Dos niños, una balacera y el año que ha pasado desde entonces

Oscar Orona besa a su hijo Noah Orona, de 10 años, después de arroparlo en la cama en su casa de Uvalde, Texas, el 1.º de marzo de 2023. (Tamir Kalifa/The New York Times).
Oscar Orona besa a su hijo Noah Orona, de 10 años, después de arroparlo en la cama en su casa de Uvalde, Texas, el 1.º de marzo de 2023. (Tamir Kalifa/The New York Times).

UVALDE, Texas — Había transcurrido casi un año desde que un hombre armado entró al salón donde Noah Orona y Mayah Zamora cursaban el cuarto grado en Uvalde.

Uno de los 142 disparos que efectuó aquel día en el interior de la escuela atravesó la espalda de Noah, de 10 años, y salió cerca de su omóplato. Mayah recibió siete balazos, en el pecho, el brazo y ambas manos.

Sus dos profesoras murieron aquel día, al igual que la mitad de sus compañeros.

Después, durante los meses de fisioterapia de Noah, Jessica Díaz-Orona mantuvo a su hijo estrictamente alejado de cualquier recuerdo visible del horror. Pero, en su opinión, ya había llegado el momento. Después de almorzar en el centro de la ciudad, paseó con Noah junto a los grandes murales en honor a los diecinueve estudiantes y dos profesores que perdieron la vida.

Noah asintió y se concentró en sus zapatos.

Cuando volvieron a subir a la camioneta, ella le preguntó cómo iban las cosas en su nuevo colegio privado y él le enseñó el disfraz de superhéroe que había hecho ese día para un proyecto. Era una máscara morada y una capa con la palabra “¡Zas!”.

Mayah Zamora, que resultó herida y sobrevivió al tiroteo en la escuela primaria Robb, deposita flores en la tumba de su amiga, Tess Mata, en Uvalde, Texas, el 6 de febrero de 2023. (Tamir Kalifa/The New York Times).
Mayah Zamora, que resultó herida y sobrevivió al tiroteo en la escuela primaria Robb, deposita flores en la tumba de su amiga, Tess Mata, en Uvalde, Texas, el 6 de febrero de 2023. (Tamir Kalifa/The New York Times).

“¿Qué superpoder te gustaría tener?”, le preguntó.

Enseguida le dio una respuesta: el poder de crear un mundo alternativo, donde “las cosas malas” nunca ocurrieran. Luego se puso los audífonos y se quedó mirando por la ventana el resto del camino de regreso a casa.

Mayah, que ahora tiene 11 años, apenas ha vuelto a Uvalde: sus padres trasladaron a la familia a una hora y media de distancia, a San Antonio, más cerca del hospital donde, operación tras operación, los médicos han intentado extraer los trozos de proyectil que quedaron alojados en su cuerpo.

Ambas familias han visto cómo sus hijos han empezado a recuperarse de manera lenta y sorprendente de la fuerza brutal del rifle AR-15 que les apuntó hace casi un año, un ataque que convirtió a la pequeña ciudad de Uvalde en un símbolo de la escalada de violencia inexplicable que se vive en el país.

Después del ataque, los familiares no reconocen por completo a sus hijos.

Los nombres y rostros de los estudiantes que murieron se han hecho familiares, y sus padres se han unido a una comunidad cada vez más numerosa de grupos de presión locales que aparecen en televisión y en audiencias legislativas para exigir leyes más estrictas sobre las armas de fuego.

Mucho menos se ha sabido de los niños que, como Noah y Mayah, lograron sobrevivir.

“Noah no es el mismo niño”, aseguró su padre, Oscar Orona.

La madre de Mayah, Christina Zamora, dijo que era “un milagro” que su hija sobreviviera.

“Estamos felices de que esté aquí con nosotros”, comentó. “Pero esta es una Mayah distinta”.

Una hora bajo asedio

Eran alrededor de las 11:30 de la mañana del 24 de mayo; Noah y Mayah y sus compañeros del salón 112 de la escuela primaria Robb habían empezado a ver una película. Sus profesoras, Irma García y Eva Mireles, deambulaban por la sala.

Los once alumnos que estaban cerca, en el salón 111, conectado por una puerta interior sin cerrar, estaban viendo “Los locos Addams”.

Fue entonces cuando el pistolero, que a pocos días de cumplir 18 años había comprado dos rifles AR-15 y más de 1700 cartuchos de balas huecas de 5,56 milímetros, irrumpió desde el pasillo y desató una ráfaga de disparos en ambas aulas.

Mientras Noah se hacía el muerto, Mayah yacía desangrándose junto a una niña que llamó al 911, más de una vez, cuando el tirador entraba a zancadas en el aula contigua. Mireles estaba malherida, pero consiguió llamar a su marido, un agente de policía del distrito escolar que se encontraba afuera de la escuela. Pidió ayuda.

Pero la ayuda tardó en llegar. Reacios a entrar en las aulas antes de que llegara un equipo táctico, los agentes de policía esperaron 77 minutos antes de entrar corriendo y matar al pistolero. Cuando todo terminó, García había muerto. Mireles, que había utilizado su cuerpo para intentar proteger a Noah y a algunos otros alumnos, resultó herida de muerte. El profesor del salón 111, Arnulfo Reyes, que había dicho a sus alumnos que se metieran debajo de sus pupitres y “actuaran como si estuvieran dormidos”, salió herido. Todos sus alumnos murieron. De los diecisiete alumnos del aula 112, ocho murieron.

Los Orona recuerdan haber ido corriendo a la escuela cuando oyeron el aviso de un tirador activo.

Orona no pudo llegar hasta el salón de su hijo. Noah había estado llorando histéricamente cuando el equipo táctico entró al fin, según mostraron más tarde las imágenes de video, pero en el momento en que fue cargado hacia una ambulancia, se había callado, dijo Díaz-Orona. “No ha vuelto a llorar desde entonces”.

En el primer hospital al que fue trasladado, en Uvalde, Noah se disculpó porque su ropa estaba cubierta de sangre y había perdido un par de gafas.

Luego fue trasladado en helicóptero a un hospital más grande, en San Antonio. Los médicos dijeron que la bala que atravesó la parte superior del torso de Noah no había tocado ningún órgano vital. Orona había supuesto que la herida sería del tamaño de una bala; no estaba preparado para el gran agujero que vio en la espalda de su hijo, rodeado de tejido gravemente destrozado.

En otro helicóptero, un equipo médico móvil le administró dos unidades de sangre a Mayah, quien recibió cuatro más en el hospital.

Ronald Stewart, cirujano traumatólogo en jefe del Hospital Universitario de San Antonio que la trató, había visto este tipo de lesiones extremas cinco años antes, cuando un hombre armado con otro rifle AR-15 mató a 26 personas e hirió a otras 22 en una iglesia de la cercana localidad de Sutherland Springs, Texas.

A diferencia de una pistola normal, que puede proyectar una bala contra un brazo o el pecho, un fusil AR-15 dispara a tal velocidad que las balas crean una onda de presión que abre una cavidad en el cuerpo que destruye tejidos y órganos internos a su paso.

Los médicos intubaron a Mayah y empezaron la primera de las 60 intervenciones quirúrgicas severas a las que fue sometida: era una cirugía reconstructiva para reparar su mano derecha, que estaba casi totalmente desgarrada; injertos de piel para cubrir la carne arrancada; incisiones para extirpar tejido muerto y los fragmentos de bala alojados cerca de las heridas.

En junio, su estado pasó de crítico a regular y pudo empezar la fisioterapia. Pasaba seis horas al día trabajando para recuperar el movimiento de las piernas y las manos.

A fines de julio, por fin la dieron de alta del hospital; decenas de miembros del personal médico la despidieron en el pasillo, aplaudiendo y coreando su nombre.

Fue “increíble y hermoso”, narró Stewart, enjugándose las lágrimas mientras relataba la historia. “El primer paso en la misión”.

El regreso a casa

Semanas después, en casa, Mayah presumía sus puntiagudas uñas acrílicas blancas a su madre y a su hermano mayor, Zach, de 12 años.

Zamora y su marido, Rubén, habían rentado una modesta casa amueblada de una sola planta en una tranquila calle de San Antonio.

Pero incluso allí, los ruidos fuertes a veces aterrorizan a Mayah. Se despierta llorando a causa de las pesadillas.

Como tenía miedo de ir a la escuela, su madre decidió educar a los dos niños en casa, y ha seguido llevando a su hija a sesiones de terapia física y psicológica.

Al principio, ambos hermanos se retiraban a sus rincones de la casa, Zach no sabía cómo actuar con su hermana. Pero ahora, los dos han empezado a discutir de nuevo. Zamora les grita que se comporten, pero en secreto le gusta que interactúen como antes.

Casi nunca hablan de lo que pasó ese día en la escuela.

Pero en febrero, los padres de una de las compañeras de Mayah, Tess Mata, los invitaron a celebrar el que habría sido el undécimo cumpleaños de Tess. Iba a ser donde estaba Tess, en el cementerio de Uvalde.

Los Zamora lo pensaron mucho antes de ir.

Uvalde es donde ellos se conocieron cuando eran adolescentes, donde Zamora siempre había planeado formar su familia. Ahora, cada vez que estaban cerca de la ciudad y veían una señal de tráfico de Uvalde, se les encogía el corazón.

Al final, decidieron asistir a la celebración.

En un día cálido y soleado, se unieron a otros asistentes reunidos en torno a la parcela funeraria de Tess y soltaron globos morados al aire. Mayah vio las tumbas en silencio y se dio cuenta de que no había ninguna para otra de sus amigas, Maite Rodríguez. Se inclinó hacia la madre de Tess, Verónica Mata. “¿Dónde está Maite?”, preguntó.

Mata le explicó que la familia había decidido incinerarla. Todavía perpleja, Mayah preguntó a su madre dónde estaban las cenizas de Maite. “A veces los padres quieren conservar las cenizas en casa, para estar más cerca de ellos”, susurró Zamora.

Mayah asintió y se quedó callada.

‘Nuestro pequeño héroe’

Los Orona también consideraron marcharse de Uvalde, el único lugar que ha sido su hogar. Pero decidieron quedarse. Al menos en Uvalde, razonó Orona, la gente entendería lo que había vivido su hijo.

Noah solo pasó una semana en el hospital. Sin embargo, después tuvo que hacer ocho meses de fisioterapia. Díaz-Orona dice que a veces contenía las lágrimas cuando su hijo le pedía ayuda. “Mamá, me duele mucho”, le decía señalándose el hombro. Pero ella lo motivaba con delicadeza a seguir adelante. “Nunca se rindió”, decía. “Es nuestro pequeño héroe”.

Poco a poco, Noah recuperó casi por completo el movimiento de sus extremidades y empezó a asistir a sesiones de terapia psicológica una vez a la semana. Intentaron llevarlo al centro comercial o al cine, y Noah se esforzaba por ser más sociable; luego, de repente, se volvía retraído, abrumado por las multitudes y los ruidos fuertes.

Cuando empezaron las clases en septiembre, Noah les dijo a sus padres que no se sentía seguro de volver con sus antiguos compañeros en el colegio público de otra parte de la ciudad al que habían transferido a los alumnos de la primaria Robb. Por eso, lo matricularon en la escuela católica del Sagrado Corazón y se inscribió en el equipo juvenil de baloncesto. “No logra muchas canastas”, dice su madre. “Solo queremos verlo tratar de ser un niño normal”.

Cuando le preguntaron cuál había sido la mayor lucha durante este último año, Noah bajó la mirada. “Los tiros”, dijo en voz baja. Y después: “La terapia”.

En casa, Noah se siente más seguro en su habitación. Juega videojuegos para pasar el rato. Hace poco, se sentó en el escritorio de su habitación y dibujó con cuidado una figura de Spiderman, su superhéroe favorito.

Dice que a veces se ve como el “alter ego” del héroe, Peter Parker, un niño que, como él, lleva gafas de montura oscura y a veces se siente como un extraño. “Es tímido, pero luego se convierte en un superhéroe genial”, explicó Noah en voz baja mientras dibuja.

Por estos días, a Noah le interesa hablar del futuro. Le gustaría ser higienista dental o veterinario, afirmó.

Se ha esforzado por enfrentar lo ocurrido a su manera. Durante meses, evitó ir a la plaza de Uvalde, donde la gente se reúne a diario para ofrecer sus respetos ante los murales y las 21 cruces blancas de madera por cada una de las víctimas.

Aquel día de principios de año cuando fueron a ese lugar, Noah contempló en silencio las imágenes de sus amigos. Después se arrodilló durante varios minutos pensativo ante una cruz adornada con flores y fotos de Mireles.

Cuando regresó a su casa, y llegó la hora de salir para el entrenamiento de baloncesto, encestó unas cuantas canastas en un aro que su padre acababa de instalar afuera de la residencia. Díaz-Orona miró el reloj. Ya llevaban 45 minutos de retraso, pero decidió no decir nada, observando cómo su hijo lanzaba la pelota a la red: una, dos, tres veces, hasta que entraba en el aro.

c.2023 The New York Times Company