'Tengo miedo': migrantes atraviesan el Darién con desesperación y esperanza

Un grupo de personas cruzaban en lancha desde Necoclí hasta Acandí. (Federico Rios/The New York Times)
Un grupo de personas cruzaban en lancha desde Necoclí hasta Acandí. (Federico Rios/The New York Times)

NECOCLÍ, Colombia — Durante décadas, el Tapón del Darién, una zona selvática sin caminos y sin ley que une a América del Sur con el norte, se consideraba un paso tan peligroso que solo unos pocos miles de personas al año eran tan audaces, o estaban tan desesperadas, como para intentar cruzarlo.

Pero, según las autoridades panameñas, la devastación económica causada por la pandemia en América del Sur fue tan severa que en los primeros nueve meses de este año unos 95.000 migrantes, la gran mayoría de ellos haitianos, intentaron atravesarlo en su camino hacia Estados Unidos.

Hicieron el viaje en pantalones cortos y sandalias, con sus pertenencias empacadas en bolsas de plástico, cargando a sus bebés en brazos y llevando a sus hijos de la mano. No se sabe con certeza cuántas personas lograron pasar, y cuántas se quedaron en el camino. Sin embargo, decenas de miles más se reúnen en Colombia, impacientes porque les llegue el turno de intentarlo.

La voluntad de los migrantes de intentar atravesar el célebre y peligroso tramo terrestre que conecta a Colombia y Panamá —que durante mucho tiempo ha sido un factor disuasivo para caminar hacia el norte—no solo representa, según los expertos, un desastre humanitario inminente entre los que hacen la travesía sino también un posible desafío en materia de inmigración para el presidente de Estados Unidos, Joe Biden, en los próximos meses.

Los miles de haitianos que cruzaron la frontera con Texas el mes pasado, impactando a la ciudad de Del Río y sumiendo al gobierno de Biden en una crisis, solo fueron el inicio de un movimiento mucho mayor de migrantes que se dirigen a la selva y luego a Estados Unidos. Las personas que habían huido de su conflictiva nación caribeña hacia lugares tan al sur como Chile y Brasil comenzaron a desplazarse hacia el norte hace meses, con la esperanza de ser acogidos por el presidente Biden.

“Es muy posible que estemos al borde del abismo con un desplazamiento histórico de personas en América hacia Estados Unidos”, dijo Dan Restrepo, exasesor de seguridad nacional para América Latina durante la presidencia de Barack Obama. “Cuando uno de los tramos de selva más impenetrables del mundo ya no detiene a la gente es evidente que las fronteras políticas, por mucho que se impongan, tampoco lo harán”.

El Darién, también conocido como el Istmo de Panamá, es una estrecha franja de tierra que divide el océano Pacífico y el mar Caribe. Algunas zonas son tan inaccesibles que cuando los ingenieros construyeron la carretera Panamericana en la década de 1930, que une Alaska con Argentina, un tramo no se pudo terminar. Esos 108 kilómetros sin carretera —famosos por sus ríos turbulentos, montañas escarpadas y serpientes venenosas— son conocidos como el Tapón del Darién. Hoy en día, el viaje a través de la selva es más peligroso por la presencia de un grupo criminal y los traficantes de personas que controlan la región y, a menudo, extorsionan y muchas veces agreden sexualmente a los migrantes.

Migrantes haitianos en Necoclí, Colombia, donde muchos esperan alrededor de un mes para poder comprar un viaje en bote hasta Acandí y así entrar al Tapón del Darién. (Federico Rios/The New York Times)
Migrantes haitianos en Necoclí, Colombia, donde muchos esperan alrededor de un mes para poder comprar un viaje en bote hasta Acandí y así entrar al Tapón del Darién. (Federico Rios/The New York Times)

Ahora, Necoclí, una pequeña ciudad turística colombiana situada justo en la entrada del paso, se ha convertido en un punto de encuentro para los migrantes que esperan cruzar. Miles de familias esperan su momento en albergues o en tiendas de campaña ubicadas a lo largo de la playa. Hambrientos y sin dinero, todos esperan su turno para ser transportados en barco hasta el borde de la selva.

“Tengo miedo”, dijo Ruth Alix, de 30 años, quien estaba en el trayecto con su esposo, su hija, Farline, de 3 años, y su hijo, Vladensky, de 6 meses.

El número de migrantes que han emprendido la travesía en lo que va de año es más del triple del récord anual anterior, de 2016. En algún momento, los cubanos eran la mayoría de los migrantes que atravesaban esa región. Ahora casi todos los migrantes son haitianos que se habían radicado en América del Sur durante una mejor época económica, pero fueron los primeros en perder trabajos y hogares cuando la pandemia se propagó.

Hasta 1000 migrantes cruzan hacia Panamá a través del Darién todos los días, dijo la ministra de Relaciones Exteriores de Panamá, Erika Mouynes, una cifra que ha hecho que la infraestructura fronteriza esté al borde del colapso. La funcionaria dice que su gobierno ha tratado de proporcionar alimentos y atención médica a quienes sobreviven al paso por la selva, pero los funcionarios no pueden satisfacer la demanda.

“Hemos superado por completo nuestra capacidad para apoyarlos”, dijo, y agregó que estaba “dando la alarma” sobre la necesidad de una respuesta regional a la crisis.

“Aún faltan muchos por venir”, dijo. “Por favor, escúchennos”.

Cada grupo que sale es reemplazado con rapidez por otros 1000 o más migrantes, lo que ha creado un cuello de botella que ha transformado a Necoclí. Las alcantarillas se desbordan en las calles. El suministro de agua se ha interrumpido en algunas zonas. En los mercados se venden kits para cruzar el Darién; incluyen botas, cuchillos y portabebés.

Saben que el viaje que les espera es peligroso, dicen. Han escuchado las historias de los ahogados y las caídas mortales.

Solo este año se han encontrado al menos 50 cadáveres en el Darién, aunque los cálculos del número real de muertos son al menos cuatro veces mayores, según la Organización Internacional para las Migraciones.

Las agresiones sexuales también son un riesgo: Médicos Sin Fronteras ha documentado 245 casos en el Darién en los últimos cinco meses, aunque el grupo cree que la cifra real es mucho mayor.

Alix, la madre de Farline y Vladensky, dijo que su familia había huido de Haití hacia la Guayana Francesa, en la costa norte de América del Sur, pero solo encontró pobreza. Volver a Haití no era una opción, dijo. El país está destrozado tras el asesinato del presidente y un terremoto, su economía se tambalea y las pandillas acechan las calles.

La única opción era emprender la travesía hacia el norte, dijo Alix.

“Asumimos este riesgo porque tenemos hijos”, dijo Vladimy Damier, de 29 años, esposo de Alix.

Muchos sabían que el gobierno de Biden había estado deportando a Haití a quienes conseguían entrar en Estados Unidos, pero estaban dispuestos a intentarlo.

Henderson Eclesias, de 42 años, también de Haití, vivía en Brasil con su esposa y su hija de 3 años cuando la pandemia se desató. En mayo, perdió su trabajo, dijo. Y en agosto, él y su familia estaban viajando hacia Estados Unidos.

“Espero que cambien su forma de actuar”, dijo sobre los estadounidenses. “Nuestras vidas dependen de eso”.

En los últimos años, un número cada vez mayor de migrantes había comenzado a aventurarse por esa región, un viaje que puede durar hasta una semana o más a pie. Pero tras la pandemia, que impactó con especial dureza a América del Sur, ese aumento se ha convertido en una avalancha de familias desesperadas. Al menos uno de cada cinco de los que cruzaron este año eran niños, según las autoridades panameñas.

A medida que crecía el número de migrantes que llegaban a la frontera estadounidense, el gobierno de Biden se alejó del enfoque más abierto hacia la migración adoptado en sus primeros días en el cargo para adoptar una postura más dura con un objetivo singular: disuadir a la gente de que siquiera intente entrar en Estados Unidos.

“Si vienes a Estados Unidos ilegalmente, serás devuelto”, dijo en septiembre el jefe del Departamento de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas. “Tu viaje no tendrá éxito y pondrás en peligro tu vida y la de tu familia”.

Pero es poco probable que esa advertencia haga retroceder a las decenas de miles de haitianos que ya están en camino.

En un día reciente, había unos 20.000 migrantes en Necoclí, Colombia. Y ya hay unos 30.000 migrantes haitianos en México, según afirmó un alto funcionario de la secretaría de Relaciones Exteriores de México que habló con la condición de mantener su anonimato.

“Ya han comenzado el viaje, ya han comenzado a pensar en Estados Unidos”, dijo Andrew Selee, presidente del Instituto de Política Migratoria. “No es tan fácil detener eso”.

En una mañana reciente, Alix y Damier despertaron a sus hijos antes del amanecer en la pequeña casa que compartían con otra decena de migrantes. Ese día era su turno de subir a la embarcación que los llevaría al borde de la selva.

En la oscuridad, Alix se puso la mochila en los hombros y se ató a Vladensky al pecho. En una mano llevaba una olla de espagueti, para alimentarlos durante el viaje. Con la otra mano agarró a su pequeña hija, Farline.

En la playa, la familia se unió a una multitud de personas. Un estibador le entregó a Alix un chaleco salvavidas enorme. Ella lo colocó sobre el pequeño cuerpo de Farline y subió a la embarcación. A bordo estaban 47 adultos, 13 niños y 7 bebés, todos migrantes.

“¡Chau!”, gritó un hombre de la empresa de barcos. “¡Feliz viaje!”.

La mayoría de los funcionarios gubernamentales no están presentes en el Darién. La zona está controlada por un grupo criminal conocido como el Clan del Golfo, que ve a los migrantes como ven la droga: son una mercancía que pueden gravar y controlar.

Cuando los migrantes bajan de las embarcaciones, son recibidos por contrabandistas, normalmente hombres pobres de la zona que se ofrecen a conducirlos por la selva por una cuota que empieza en los 250 dólares por persona. Por 10 dólares más cargan una mochila. Por otros 30 dólares, un niño.

Farline y su familia pasaron la noche en una tienda de campaña al borde de la selva. Por la mañana, salieron antes del amanecer, junto a otros cientos de personas.

“¡Cargo mochila!”, gritaban los contrabandistas. “¡Cargo niños!”.

Pronto, una vasta llanura se convirtió en un bosque imponente. Farline trepó entre los árboles, siguiendo a sus padres. Vladensky dormía sobre el pecho de su madre. Otros niños lloraban, eran los primeros en mostrar signos de agotamiento.

A medida que el grupo cruzaba un río tras otro, los adultos cansados empezaron a abandonar sus mochilas. Trepaban y luego bajaban una ladera empinada y lodosa, solo para encontrarse con la próxima. Los rostros que esa mañana se veían esperanzados, incluso entusiasmados, lucían desencajados por la fatiga.

Una mujer con un vestido con estampado de leopardo se desmayó. Se formó una multitud. Un hombre le dio agua. Luego todos se levantaron, recogieron sus bolsas y comenzaron a caminar.

Al fin y al cabo, hoy era solo el primer día en el Darién, y les esperaba un largo viaje.

Julie Turkewitz reporteó desde Necoclí, Colombia y Natalie Kitroeff, desde Ciudad de México. Sofía Villamil reporteó desde Necoclí y desde Bajo Chiquito, Panamá. Oscar Lopez colaboró con reportes desde Ciudad de México y Mary Triny Zea, desde la Ciudad de Panamá.

Julie Turkewitz es jefa del buró de los Andes, que abarca Colombia, Venezuela, Bolivia, Ecuador, Perú, Surinam y Guyana. Antes de mudarse a América del Sur, fue corresponsal de temas nacionales y cubrió el oeste de Estados Unidos. @julieturkewitz

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