Opinión: Por qué ayudamos a los yazidíes estadounidenses a obtener justicia

El Estado Islámico (EI) fue una de las organizaciones más brutales de la historia moderna. En su apogeo, ejerció control sobre un territorio del tamaño del Reino Unido, reclutó decenas de miles de combatientes y realizó o inspiró ataques en más de una veintena de países. Se valió de una red de financiadores para llevar a cabo estas ambiciones globales. Pero la mayoría de los miembros de esa red aún no responden ante la justicia, y la mayoría de las víctimas del EI todavía no reciben una compensación por sus pérdidas.

Es por eso que presentamos una demanda federal la semana pasada en representación de más de 400 miembros de la comunidad yazidí, una minoría religiosa sistemáticamente perseguida por el Estado Islámico, para garantizar la rendición de cuentas del conglomerado internacional que le pagó millones de dólares al EI mientras este cometía un genocidio bien documentado contra la comunidad.

Con demasiada frecuencia, las entidades privadas eluden la responsabilidad de potenciar conflictos en todo el mundo y las víctimas batallan para ser compensadas por la violencia que estos produjeron, incluso violencia genocida. Esto solo puede cambiar si todos los cómplices de delitos internacionales son llevados ante la justicia por su implicación en esas atrocidades, incluso a través de casos como este, que interponen sus víctimas.

El mundo se enteró de la lucha de los yazidíes gracias al valiente activismo de nuestra demandante principal, la premio Nobel Nadia Murad, quien tenía 21 años cuando el Estado Islámico invadió su pueblo natal, en agosto de 2014, asesinó a miles de hombres, violó a niñas y desplazó a su comunidad tan unida en el norte de Irak. Murad fue secuestrada, vendida como esclava sexual y víctima de abuso por parte de 12 agresores del EI a lo largo de varias semanas. Muchos de sus familiares, incluida su madre y sus seis hermanos, fueron asesinados. Su sobrina y su sobrino pequeños siguen desaparecidos.

Por desgracia, la experiencia de Murad la comparten muchas otras personas, incluidos otros demandantes en nuestro caso. A casi 10 años del suceso, más de 200.000 yazidíes siguen viviendo en condición de desplazados internos, muchos de ellos en campamentos precarios. Pero este grupo ha tenido poca esperanza de recibir una compensación significativa por las heridas que sufrió a manos del Estado Islámico… hasta ahora.

Murad pertenece a un grupo de más de 400 yazidíes estadounidenses que están demandando a la compañía francesa Lafarge, una de las empresas cementeras más grandes del mundo. El año pasado, Lafarge (ahora subsidiaria del Grupo Holcim con sede en Suiza) se declaró culpable en Estados Unidos de conspirar para suministrar material de apoyo al EI. Lafarge y su filial siria que operaba una fábrica de cemento en Siria admitieron haber sido parte de una conspiración ilícita con el fin de pagarle al Estado Islámico y al Frente al Nusra, otra organización extranjera tipificada como terrorista por Estados Unidos, casi 6 millones de dólares a cambio de varios beneficios, entre ellos, que el Estado Islámico acabara con su competencia, ya sea con el bloqueo o con el cobro de impuestos a las importaciones de empresas cementeras rivales. Lafarge no solo le proporcionaba dinero al grupo; también facilitó el hormigón que se dice que el Estado Islámico usó para construir los túneles subterráneos en los que retenía y torturaba a rehenes yazidíes y de Occidente. Todo esto constituía un delito bajo la ley estadounidense, y la empresa lo sabía.

El trato con el diablo que hizo Lafarge se concretó justo cuando las tácticas del grupo eran más brutales y públicas. Lafarge admitió haber empezado a pagarle al Estado Islámico desde agosto de 2013, el mismo mes en que el grupo secuestró a una trabajadora humanitaria estadounidense, Kayla Mueller. Un año después, mientras el EI invadía aldeas yazidíes en Sinyar, Irak, Lafarge intensificó su apoyo al aceptar concederle a la organización terrorista un porcentaje de los ingresos de su fábrica en Siria.

El 5 de agosto de 2014, tan solo dos días después de que la invasión de Sinyar se hizo noticia a nivel mundial, el representante de Lafarge le compartió a un ejecutivo de la compañía un borrador del contrato en el que se estipulaba esta repartición de ingresos. Esa misma semana, mientras el entonces presidente Barack Obama anunciaba que se emprenderían ataques dirigidos contra el Estado Islámico para evitar un genocidio de los yazidíes, Lafarge confirmó que estaba de acuerdo con los términos del convenio. El 15 de agosto, mientras el pueblo de Murad era atacado por convoyes del EI, y su madre y sus hermanos eran ejecutados, la empresa accedió a la petición del Estado Islámico de hacer más atractivo el acuerdo, por lo que le cedió el 25 por ciento del valor de sus materias primas, así como el 10 por ciento de su cemento.

Además, cuando el EI publicó videos de las decapitaciones de los periodistas estadounidenses James Foley y Steven Sotloff y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas advirtió que cualquier trato comercial con el grupo sería equivalente a “apoyar sus actividades terroristas futuras”, Lafarge finalizó el acuerdo. Desde entonces, admitió que los pagos continuaron durante meses tras el inicio del genocidio.

En 2022, cuando Lafarge se declaró culpable de conspirar para suministrar material de apoyo a una organización terrorista, fue la primera vez que el gobierno de Estados Unidos había llevado a juicio a una corporación por ese delito. La empresa reconoció su conducta ilegal y fue castigada con sanciones de más de 777 millones de dólares.

Sin embrago, a las víctimas del Estado Islámico nunca se les dio la oportunidad de ser escuchadas, y ninguna parte de la sanción pecuniaria que la empresa pagó al Departamento de Justicia se ha usado para compensarlas. Le pedimos al fiscal general Merrick Garland que ejerza su facultad discrecional para remediar esta injusticia y garantizar que esos fondos se usen para compensar a las personas que sufrieron la brutalidad del EI. Las víctimas también deberían tener acceso al embargo que hizo el Departamento de Justicia de las cuentas de criptomonedas de tres organizaciones terroristas, el decomiso más grande de su historia.

Cuando Lafarge fue llevada a juicio en Estados Unidos, el subdirector del FBI en aquel entonces declaró que esto “debería servir como ejemplo para los demás”. Y aunque la responsabilidad jurídica casi siempre sigue siendo frágil, cada vez más entidades privadas son obligadas a rendir cuentas. En 2014, el banco francés BNP Paribas pagó una multa de casi 9000 millones de dólares por violar sanciones impuestas a Sudán, Irán y Cuba y está bajo investigación por acusaciones de complicidad en crímenes de guerra en Sudán. Un tribunal en Dinamarca declaró culpable a la proveedora de combustible Dan Bunkering por violar sanciones internacionales al vender 101 millones de dólares en combustible para aviones a dos empresas rusas activas en Siria. The Castel Group, un conglomerado francés de bebidas, está siendo investigado por su posible complicidad en crímenes de guerra cometidos en la República Centroafricana.

Las corporaciones ya no pueden creer que lograrán lavarse las manos por abusos a los derechos humanos cometidos por filiales en el extranjero. Pero aún es difícil hacer justicia con recursos legales y se debe priorizar el derecho de las víctimas al desagravio.

Este mes, mientras celebramos el 75 aniversario de la adopción de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, las guerras y las atrocidades continúan en todo el mundo. Es más importante que nunca demostrar que se puede obligar a los actores privados que atizan las llamas de la violencia a rendir cuentas —y que las víctimas pueden obtener justicia— sin importar el tiempo que tarde.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company