Miedo, alegría y esperanza: 8 meses en los albergues para inmigrantes de Nueva York
Un reportero y un fotógrafo comparten una mirada al interior del sistema de acogida de Nueva York, revelando las luchas, los temores y el impulso de salir adelante de quienes los habitan.
Hace dos años, cuando los primeros autobuses con inmigrantes procedentes de la frontera sur llegaron a Manhattan, parecía poco más que una maniobra política. Si Nueva York quería ser una ciudad santuario, el gobernador republicano de Texas estaba encantado de ayudar enviando autobuses llenos de inmigrantes.
Nadie podría haber previsto lo que ocurriría después.
Poco más de 225.000 migrantes han llegado a la ciudad de Nueva York desde 2022. Se han gastado más de 6000 millones de dólares en una serie de refugios que se convirtieron en el mayor sistema de alojamiento de emergencia para migrantes del país.
Cientos de hoteles y edificios de oficinas vacíos que fueron muy impactados por la pandemia encontraron una nueva vida adaptados como refugios. Campos de béisbol y almacenes se convirtieron en dormitorios tipo barracas para alojar a migrantes provenientes de países como Venezuela, Perú, Marruecos y Sudán.
Los cambios fueron más allá del esfuerzo por alojar a la gente. La política también cambió. Nueva York se vio envuelta en la ira nacional por la inmigración que ayudó a Donald Trump a reconquistar la presidencia.
Los votos por el presidente electo aumentaron en una ciudad que solía ser hostil con él, y la afluencia hizo que el alcalde Eric Adams, demócrata, reconsiderara uno de los principios fundamentales de la ciudad: que debe proporcionarle una cama a cualquiera que necesite alojamiento.
Las protestas callejeras se convirtieron en parte habitual de la apertura de nuevos refugios; quienes se oponían hablaban de episodios violentos en algunos de ellos y un desorden frecuente en las aceras del exterior.
Pero incluso con la crisis migratoria afectando a la ciudad, gran parte de ella seguía oculta a la vista del público: la vibrante existencia dentro de los refugios.
A partir de febrero, The New York Times tuvo acceso exclusivo a ocho centros de acogida de inmigrantes de Nueva York para documentar la vida en esas instalaciones, siguiendo los trayectos de cinco familias y otros cuatro solicitantes de asilo de siete países distintos. Sus odiseas constituyen un capítulo singular de la historia de Nueva York, intensificando las tensiones que suelen surgir con cada nueva oleada de inmigrantes, incluso cuando revitalizan y diversifican la ciudad.
Varios neoyorquinos se han sentido alienados por la presencia visible de los inmigrantes: madres con niños que venden dulces en el metro; hombres con motos deambulando por aceras abarrotadas; todos ellos beneficiarios de recursos públicos que, según los críticos, podrían invertirse en otra cosa.
Sin embargo, muchos de los que están en los refugios están llenos de gratitud por una ciudad que les ha dado cobijo, una mesita de noche, un catre sencillo. Y están decididos a salir, a volverse autosuficientes y contribuir al país al que escaparon.
Lo que vendrá después, para ellos y para la ciudad, es incierto.
Trump ha prometido reforzar de manera agresiva la frontera entre Estados Unidos y México y comenzar a hacer deportaciones masivas, medidas que podrían tener un profundo efecto en los migrantes de la ciudad y que tienen a muchos en vilo.
De hecho, la cantidad de migrantes que entran en Nueva York ha disminuido de manera constante desde hace meses, lo que ha provocado el reciente cierre de algunos albergues.
No obstante, la ciudad más grande del país sigue albergando a unos 55.000 migrantes; suficientes para poblar una ciudad pequeña. La historia que comenzó con la llegada de autobuses procedentes de Texas hace dos años sigue impactando a Nueva York, provocando alteraciones e ira y caridad y compasión.
Y sigue desarrollándose cada día, casi siempre sin ser vista, en el vestíbulo de un hotel de Midtown.
La nueva isla Ellis
Al principio, hubo caos.
Tras aquellos primeros autobuses vinieron muchos otros, a medida que los inmigrantes llegaban en coches y aviones y de cualquier forma que pudieran. Lo que empezó como una maniobra publicitaria rápidamente se tornó en una crisis.
Los funcionarios de la ciudad respondieron con medidas provisionales: zonas de tiendas de campaña en Randall’s Island, hoteles convertidos en refugios, una terminal de cruceros transformada en alojamiento.
En mayo de 2023 se intentó imponer más orden. La ciudad llegó a un acuerdo multimillonario con el hotel Roosevelt, cerca de la terminal Grand Central, que en ese momento estaba cerrado, para convertirlo en un centro de llegada, la primera parada de los inmigrantes que bajaban de los autobuses procedentes de la frontera.
El centenario hotel no tardó en pasar a ser conocido como la nueva isla Ellis.
Mientras la ciudad se esforzaba por encontrar camas suficientes aquel verano, cientos de migrantes durmieron brevemente fuera del hotel. Fue una imagen ampliamente compartida que ilustraba el alcance de la crisis.
Desde entonces, las operaciones se han vuelto más fluidas. En el vestíbulo, cuyo colorido se desvaneció hace tiempo, se escuchan incesantes charlas en español, francés y árabe mientras inmigrantes desorientados, y a menudo sin dinero, son entrevistados por trabajadores contratados; luego se les hacen exámenes médicos y finalmente se les asigna un albergue.
La ciudad también ha abierto un centro para ayudar a los inmigrantes a presentar solicitudes de asilo y de permisos de trabajo temporales.
La mayoría proceden de América Latina: los venezolanos representan el 35 por ciento de las personas que la ciudad ha acogido desde 2022; seguidos por los ecuatorianos, alrededor del 18 por ciento; y los colombianos, alrededor del 9 por ciento. No obstante, también han llegado migrantes de lugares tan lejanos como Afganistán, Angola, Eritrea, Irán e incluso Rusia.
Muchos fueron enviados a refugios en otros lugares de la ciudad. Unos pocos fueron trasladados al norte del estado como parte de la estrategia de descompresión del alcalde. Algunos terminaron quedándose en una de las 1025 habitaciones del Roosevelt.
Una tarde reciente, Anastasiia Antipkina, de 37 años, equilibraba en sus manos cuatro cajas de lasaña fría de la cafetería improvisada en el antiguo restaurante del hotel, que en algún tiempo sirvió hamburguesas y martinis.
Recorrió el pasillo del piso 11, que olía a humedad, y entró en la habitación que ha sido el hogar de su familia de cuatro miembros durante casi un año, desde que salió de Rusia.
Viktoriia, de 15 años, ya estaba haciendo sus deberes de geometría en una de las dos camas matrimoniales que los padres comparten con sus dos hijos. Aún se percibía un olor a humedad debido al moho que había sido recubierto de yeso.
Ivan, de 3 años, siempre llenó de energía, perseguía un juguete de control remoto en el reducido espacio mientras su padre, Dimitrii Tsesarev, de 39 años, trataba de relajarse después de su turno trabajando como electricista en Brooklyn.
La familia forma parte de los más de 3300 rusos que han pasado por el sistema de centros de acogida de la ciudad.
Ellos también cruzaron la frontera sur, luego de llegar a México en vuelos procedentes de Bielorrusia, Georgia e Israel, tras haber dejado clandestinamente su hogar en Kaliningrado, un pequeño enclave ruso situado entre Polonia y Lituania.
La familia explicó que huyeron de Rusia cuando el presidente Vladimir Putin comenzó a tomar medidas contra quienes estaban en desacuerdo con la guerra de Ucrania. En busca de atención médica adecuada para la enfermedad autoinmune de Antipkina, terminaron en Nueva York en mayo de 2023.
Están decididos a echar raíces en la ciudad, tal vez encontrar un lugar en Harlem, pero no han podido ahorrar suficiente dinero para el alquiler debido a los altos costos del cuidado de los niños.
Sin embargo, están haciendo avances.
Viktoriia ha ganado dos premios a la Estudiante del Mes y ha retomado su pasión por el remo, uniéndose a un club que practica en el río Harlem. Su madre ha estado dividiendo su tiempo entre tres empleos, incluyendo un trabajo de mercadeo a distancia que la obliga a empezar a trabajar a las 2:00 a. m., sentada en el inodoro del baño mientras su familia duerme.
Los primeros hoteles que acogen a inmigrantes
El primer hotel que se convirtió en albergue de inmigrantes fue el Row NYC, que en su día fue un hotel de cuatro estrellas en Times Square que se anunciaba como “más Nueva York que Nueva York”.
El hotel fue reconvertido a finales de 2022, cuando Adams declaró que la población de los albergues tradicionales para personas sin hogar había llegado a un “punto de quiebre” tras absorber a más de 16.000 solicitantes de asilo. La ciudad estaba obligada a alojar a las personas sin hogar, incluyendo a los nuevos inmigrantes, en virtud de un antiguo mandato legal conocido como derecho al albergue.
Ante la necesidad de conseguir más espacio, la ciudad negoció un acuerdo inicial de 40 millones de dólares con el Row, que se encontraba en apuros económicos debido a la pandemia. El hotel recibió 190 dólares por habitación por noche para alojar a familias migrantes con niños en sus 1331 habitaciones.
Para cuando el ritmo de las llegadas de migrantes empezó a superar los 2000 cada semana el año pasado, más de 100 hoteles se habían convertido en albergues.
Los contratos con la ciudad —por un total de hasta 1040 millones de dólares— se convirtieron en una bendición para los hoteles que se recuperaban de la caída del turismo tras la pandemia y cubrían una necesidad crítica de camas para migrantes, aunque se llegó a crear una escasez de habitaciones para algunos viajeros.
Alrededor de dos decenas de hoteles del centro de Manhattan salieron de la oferta turística, transformándose en insólitos refugios a la vista de todos. Algunos han atraído una atención desmesurada debido a una serie de robos cometidos este año en Times Square, que la policía ha atribuido a un pequeño grupo de migrantes que viven en los hoteles.
En una fría tarde de marzo, una familia colombiana se abrió paso entre otros inmigrantes que fumaban en el exterior del hotel Watson, en la calle 57 Oeste. Entraron en su vestíbulo transformado, mostrando sus identificaciones de refugio a un guardia que estaba detrás de un mostrador de madera en el que antes los huéspedes preguntaban por entradas para el teatro.
Recorrieron un pasillo del segundo piso, donde una habitación del hotel estaba siendo utilizada para almacenar artículos gratuitos para bebés, y pasaron por delante de folletos que explicaban cómo los inmigrantes podían obtener tarjetas MetroCards para el metro e inscribir a sus hijos en la escuela.
Era la segunda semana de la familia en Nueva York, pero los padres ya estaban solicitando permisos de trabajo y empleos. Aun así, Ingrid Henao, la madre, no podía desprenderse de un sentimiento de culpabilidad ocasionado por el hecho de que su estancia en el hotel, ubicado entre los rascacielos de la zona de Billionaires’ Row, estuviera financiada por los contribuyentes estadounidenses.
Recibían servicio de lavandería gratuito. A veces la ropa llegaba doblada a la habitación. También contaban con servicio de limpieza. Henao, incómoda, a veces no dejaba que las mucamas limpiaran la habitación.
“Nos están malacostumbrando”, dijo Henao. “Esa no era mi idea. Yo no salí de mi país en las condiciones que salimos para venir a esto”.
La familia abandonó Colombia tras recibir amenazas de una banda que, según lo que dijeron, exigía dinero a cambio de protección poco después de que los padres abrieran un pequeño restaurante en la ciudad de Pereira. Los padres vendieron su casa y viajaron hasta aquí con sus dos hijos y poco más.
Durante el último año, los padres han tenido diferentes empleos en restaurantes, con William, el padre, horneando empanadas y vendiendo cacahuates en el metro, hasta que consiguieron empleos más estables como limpiadores. Los niños, Luis, de 11 años, y Antonella, de 4, están inscritos en la escuela, y los padres incluso se casaron en el Ayuntamiento luego de haber estado 15 años juntos, una medida popular entre las parejas no casadas que quieren agilizar sus casos de asilo.
De oficina vacía a refugio
Para junio de 2023, los migrantes habían elevado el número total de personas sin hogar que estaban en los albergues por encima de los 100.000 por primera vez en la historia de la ciudad.
Los hoteles y los refugios tradicionales no podían seguir el ritmo de los solicitantes de asilo que llegaban atraídos por la promesa de alojamiento gratuito. El alcalde, clamando por ayuda federal, consideró la posibilidad de alojar a los inmigrantes en cruceros, gimnasios escolares e iglesias.
La ciudad también recurrió a los edificios de oficinas vacíos, adjudicando contratos de emergencia sin licitación a promotores inmobiliarios y otros contratistas que, en algunos casos, tenían conexiones políticas con el alcalde.
En un tramo industrial de Long Island City, en Queens, unos desarrolladores convirtieron un almacén en un espacio de oficinas con modernas ventanas de suelo a techo en 2020, pero después de la pandemia el edificio tuvo dificultades para encontrar inquilinos.
En 2023, la ciudad llegó a un acuerdo para convertirlo en un refugio que albergara hasta 1000 adultos inmigrantes, o “huéspedes”, como los miembros del personal prefieren llamar a quienes se encuentran en esas instalaciones.
La planta baja se equipó con casetas que ofrecían servicios jurídicos y médicos. Se instaló un salón con sofás y televisores, no lejos de la cafetería donde los inmigrantes reciben comidas gratuitas, como un desayuno de manzanas, panes y leche.
Elimane Tambedou, de 29 años, ha estado viviendo en el cuarto piso, durmiendo en uno de los cientos de catres con sábanas delgadas donde los hombres descansan, unos a pocos metros de otros, con sus pertenencias metidas en maletas junto a sus camas.
Pero rara vez está adentro, salvo cuando entra a rezar, aferrando su rosario sobre una pequeña alfombra, las únicas pertenencias que trajo de Senegal, país que representa el 5 por ciento de los migrantes en los refugios.
Suele sentarse afuera, en la acera, releyendo un libro de texto de agricultura o un libro africano que promete revelar los secretos de la prosperidad financiera. O se queda mirando fotos de todo lo que dejó atrás: los campos de berenjenas que cultivaba, las gallinas y el pavo que criaba.
“Adentro, si estoy solo, pienso en otras cosas, en mis pensamientos, en los problemas que tenía con mi madrastra y en por qué no puedo llevarme bien con mi padre”, dijo en francés. “Mi vida anterior”.
Dos veces a la semana, va caminando al LaGuardia Community College para tomar clases de inglés. Y algunas tardes juega fútbol con otros inmigrantes en una cancha cercana. Su uso ahora está en discusión, luego de un reciente enfrentamiento con una liga benéfica local.
Un polémico refugio junto al paseo marítimo de Brooklyn
Desde Staten Island hasta el Bronx, las tensiones han estallado a mayor escala en cada lugar donde se ha abierto un nuevo albergue: entre los ciudadanos, los activistas que denunciaban las condiciones de vida en los centros de acogida y los padres molestos por el uso de los gimnasios escolares.
Eso ocurrió en Brooklyn, donde las autoridades de la ciudad comenzaron a pagar al menos 20 millones de dólares al año al propietario de un complejo de oficinas remodelado junto al Astillero Naval de Brooklyn para albergar a 3000 inmigrantes, uno de los mayores albergues de la ciudad.
Las quejas sobre la calidad de vida aumentaron entre los vecinos cercanos al albergue de Hall Street, y una serie de incidentes violentos —incluido un tiroteo que la policía investigó como relacionado con pandillas—, generó exigencias de que se redujera su tamaño.
En el interior de un espacio vacío que iba a convertirse en una instalación de cotrabajo, miles de hombres duermen ahora en catres. Se instaló wifi, así como sitios para el lavado de pies para los inmigrantes musulmanes y tiras que brillan en la oscuridad para que puedan orientarse cuando las luces se apagan a las 10:00 p.m.
Una noche de marzo, Aldryn Zea comenzó un meticuloso ritual que había perfeccionado en su tránsito por los refugios.
Desinfectó el colchón que le habían asignado con un limpiador perfumado y metió sus artículos de aseo dentro de una toalla. Las pantuflas de Grinch iban debajo del catre, junto a sus botas y su casco de construcción. Sus papeles de inmigración quedaron guardados bajo el colchón.
Zea, de 34 años, comentó que había huido de Venezuela hacía más de un año, tras haber sido golpeado por un grupo paramilitar por participar en protestas contra el gobierno del país.
Por una breve temporada, tras conseguir un trabajo en construcción en el que cobraba 22,50 dólares la hora, pudo pagar un departamento de 600 dólares al mes en el Bronx. Pero la carga de trabajo disminuyó en el invierno, lo que lo obligó a volver a regañadientes al sistema; un camino común entre los migrantes que intentan salir adelante en una ciudad costosa como Nueva York.
“Quiero aspirar a más”, dijo Zea, en español. “Quiero salir de aquí lo más rápido posible”.
Se fue a dormir pensando en su pareja y su bebé, a quienes había dejado atrás. Unos meses después iría a su encuentro con globos en el aeropuerto de Newark.
Dos pisos más arriba, Roger Miranda, otro venezolano, era una de las personas con mayor edad que estaban en el sistema, con 67 años; menos del 1 por ciento de los inmigrantes tienen más de 65 años.
No tenía dinero ni familiares en la ciudad, pero el personal del centro de acogida no tardó en descubrir que ese hombre diminuto y siempre bien educado también era un artista consumado, concentrado en su oficio.
Pintor y profesor de arte con dos doctorados, Miranda emprendió la peligrosa caminata a través de Latinoamérica solo —“y con Dios”, apunta— para culminar la “investigación del arte universal” en la que había invertido toda su vida.
“Era de vida o muerte llegar a Estados Unidos”, dijo Miranda en octubre. “Iba a morir en el anonimato”.
El albergue permitió que Miranda montara un pequeño estudio junto a su catre. Pasaba los días pintando lienzos, utilizando pinturas y pinceles donados, así como materiales que compra con dinero en efectivo que otros migrantes le han dado.
Para él, a diferencia de otros, abandonar el refugio no era algo prioritario.
Una ciudad de tiendas en una pista de aterrizaje
En octubre de 2023, mientras llegaban 600 inmigrantes al día, las autoridades recurrieron a una opción menos deseable: dormitorios gigantescos en carpas, de los que se utilizan en las misiones de ayuda en catástrofes, que fueron instalados en un antiguo aeródromo de un remoto rincón de Brooklyn.
La ciudad construyó los dormitorios en el Floyd Bennett Field a pesar de las protestas y las críticas por lo inadecuado y aislado del lugar. Se encontraba en una zona propensa a inundaciones junto a la bahía de Jamaica y a unos 40 kilómetros del centro de Manhattan.
Pero a pesar de todo, en la vieja pista de aterrizaje surgió una miniciudad.
Cuatro carpas gigantescas se convirtieron en un laberinto de cubículos con catres, separados por divisiones de poco más de dos metros de altura destinadas a ofrecer cierta intimidad a 500 familias. Otras tres carpas albergaban una sala de correo, asistentes sociales y una cafetería, donde los niños pequeños venezolanos conviven con los niños asiáticos acompañados de los resonantes ritmos de la salsa.
En medio de la cacofonía de actividad, una tranquila familia de tres miembros de Ecuador estaba allí desde marzo, dentro de un austero cubículo. Compartían un teléfono celular y la Biblia que llevaron a Estados Unidos.
La Biblia, dijo el padre, Alberto Guambiango, fue “lo único que no me robaron” durante el viaje.
Procedentes del altiplano andino, donde vendían coloridos productos textiles antes de huir de la violencia y del desplome de las ventas, la familia se sentía fuera de lugar en Nueva York.
En su primer día de trabajo, Guambiango se perdió durante cinco horas en el metro y llegó al refugio al amanecer, temblando y asustado. Tuvo que memorizar sus dos horas de trayecto hasta el restaurante de Roosevelt Island donde trabajaba lavando platos, utilizando sus ingresos para pagar la deuda de 18.000 dólares que tenían con los familiares que pagaron a los contrabandistas para que los ayudaran a cruzar la frontera.
Los ecuatorianos son la segunda nacionalidad más numerosa en los refugios, pero la familia Guambiango también era indígena, lo que los convertía en una minoría dentro de los hispanos de la ciudad. Su lengua materna no es el español, sino el kichwa, que es un dialecto quechua y fuente de una gran marginación.
Tras la elección de Trump, la familia empezó a buscar un piso de alquiler con otras familias inmigrantes, entre rumores de inminentes redadas de inmigración. A principios de este mes, la ciudad anunció que cerraría el complejo antes de la toma de posesión de Trump y reubicaría a los migrantes en otras instalaciones, ante la preocupación de que el presidente electo pusiera en la mira al refugio, que se encuentra en terrenos federales.
“No estamos tranquilos”, dijo en noviembre Nicolaza Criollo, la madre. “La gente está desesperada para salir de aquí”.
Al final del pasillo, una familia china —una de las pocas que hay en un refugio dominado por los hispanohablantes— hizo de su compacto alojamiento un colorido hogar..
Sus paredes estaban cubiertas de recortes en forma de corazón y acuarelas brillantes, creaciones artísticas de Huang, su hija de 3 años. Sus padres consiguieron un colchón para sustituir los rígidos catres de estilo militar, y construyeron un dosel con sábanas. La habitación rebosa de botanas compradas en Chinatown.
La familia, cristianos practicantes de la provincia de Fujian, dijo que huyeron el pasado octubre y cruzaron la frontera entre Estados Unidos y México en enero para escapar de la persecución religiosa.
“En China, a menudo nos sentimos incómodos y ansiosos en nuestra propia comunidad, pero en Estados Unidos tenemos más libertad”, dijo en mandarín Huang Jiliang, el padre, de 33 años. “Podemos decir lo que queramos, y hay una sensación de tranquilidad y comodidad”.
A diferencia de los ecuatorianos, la familia china pudo salir del refugio en julio, tras una estancia de seis meses. Están alquilando un departamento compartido en Flushing, Queens, donde Jiliang consiguió un trabajo instalando aparatos de aire acondicionado, mientras su esposa, Guo Yanxia, cuidaba de Huang.
También encontraron una iglesia a la que pueden asistir.
Saliendo del sistema de acogida
Más de 170.000 de los 225.000 migrantes que la ciudad ha acogido desde principios de 2022 han abandonado el sistema.
Algunos pudieron encontrar una vivienda permanente, luego de haberse quedado en los albergues durante meses o incluso un año. Miles fueron desalojados después de que la ciudad empezara a limitar las estancias a 30 o 60 días para los adultos solteros. Otros abandonaron Nueva York, desilusionados por las perspectivas laborales o atraídos por mejores oportunidades en otros lugares.
Aproximadamente el 80 por ciento de quienes permanecen son familias con niños —unas 42,000 en total—, lo que complica los esfuerzos de cerrar los refugios sin dejarlos en la calle. Pueden quedarse hasta 60 días antes de tener que irse y volver a solicitar una extensión de su estadía.
Algunas de estas familias son madres solteras con hijos, quienes se ven especialmente perjudicadas por la falta de acceso fácil a guarderías que les permitan trabajar.
La situación se convirtió en un estrés que lo consumía todo para Jennifer Escalona, de 36 años, madre venezolana que llegó con sus dos hijos en mayo tras escapar de una pareja abusiva en Denver, poco después de emigrar de Venezuela el año pasado.
Inscribió a sus hijos en la escuela, pero no tenía con quién dejarlos durante las vacaciones de verano, lo que limitó su búsqueda de trabajo. La familia rara vez se alejaba de su habitación de una sola cama en un Holiday Inn de Long Island City, donde viven 900 inmigrantes. Otros dieciocho hoteles cercanos también se han convertido en refugios.
Con solo unos pocos dólares en la cartera, Escalona se sentía especialmente desamparada cuando sus familiares en Venezuela le pedían dinero. Se escondía en el cuarto de baño para llorar sin que sus hijos la vieran.
“Yo no soy mujer de salir a la calle y pedir”, dijo. “Yo no vine a vivir del gobierno por dos años”.
A pesar de su gratitud por el alojamiento gratuito, se volvió cada vez más paranoica dentro del refugio. Describió una sensación de vigilancia constante, lamentó las restricciones para llevar comida a su habitación y especuló con que las comidas rancias del refugio la habían enfermado. Esa situación formaba parte de las quejas recurrentes entre los residentes del refugio.
También empezó a sentirse mal recibida en Nueva York, donde dijo que se estereotipaba a los venezolanos por los delitos que habían cometido algunos inmigrantes recientes.
“No todos somos iguales”, dijo. “Todos no podemos pagar por una persona”.
Deseosa de un cambio, aceptó la oferta permanente de la ciudad para tomar un transporte pagado de vuelta a Denver, un esfuerzo por descomprimir el abarrotado sistema de albergues. Más de 47.000 migrantes han salido en vuelos y autobuses pagados por la ciudad.
Los funcionarios de la ciudad han intentado diferenciar los boletos de ida del programa de autobuses de Texas que provocó la afluencia en Nueva York, pero los paralelismos son inconfundibles.
Un refugio en Randall’s Island
Pocos refugios fueron percibidos tan negativamente como uno que se encontraba lejos de la vista de la mayoría de los neoyorquinos: un dormitorio de tiendas de campaña construido en Randall’s Island, una franja de terreno principalmente recreativa en el East River.
Las tiendas, del tamaño de un campo de fútbol americano, han experimentado lo que, según los críticos, son todos los efectos adversos de la crisis migratoria: un tiroteo mortal, un apuñalamiento, una redada policial y campamentos de personas sin hogar. La presencia del refugio también irritó a los neoyorquinos que utilizaban los campos de atletismo sobre los que se construyeron las tiendas.
Pasando los detectores de metales y la zona de teléfonos para llamadas internacionales, el albergue era hogar de inmigrantes adultos que dormían en interminables hileras de catres, como si acabaran de ser desplazados por una catástrofe natural.
Pero el complejo de tiendas de campaña, que en un momento llegó a albergar a más de 3000 personas, quizá sea el ejemplo más crudo de desplazamiento humano masivo, donde se muestran rastros de humanidad a pesar de unas condiciones poco ideales.
Pocos encarnaron esa humanidad mejor que Moussa Sall, un carismático mauritano de 33 años originario de África Occidental, quien se convirtió en el alcalde de facto del albergue durante los siete meses que vivió allí.
Su dominio de cinco idiomas —árabe, inglés, francés, pulaar y wolof— lo convirtió en un traductor muy solicitado entre los inmigrantes africanos que intentaban frenéticamente comunicarse con el personal para hablar de sus problemas legales, de vivienda y de trabajo.
Pero fue su voluntad de ayudar a otros inmigrantes —a pesar de sus propias luchas— lo que lo convirtió en una de las personalidades más conocidas del refugio.
“Soy musulmán, y no es solo por el orgullo”, dijo tras ayudar a dirigir un servicio de oración musulmán para inmigrantes en abril. “Alguien me ayudó a mí también. Cuando ayudo, soy feliz”.
Dijo que abandonó Mauritania el año pasado a instancias de su madre, después de que la policía matara a su hermano, y que gastó 9000 dólares para llegar a la frontera sur volando a través de Costa de Marfil, Turquía, España y Colombia.
Cuando llegó a Nueva York dormía en el metro, antes de entrar en el sistema de centros de acogida y quedarse en Randall’s Island durante meses, incapaz de encontrar un empleo sin permiso de trabajo. A menudo, no podía digerir la comida del refugio y pasaba días sin comer hasta que su familia le enviaba dinero para comprar pollo y arroz en una tienda al otro lado del río.
Tras meses de estancamiento, Sall logró un breve avance.
Consiguió un trabajo cocinando en un restaurante halal de Brooklyn, donde le pagaban 13 dólares la hora (menos que el salario mínimo), seis días a la semana, y ganaba lo suficiente para enviar algo de dinero a su madre.
Lo trasladaron a otro refugio de Brooklyn, empezó a buscar un apartamento y contrató a un abogado de inmigración. Sin embargo, hace poco dejó su trabajo tras ser tratado injustamente, dijo, y está estancado de nuevo.
En cualquier caso, Randall’s Island pronto dejará de necesitar un alcalde de facto: como el número de llegadas de inmigrantes sigue disminuyendo, la ciudad ha anunciado que cerrará el refugio de tiendas de campaña en febrero.
Raúl Vilchis, Karina Tsui, Olivia Bensimon y Sofia Poznansky colaboraron con reportería.
Producido por Eve Edelheit y Jenni Lee.
Luis Ferré-Sadurní
es un reportero del Times que cubre inmigración, centrándose en la afluencia de inmigrantes que llegan a la región de Nueva York. Más de Luis Ferré-Sadurní
Todd Heisler
es un fotógrafo del Times, radicado en Nueva York. Ha sido fotoperiodista por más de 25 años. Más de Todd Heisler
Raúl Vilchis, Karina Tsui, Olivia Bensimon y Sofia Poznansky colaboraron con reportería.
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