles de distinguir.
Se acusa a la empresa de relaciones públicas de Baldoni de aprovecharse de ello en su nombre mediante publicaciones coordinadas en varias plataformas. Supuestamente utilizaron una técnica llamada astroturfing, en la que utilizaron cuentas de redes sociales para crear la impresión de que era difícil trabajar con Lively y de que ella traicionaba al feminismo de alguna manera, al tiempo que exaltaban las credenciales de Baldoni como feminista autoproclamado que se preocupaba por prevenir la violencia doméstica. Y su empresa de relaciones públicas tuvo mucho éxito hasta que la denuncia judicial de Lively expuso la supuesta campaña de difamación. Las finanzas de la actriz resultaron afectadas, y también su reputación. (El abogado de Baldoni dijo en una declaración al Times que las acusaciones de una campaña de desprestigio eran “rotundamente falsas”).
¿Por qué a veces estas técnicas son tan perjudiciales? Los famosos, y los actores en particular, trafican con la narrativa. La gente quiere saber de ellos porque los ven representar dramas humanos en la pantalla y sienten que pueden relacionarse con ellos. Los espectadores desarrollan con ellos lo que los psicólogos sociales denominan relaciones parasociales: relaciones unidireccionales en las que la gente se identifica con otra persona y siente que entiende al otro, quien, por decirlo sin rodeos, no sabe que ellos existen. Creen saber algo sobre quién es un famoso porque se relacionan con los personajes que ha interpretado, y sienten verdadera curiosidad por la vida de los actores más allá de sus papeles en la pantalla. Los famosos se enfrentan a esta situación contratando agentes de relaciones públicas para que gestionen su reputación o simplemente manteniendo un perfil bajo.
Para estrellas como Lively y su marido, el actor Ryan Reynolds, controlar su imagen pública es una necesidad porque la forma en que la gente los percibe afecta directamente al éxito de su trabajo. No son solo personas que tienen un trabajo en el mundo del espectáculo; son marcas. La maquinaria para proteger o desprestigiar esas marcas suele ser tan o más amplia que la de las grandes empresas de alto perfil, en parte porque la gente se relaciona con las estrellas de forma muy personal de un modo que no se relaciona con las instituciones o los productos.
Mi hijo de 9 años juega a un videojuego llamado Fortnite y le encantó descubrir que Reynolds salía de un cajero automático en el juego, porque piensa que Reynolds es divertidísimo y simpático. (Estoy de acuerdo, pero no lo conozco personalmente, y esto podría ser obra de muy buenos agentes de relaciones públicas y de una relación parasocial generalmente positiva). Estas relaciones parasociales son cruciales para el negocio de Hollywood, donde un actor popular puede hacer que una película de gran presupuesto triunfe o fracase.
En este sentido, Lively tenía otra cosa en su contra: la línea particular que las mujeres tienen que caminar ante el público. Deben ser simpáticas de una forma que los hombres no tienen que serlo. Probablemente dice algo positivo de ella que lo peor que la empresa de relaciones públicas de Baldoni pudo producir para difamarla fueran clips y publicaciones en las redes sociales que sugerían que era antipática y criticaban su postura y su tono, lo cual es fácil de hacer con cualquier mujer de alto perfil, especialmente con quien ha sido entrevistada cientos de veces. Todo el mundo tiene un mal día o un video que puede resultar poco favorecedor fuera de contexto. Si tienes una impresión de Lively y en general es negativa, puede deberse a que, como yo, viste uno de esos clips y la extensa campaña que puso esos clips delante de ti fue invisible para ti.
Las acusaciones que Lively hace en su denuncia son escalofriantes. Entre otras cosas, afirma que Baldoni insistió en que interpretara escenas de sexo que no formaban parte del guion, la tocó y besó sin su consentimiento, sugirió que estaba demasiado gorda y vieja para interpretar el papel y le pidió absurdamente que se desnudara para una escena en la que da a luz a un bebé porque Lively dijo que él insistió en que eso es lo que hacen las mujeres cuando dan a luz. (Por cierto, Lively es madre de cuatro hijos. No ignora exactamente cómo es ese proceso).
Lively lidió detrás de las cámaras con todo lo que asegura que pasó, y lo irónico es que tú y yo no sabríamos nada de eso si Baldoni no hubiera supuestamente intentado dañar su reputación y lo hubiera conseguido, momento en el que ella sintió que no tenía más remedio que demandarlo y hacer público el caso.
La denuncia en sí es un tipo de gestión de la reputación, mucho más eficaz que una campaña de astroturfing porque es transparente. Sabes quién hace las acusaciones y por qué. Sabes que un tribunal evaluará hechos y pruebas, no solo chismes virales e historias inventadas sobre un famoso específico, a menudo creadas por personas a las que nunca ves. Sabes que el veredicto no puede ser anulado simplemente por la guerra digital subterránea de los ejecutivos de relaciones públicas. Y sabes que, al final, la reputación de todas las partes no se basará en la imagen de los famosos, sino en algo mucho más cercano a la verdad.
Elizabeth Spiers, colaboradora de Opinión, es periodista y estratega de medios digitales.
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