El olor a muerte de una tarde de verano en mi patria

La policía ucraniana saca el cuerpo de un hombre de 60 años de su casa en Lisichansk, Ucrania, el 24 de mayo de 2022. (Finbarr O'Reilly/The New York Times)
La policía ucraniana saca el cuerpo de un hombre de 60 años de su casa en Lisichansk, Ucrania, el 24 de mayo de 2022. (Finbarr O'Reilly/The New York Times)

LISICHANSK, Ucrania — Había una fosa común con 300 personas y yo estaba parada al borde. Las bolsas blancuzcas con cuerpos estaban apiladas en el agujero, expuestas. Un momento antes, yo era una persona diferente, alguien que nunca había olido el aire que ha pasado por encima de los muertos en una agradable tarde veraniega.

A mediados de junio, esos cuerpos no estaban ni cerca de ser un conteo total de civiles asesinados por los bombardeos durante los dos meses anteriores en la zona ubicada alrededor de la ciudad industrial de Lisichansk. Tan solo eran “los que no tenían quién los pudiera enterrar en un jardín o un patio trasero”, comentó un soldado con indiferencia.

El soldado encendió un cigarro mientras mirábamos la tumba.

El humo ocultó el olor.

Fue extraño tener un momento así para detenerme, observar y reflexionar mientras reportaba desde la región oriental del Donbás en Ucrania. Sin embargo, ese día, los soldados ucranianos estaban contentos después de haber entregado paquetes de comida y otros productos a civiles locales, así que se ofrecieron a llevar a los reporteros de The New York Times a otro sitio que creyeron que debíamos ver: la fosa común.

Después de dejar el sitio, fui tan inocente como para creer que la presencia palpable de la muerte en el aire no podría seguirme a casa —más allá de los caminos y puestos de control que separan las tumbas en la región del Donbás— con mis seres queridos al occidente de Ucrania.

Estaba equivocada.

Un soldado ucraniano en una fosa común en las colinas desde donde se observa Lisichansk, Ucrania, el 16 de junio de 2022. (Tyler Hicks/The New York Times)
Un soldado ucraniano en una fosa común en las colinas desde donde se observa Lisichansk, Ucrania, el 16 de junio de 2022. (Tyler Hicks/The New York Times)

Había regresado a Kiev, la capital, a un pequeño apartamento que había estado rentando, y estaba lavando mi ropa para quitarle el humo y el polvo del frente de batalla cuando mi mejor amiga, Yulia, me escribió un mensaje de texto: había perdido a su primo, un soldado, que estaba luchando al este del país.

Pronto, iba a tener que estar parada frente a otra tumba.

Fue una experiencia con la que muchos ucranianos están familiarizados. A cinco meses del inicio de la invasión a gran escala de los rusos, los frentes de batalla significan poco. Los ataques con misiles y las noticias de muerte y bajas han manchado casi todas las partes del país como un veneno.

El primo de Yulia, Serhiy, servía en un batallón de ataque aéreo alrededor de la ciudad de Izium, al este del país. Unas horas antes de morir, el último mensaje que envió fue a su madre, Halyna: un emoticono de un ramo de flores. Luego condujo hasta la zona de combate en el frente de batalla, donde fue alcanzado por una metralleta rusa.

En la región del Donbás, estas tragedias son el telón de fondo de la existencia cotidiana y aumentan en cantidades que parecen inconcebibles, aunque te rodeen por completo, una realidad inescapable que se siente como el aire mismo en los pulmones.

Las personas que viven en las regiones del frente de batalla no tienen la posibilidad de una catarsis. Más bien, parecen abrumadas por la vastedad de lo que está pasando a su alrededor, como si fuera una amenaza existencial demasiado grande como para hacer algo al respecto. Así que esperan aletargadas un resultado que a menudo parece inevitable, hipnotizadas por la indecisión, y todo esto suele suceder mientras olvidan que están en peligro directo.

La cadena de ataques con misiles que ocurrió en medio del verano en ciudades lejos de la lucha en el este y el sur del país tan solo ha empezado y ha convertido las noticias diarias de civiles asesinados en una pesadilla: personas que no lo esperaban —entre ellas niños— echas añicos por explosiones o quemadas dentro de centros comerciales y centros médicos en plena luz del día. Nos dejaron un fuerte nudo en el estómago, pero todavía no se habían transformado en algo casi genético, un terror que pasará a los hijos de los sobrevivientes de esta guerra.

Otra pesadilla, una privada, se encontraba en el ataúd de Serhiy, el cual estaba cerrado para que la familia no viera sus heridas. Proclamó la llegada de la guerra a Lishchn, una aldea que parece de sello postal, ubicada al noroeste de Ucrania de donde proviene la familia de Yulia. No se escuchó el ruido seco de la artillería ni el aullido de un misil, tan solo el zumbido silencioso de una procesión funeral.

Gracias a los soldados como Serhiy que están peleando en el frente de batalla, los habitantes del pueblo aún tenían su presente y su futuro, distorsionados a causa de la guerra, pero asegurados. Por eso, la mañana de ese sábado, cientos de ellos llegaron al patio de los padres de Serhiy para compartir el peso de su dolor y dar una larga caminata de despedida con la familia.

Yo ya había presenciado estas ceremonias en mi trabajo como periodista, pero desde la seguridad de la distancia emocional de una fuereña. Sin embargo, ese día, ahí estaba Yulia, estremeciéndose en el viento. Entonces, rodeé con el brazo a mi mejor amiga, y me acerqué al dolor en carne viva de una persona como nunca antes.

Unas horas más tarde, cuando terminaron los rezos, Halyna ya no podía llorar. Tan solo le hablaba en voz baja a su hijo, de la misma manera que lo hizo hace más de 30 años, cuando era un recién nacido, con el rostro tan diminuto en la cuna como el rostro de la fotografía en el funeral del hombre uniformado que sonreía mientras sostenía un lanzamisiles.

Por último, realizamos la larga caminata para llevar a Serhiy del patio de la familia a su tumba.

Cientos de personas caminaron con los padres de Serhiy a través de su pueblo natal. Había una tienda donde tal vez compró sus primeros cigarros y un lago donde probablemente nadó después de escapar de la escuela con sus amigos.

Las experiencias de la vida de Serhiy parecían esconderse en cada uno de los rincones de su pueblo. Esto hizo que la caminata se sintiera insoportablemente larga.

Ese día, sentí que mis pasos estaban en sincronía con el dolor de una familia… pero no de solo una. Hay muchas más en esta guerra, cuyo final pareciera no estar ni cerca de llegar.

Fue difícil evitar que mis pensamientos divagaran de nuevo por los campos de trigo del Donbás, hasta la profunda fosa común de Lisichansk.

No había nadie ahí presente para llorarlos. Después de que los rusos se apoderaron de la ciudad durante el último día de junio, es probable que a las 300 bolsas a las que los soldados ucranianos les pegaron las etiquetas con los nombres de los cuerpos se les hayan sumado muchas más, anónimas. No obstante, supuse que alguien en algún lado los estaba llorando en silencio.

Ahora, mientras escribo esto, otras personas están pasando por esos mismos caminos de remembranza y pérdida en toda Ucrania: en callejones de ciudades y campos de trigo, encima de escombros y vidrios rotos, a través de las estepas orientales, los bosques occidentales, los pueblos liberados, las trincheras y las ciudades ensangrentadas al borde del frente de batalla.

Más adelante, algunos de nosotros tendremos una tarde soleada donde podamos detenernos y tomarle la mano a un ser querido, y así dejar ir todo, incluso a todos los que perdimos a causa de la guerra.

Pero, ¿cuán larga es la caminata hasta allá?

© 2022 The New York Times Company