Narcissus Quagliata, el maestro italiano que pinta con luz

VALLE DE BRAVO, México (AP) — Narcissus Quagliata no pinta con óleo, sino con vidrio.

Apoya una mano sobre una mesa blanca y con la otra espolvorea partículas que parecen confeti de cristal. Para el vitralista italiano que desde 1995 vive en México, el arte más poderoso nace de la luz.

“La luz, con el vidrio, te mueve hasta el fondo, como cuando uno ve un vitral en una iglesia y tiene la luz precisa”, dice el artista de 81 años.

El maestro no es maestro porque lleve más de medio siglo creando vitrales por encargo. O sí, pero no sólo. Su legado más preciado es una técnica que permite amalgamar colores en un mismo panel.

Los alcances de su invento, el vitral de vidrio de fusión, pueden verse en “Holy Frit”, un documental que se estrena en noviembre en Estados Unidos. El filme viaja hasta 2015 y retrata cómo Narcissus le salvó el pellejo a Tim Carey, un colega que se vio en el aprieto de la doncella que debía convertir la paja en oro.

—¿Hola? ¿Tim? Dime algo: ¿Cuál es el vitral más grande que podrías hacer? —le dijo el arquitecto a cargo de un nuevo templo metodista en Kansas.

El artista mordió el anzuelo y así empezó el proyecto más ambicioso de su carrera: 161 paneles que, al juntarse, formarían un vitral de 30 metros de largo.

Tim no sólo se mordía las uñas por el tamaño de la obra, sino por su contenido. Aceptar el proyecto implicaba ponerse al servicio del Señor.

El pastor Adam Hamilton, fundador de la congregación cristiana que hizo el encargo, dijo en “Holy Frit” que visualizaba el vitral como un medio a través del cual se expresaría la gracia de Dios para decir a sus hijos: “Aquí estoy”.

Tim realizó 76 bocetos antes de obtener su visto bueno. En el diseño final, Cristo está en el centro y a su alrededor conviven motivos tan diversos como el Espíritu Santo y Martin Luther King.

Lo que Tim ocultó al pastor es que su bosquejo combinaba más de un color en una misma hoja de vidrio y en el vitralismo tradicional esa hazaña era un sueño guajiro.

Atemorizado, hizo lo que le dictó la tripa: llamó a Narcissus y le dijo: “¿podrías venir?”.

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Piensa en la última vez que pisaste una catedral y la luz te hizo girar la cabeza hacia un vitral.

El origen del vidrio es muy antiguo, pero el vitralismo se popularizó en los templos románicos hace unos mil años. En palabras simples, los vitrales son piezas compuestas por hojas de vidrio que se ensamblan con varillas de plomo.

La técnica para colorear vitrales ha sido variable, pero por siglos mantuvo una limitación: un color por lámina y no más. ¿Y eso cómo se ve? Imagina una mariposa cuyas alas son azules, verdes y amarillas. ¿Cuántas placas de vidrio tendrá? Seis (o tres por lado). Dos azules, dos verdes, y dos amarillas. Todas unidas por plomo.

Para fusionar más de un color por lámina, algunos vitralistas intentaron fundir vidrios de distintos tonos, pero la química los venció. Dado que cada color posee distintos minerales y éstos determinan su temperatura de enfriamiento, puede que una placa con azul y rojo se funda en el horno pero luego se quebrará.

En la mezcla se da un combate de colores, explica Narcissus. Uno quiere expandirse, el otro contraerse y ¡crack!

A finales de los años 70, una proveedora de vidrio estadounidense llamada Bullseye retó la ciencia. Su logro fue el vidrio de fusión, o ese confeti cristalino que Narcissus espolvorea como un pastelero sobre vidrieras que, una vez expuestas a 800ºC durante 18 horas, formarán figuras.

“Eso quiere decir que puedes crear una imagen en vidrio sin plomo”, explica. “Puedes meter al horno una hoja del tamaño de un libro, ponerle 80 colores ¡y no se truena!”.

Entre la invención del vidrio de fusión y la llamada de Tim pasaron décadas, pero cuando Narcissus emprendió el viaje para ayudarlo a crear la “Ventana de la Resurrección”, el maestro iba contento y seguro: había pasado los últimos 40 años perfeccionando el arte de pintar con vidrio.

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Narcissus es como el Steven Spielberg de los vitrales, dice Tim en “Holy Frit”.

Trabajar codo a codo con un genio tiene su precio. Primero Narcissus le sugirió modificar el diseño. Luego, cuando sacaron su primer panel del horno —una pieza en verde que retrata a Noé— le dijo que no le convencían los colores. Y, durante una noche en que sentían que los devoraba el tiempo, le aconsejó cortar la comunicación con su familia y mudarse a su estudio.

—Si apesta, apesta. Es sólo una obra de arte —balbuceó Tim.

—Si apesta, toda la gente de una comunidad verá algo que hiciste, así que es tu responsabilidad que eso no suceda —respondió serio su sensei.

Aunque no lo confesó, él también tenía algo que perder. Podría ser el Yoda de los vitrales, pero hasta ese momento Narcissus nunca había empleado su técnica de fusión en 161 paneles de 1,2 x 1,5 metros para retratar 90 figuras.

A sus 73 años, aún le quedaban monstruos por domar.

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El maestro es lo que se esperaría de un artista que nació en Roma a mediados de la guerra. La melena blanca. Los lentes de pasta. El acento que patina sobre su español perfecto.

Antes de mudarse a México, pasó tres décadas en Estados Unidos. A los 19 dejó Roma rumbo a Nápoles y de ahí viajó en barco a Nueva York.

Sólo pasó un mes en la Gran Manzana, pero la casualidad lo arrojó al espacio que marcaría el rumbo de su vida: una exposición en la que el Museo de Arte Moderno presentaba vitrales de Marc Chagall.

“Había uno o dos vitrales por sala, iluminados desde atrás artificialmente”, cuenta mientras mueve las manos como director de orquesta. “Eran bellísimos, bellísimos, bellísimos”.

“Me acuerdo de quedarme muy emocionado y con el síngulo (único) pensamiento de que, si yo comparaba las pinturas de Chagall con los vitrales, los vitrales eran mucho más fuertes. ¿Y por qué? ¡Por el vidrio!”.

Al poco tiempo se mudó a California, donde estudió Bellas Artes y empezó a encontrarse a Janis Joplin en las fiestas, pero la impresión de las vidrieras siguió latente en él.

Aunque para entonces quería pintar como Matisse o Picasso, cuando surgió el Movimiento Arts and Crafts —y se difuminó la línea entre lo artesanal y lo artístico— recordó la fuerza del vitral.

Eran finales de los años 60 y aquel Narcissus en sus 20’s pensaba: lo que podría hacer con vidrio rojo, con vidrio azul. Wow.

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Narcissus Quagliata y Tim Carey pintan de pie frente a una mesa blanca. Apoyan una mano sobre ella y con la otra espolvorean trocitos de vidrio de color.

“La diferencia entre pintar y trabajar con vidrio es que lo que nosotros hacemos pasa por un volcán”, dice Narcissus en “Holy Frit”.

“No se me ocurre otra forma de arte que tarde un día en revelarse a sí misma”, sigue Tim, en referencia a las horas que el fuego tarda en fundir el vidrio y soplar vida en la obra.

En la “Ventana de la Resurrección”, la piel de Cristo es amarilla. Tiene retazos rojos. Su mirada mezcla naranja, rosa y morado. Es irreal y, a la vez, real.

“El vidrio de fusión es espontáneo. Despierta un sentimiento genuino que es raro en la pintura religiosa, que siempre hace clichés”, dice el maestro.

Cuando los primeros feligreses vieron el rostro divino colgado en su templo, lloraron. Lo fotografiaron con sus teléfonos. Cada uno de ellos donó lo que pudo para reunir los 3,4 millones de dólares que costó el vitral.

Un puñado se acercó a Narcissus y él, sonriente, dijo: es la técnica que inventé.

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En más de seis décadas ha hecho de todo. Vitrales para residencias, oficinas y templos. Obras arquitectónicas y artísticas. Sus vidrieras destellan lo mismo en Italia que en Taiwán.

En México armó las piezas de un domo romano que Miguel Ángel reconstruyó y hoy puede visitarse en la Basílica de Santa María degli Angeli, en Italia. En Alemania completó la tarea más titánica de todas: un domo con 1.152 paneles y 30 metros de diámetro que le tomó más de cinco años de desvelo y fue inaugurado por el presidente taiwanés.

Hoy piensa que lo más particular de su trabajado ha sido la perspectiva de su obra: el vidrio visto desde los ojos de un pintor. “Mi carrera está definida por tres cosas: una es la luz, la otra es el amor por la figura —muy bella o muy distorsionada— y la obra que tiene algo de social”.

En general no le cuesta despedirse de sus obras pero concluir el domo de Taiwán fue distinto. “Cuando terminé, regresé aquí y me deprimí varios meses. Fue más que una tristeza, fue como haber ganado las olimpiadas y después correr una carrera local”.

Salió adelante tras responderse una pregunta: ¿Cuándo fui más feliz como artista? Y entonces recordó: era joven y a duras penas juntaba la renta pero la energía y la esperanza que sentía fue suficiente para renunciar a la pintura y volcarse por completo al vidrio.

“Y entonces me dije: ¿por qué no hacer lo mismo? En vez de pensar todo lo que has hecho en el pasado, piensa lo que quieres hacer en el futuro y hazlo con el mismo espíritu de aventura que tenías cuando eras joven”.

Así aprendió a dar clases remotas, encarar la tecnología y —con ayuda de su hija, quien es artista de video experimental— preparar una masterclass.

También amplió su estudio. Ahora, dice, tiene más de 80 años y ya no le gusta viajar pero le ilusiona recibir a estudiantes que deseen aprender a pintar con luz.

“En vez de salir al mundo a enseñar, quiero que el mundo venga a mí”.

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