Opinión: Esta no es la China que recuerdo

Esta no es la China que recuerdo.
Esta no es la China que recuerdo.

EL ORGULLO CHINO Y EL TRIUNFALISMO HAN DADO LUGAR AL MALESTAR EN LA ERA POSTERIOR AL COVID.

SHANGHÁI — En 1979, mi madre sacó un curita en un hospital de Nankín. Las enfermeras se reunieron a su alrededor, asombradas. “¡Occidente lo tiene todo!”, exclamaron.

Estábamos de visita familiar en China, donde mis parientes de Shanghái quedaron igualmente asombrados por nuestra excelente dentadura y nuestra abundante grasa corporal, por no hablar de nuestras descripciones de los lavavajillas, refrigeradores y aparatos de aire acondicionado estadounidenses. Y con el asombro general vino el tratamiento VIP. Los anfitriones sacaron botellas de refresco de naranja costoso que mezclaron libremente con cerveza caliente costosa. No podíamos evitar beber esto como tampoco podíamos evitar a nuestro “guía” asignado por el gobierno, cuyo trabajo consistía en vigilar estrictamente a los visitantes como nosotros. Familiares o no, éramos extranjeros.

Volví para enseñar inglés en el Instituto Minero de Shandong en 1981. Mis alumnos eran ingenieros de minas de carbón que se preparaban para estudiar en el extranjero y traer consigo técnicas de minería más seguras. Yo era su “experta extranjera”. Como tal, no solo tenía un retrete para sentarme en el departamento que me habían proporcionado, sino también un suministro de agua caliente, un lujo inaudito. Mi “ayi”, o ama de llaves, encendía un fuego bajo una cubeta de agua en el tejado y, cuando estaba listo, giraba la manivela del grifo de mi bañera.

Después de clase, mis alumnos sacaban taburetes a la cancha de baloncesto donde, cada uno mirando en una dirección distinta, se sentaban a estudiar durante horas y horas. Amaban a su país y querían hacerlo fuerte, por lo que estaban agradecidos con los occidentales como yo. Por extranjeros que fuéramos, éramos una ayuda.

Décadas más tarde, llegó una China en pleno auge. En mis numerosas visitas a lo largo de los años —como profesora, como artista visitante y como turista— el personal de los hoteles de Shanghái siempre me había devuelto mi tarjeta de crédito con las dos manos, una inclinación de cabeza y una sonrisa. Pero desde que un cuarto de las grúas de construcción del mundo, que supuestamente llegaron a la ciudad durante los años de auge en China, empezaron a erigir rascacielos en los que habían sido campos de arroz, las actitudes cambiaron. Ahora, me devolvían la tarjeta de crédito con una mano; la recepcionista apenas levantaba la vista. Mis parientes también dejaron de pedirme que les trajera productos estadounidenses. “China lo tiene todo”, decían entonces. Como muchos, proclamaban con orgullo que el siglo XX fue de Estados Unidos; el XXI, de China.

Hoy en día, rara vez se oye ese tono triunfalista. En cambio, se habla de una pérdida de confianza en el gobierno chino. La gente sigue estando orgullosa de su ciudad, que ahora presume de una comida excelente y cosmopolita y de calles impecables. Hay nuevos y enormes centros deportivos con pistas de tenis y surf de remo, y una playa artificial de arena rosa. Además, la ciudad es mucho más verde que hace años. Por todas partes florecen magnolios y cerezos, e incluso se han creado jardines en las franjas bajo las autopistas. Y gracias a las cámaras de seguridad omnipresentes, Shanghái es espectacularmente segura.

Sin embargo, bajo la superficie se esconde una sensación de malestar. En esta famosa ciudad cosmopolita, hay extrañamente pocos extranjeros en comparación con los que había antes, pues muchos se fueron debido a las políticas asfixiantes durante la pandemia o porque las empresas internacionales han retirado a su personal, o por otras razones. Las tiendas de ropa están vacías y muchos otros comercios han cerrado. El distrito comercial de Nanjing West Road, antes un mar de seres humanos, está peculiarmente despoblado.

Los shanghaineses siguen indignados por haber sido confinados durante dos meses en la primavera de 2022 para frenar un aumento de los casos de COVID-19 sin apenas tiempo para prepararse. La escasez de productos básicos era tal que el Tylenol se vendía por pastillas. Y tan severas fueron las políticas, incluso después del confinamiento, que los residentes salieron a las calles para manifestarse.

Pero para muchos, la debacle de la pandemia no hizo más que coronar una serie de desatinos gubernamentales que comenzaron cuando el primer ministro Li Keqiang instó a los jóvenes a abrir sus propios negocios en 2014. Este y otros pasos en falso costaron a oleadas de personas los ahorros de toda su vida, y muchos chinos culpan ahora a la ineptitud y el comportamiento errático del gobierno por provocar un estancamiento en la economía. Como dice un amigo shanghainés, el gobierno hizo girar a China una y otra vez hasta que, como los autos que giran, los motores de la gente se pararon y sus ruedas se bloquearon.

El resultado ha sido una caída tan pronunciada e implacable de los precios inmobiliarios que las personas mayores, como los padres de mi amigo, no pueden vender sus departamentos para pagar la residencia de ancianos o servicios de asistencia. Y no son los únicos afectados por la crisis. Los médicos se encuentran en apuros —muchos pacientes no tienen dinero para operaciones—, mientras que los empresarios se cruzan de brazos, poco dispuestos a hacer inversiones en un entorno tan impredecible. Muchos licenciados universitarios, enfrentados a un mercado laboral sombrío, están abandonando los estudios, o “tirados”, como se dice en China. Al parecer, ni siquiera los niños en edad escolar se han librado del desánimo general. Como observó un profesor con el que hablé, cuando la sociedad está enferma, los niños pagan el precio. Demasiados padres conocen a un niño que ha tenido que dejar la escuela por depresión.

Por supuesto, Occidente es el chivo expiatorio de todo esto —por haberse opuesto, dicen, al ascenso de China—, al igual que el otro enemigo favorito de China, Japón, cuya brutal invasión y posterior ocupación de China en la década de 1930 todavía escuece. (Una secuencia de video con imágenes generadas por computadora que mostraron en mi clase de “spinning” más reciente en Shanghái, mostraba enormes coronavirus llenos de templos japoneses).

Sin importar a quién se culpe, la emigración está al alza. Según cifras de la ONU, más de 310.000 chinos abandonaron el país en cada uno de los dos últimos años, un aumento del 62 por ciento respecto al promedio anterior de casi 191.000 al año durante la década que culminó en 2019. Aquellos en Shanghái con medios para hacerlo hablan sin cesar de “huir”, incluso a países oficialmente denostados como Estados Unidos.

Esto no siempre es una respuesta. Una amiga mía ha vuelto a China para quedarse, tras haber pasado seis años cursando estudios de posgrado en Boston, pues dice que extrañaba la calidez de la vida familiar china. Y nadie se hace ilusiones sobre la dificultad de establecerse en otro país. En China, se habla de toda una nueva clase de emigrantes, mujeres que han abandonado carreras de alto nivel para acompañar a sus hijos a Estados Unidos con la suficiente antelación para que puedan asimilarse, en el mejor de los casos, en la escuela secundaria o la preparatoria. En cuanto a los frutos de su sacrificio, es demasiado pronto para saber si los habrá. ¿Podrán realmente convertirse en occidentales? ¿Se convertirán ellos —como yo décadas antes— en los extranjeros?

Las cosas en China podrían cambiar. Los “tirados” no están dormidos. Están observando y algún día podrían levantarse. Pero mientras tanto, la gente en Shanghái está simplemente, como dicen, “xin lei”: Su corazón está cansado.

Este artículo apareció originalmente en The New York Times.

c.2024 The New York Times Company