Opinión: El alto riesgo de la baja calidad

EL FUNDADOR DE PATAGONIA YVON CHOUINARD HABLA SOBRE EL PRECIO QUE PAGAMOS POR LO BARATO.

Hace más de 50 años, mi mujer, Malinda, y yo compramos un cuchillo de acero al carbono que todavía utilizamos. Es probable que lo hereden varias generaciones. Comparémoslo con los cuchillos de acero inoxidable que quizá no se oxiden, pero que no mantienen el filo para cortar un tomate.

Los productos baratos, elaborados con procesos de baja calidad y que se desechan con rapidez, están matando a la gente y al planeta.

Desde 1999, los humanos hemos superado por mucho (por miles de millones de toneladas métricas) la cantidad de recursos de la Tierra que según el cálculo de los científicos podemos utilizar de manera sostenible. El culpable: nuestro consumo excesivo de cosas, desde herramientas de mala calidad hasta moda rápida que un día todos quieren y al siguiente es basura.

La obsesión por los inventos tecnológicos más recientes impulsa la minería a cielo abierto de minerales preciosos. La demanda de caucho continúa diezmando las selvas tropicales. La transformación de estas y otras materias primas en productos para el consumidor libera una quinta parte de todas las emisiones de carbono.

La desigualdad mundial que beneficia a algunos y persiste para la mayoría, garantiza que algunas de las personas más pobres y de los lugares más vulnerables paguen los costos sociales y ambientales del comercio internacional. Las investigaciones vinculan la demanda de bienes en Europa Occidental y Estados Unidos con la muerte prematura de más de 100.000 personas en China debido a la contaminación industrial del aire.

Y la gente sigue comprando chatarra. En un mundo en el que a menudo es más barato sustituir los bienes que repararlos, hemos pasado de una sociedad de propietarios cuidadores a otra de consumidores.

Los fabricantes y las marcas deben cargar con gran parte de la culpa. Aumentan las ventas al limitar a propósito la vida útil de pilas, focos, lavadoras, etc., mediante la obsolescencia programada. Algunos incorporan desde el inicio la pérdida de calidad, con lo que degradan los materiales poco a poco para ahorrar dinero y engañan a los clientes para que compren algo cada vez peor, aunque la etiqueta siga siendo la misma. El resultado es que productos que podrían haber durado toda la vida, o incluso generaciones, acaban en los vertederos de basura.

Esto perjudica sobre todo a los consumidores de bajos ingresos. Los ricos pueden pagar más por la producción artesanal, pero como dice el refrán, los pobres no pueden permitirse productos baratos. El novelista Terry Pratchett captó el problema en su “teoría de las botas” de la socioeconomía: “Un hombre que podía darse el lujo de gastar 50 dólares tenía un par de botas que le seguirían manteniendo los pies secos dentro de diez años, mientras que un pobre que solo podía permitirse unas botas baratas se habría gastado 100 dólares en botas en el mismo tiempo y aun así seguiría con los pies mojados”.

Conozco de primera mano lo que está en juego con la baja calidad. Cuando empecé a fabricar material de alpinismo y a venderlo desde el maletero de mi auto en los años cincuenta, yo mismo era mi mejor cliente. Mis fieles compañeros de escalada y yo queríamos poleas más fuertes y mosquetones más resistentes para sostenernos mientras colgábamos a miles de metros sobre el suelo del valle de Yosemite. Si el metal fuera demasiado blando o la unión demasiado débil, la caída me habría matado a mí o a alguno de mis amigos.

Quería seguir vivo, así que opté por la calidad en todo momento, lo cual me llevó a crear productos sencillos, versátiles y fabricados con los materiales más ligeros y resistentes que pude encontrar. Y no quería desfigurar los lugares salvajes y hermosos que amaba, así que me puse creativo y diseñé nuevos equipos que no dejaran cicatrices en las rocas.

Hasta la fecha, algunos de los artículos más populares que fabrica Patagonia se diseñaron en los años setenta y ochenta; se trata de productos básicos que seguimos perfeccionando. La empresa que fundé cumple 50 años este año. La gente me pregunta cómo ha podido mantenerse tanto tiempo cuando la vida promedio de una empresa es de menos de 20 años. Yo les digo que se debe a nuestro implacable interés por la calidad, que incluye hacer cosas duraderas y que causen el menor daño posible a nuestro planeta.

Muchos escépticos me decían que nunca tendríamos ganancias. Pensaban que estábamos locos por reparar nuestros propios equipos y exhortar a nuestros clientes a comprar menos. Decían que nuestra atención a la calidad aumentaría los precios y haría que nuestros productos fueran incosteables.

Pero los detractores se equivocaron. Algunos de nuestros clientes más fieles aún viven en una camioneta y ahorran para comprar uno de nuestros abrigos, pues saben que no tendrán que cambiarlo en una década o más. Y los productos duraderos crean mercados de segunda mano para prendas y equipos más baratos a los que les quedan muchos años de buen uso.

La calidad es un negocio inteligente. Ni en tiempos de crisis económica, la gente deja de gastar. Según nuestra experiencia, en lugar de querer más, valoran lo mejor. Los consumidores deben exigir (y las empresas ofrecer) productos más duraderos, multifuncionales y, sobre todo, responsables con la sociedad y el medioambiente.

Los gobiernos también deben hacer su parte. Necesitamos una revolución nacional en torno a la calidad, respaldada por políticas y legislación que den prioridad a las materias primas más sostenibles y a las mejores prácticas de fabricación.

No podemos eliminar todas las amenazas medioambientales de la noche a la mañana, pero podemos eliminar a algunos de los peores infractores mediante la imposición de aranceles elevados a las importaciones de mala calidad. Sabemos que tenemos que dejar de utilizar combustibles fósiles, pero ¿por dónde empezamos? Empecemos por prohibir las importaciones de petróleo de zonas como la Amazonia, las arenas bituminosas de Alberta y los pantanos del sureste de Nigeria, uno de los lugares más contaminados del planeta.

Debemos basarnos en el trabajo de la Ley de Reducción de la Inflación para reordenar nuestro sistema de impuestos e incentivos en torno a lo que es más importante: los productos y un planeta que pueda sobrevivir a largo plazo. Sabemos que tenemos que reducir la huella de carbono de la industria, así que empecemos por gravar industrias como la del vestido y la producción del acero en función de sus emisiones. En este momento, en la agricultura y la producción de energía, el gobierno subsidia algunos de los métodos más perjudiciales desde el punto de vista ecológico para fabricar nuestros alimentos y otras fuentes de energía en nuestra vida. Reconozcamos que el etanol de maíz no es ecológico y que es una fuente irresponsable de energía. Desgasta la valiosa capa superior del suelo y el agua, contamina nuestros océanos y ¡contribuye más al cambio climático que la gasolina!

Una revolución de la calidad requerirá un cambio masivo, pero ya se ha hecho antes. Al principio de la Segunda Guerra Mundial, Japón era conocido por fabricar productos frágiles y baratos. Pero en 1950, un estadístico estadounidense llamado W. Edwards Deming introdujo un nuevo sistema que hacía hincapié en la constancia, la mejora continua y la importancia de abastecerse de los mejores materiales. Sus principios convirtieron a Japón en un referente manufacturero, pero no prosperaron en su país de origen. Frustrado por el desinterés de las empresas estadounidenses por sus métodos, Deming le dijo a un periodista que le gustaría ser recordado “como alguien que pasó su vida tratando de evitar el suicidio de Estados Unidos”.

Si somos capaces de hacer que la calidad sea la clave para vivir de forma más responsable, y elegir el cuchillo de acero al carbono que dura décadas en lugar de los que hay que sustituir cada año, quizá consigamos conservar lo único que no podemos tirar: la Tierra.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2023 The New York Times Company