De Miami a Madrid, lágrimas por ‘CAM’: lo mejor de una generación cubana exiliada que nos deja | Opinión

Llego imperdonablemente tarde a rendir homenaje a un exiliado cubano, Carlos Alberto Montaner, que significó para muchos de nosotros en Miami más de lo que las palabras pueden expresar.

Perdona la tardanza maestro.

Era imposible escribir entre un laberinto de lágrimas.

Conocido en todo el continente americano y España por sus prolíficos escritos y su ingenio, Montaner —colega, columnista político, amigo (nuestro “CAM”, lo llamabamos), y no político, como algunos erróneamente lo encasillan cuando nunca se postuló para un cargo público— representa lo mejor de una generación que se nos va sin ver realizado el sueño de una Cuba democrática.

Debió ser el presidente de una Cuba libre.

Un verdadero líder

Montaner —liberal respetado entre los líderes latinoamericanos y creadores de opinión de la mayoría de las tendencias políticas, a pesar de la implacable propaganda del régimen cubano en su contra— tenía todo lo que se habría necesitado para sacar de la oscuridad a una Cuba poscastrista.

Tenía el peso intelectual, la astucia política, los aliados y la elocuencia para lograr el milagro de unir tanto a los cubanos de la isla como a los de la diáspora regados por el mundo. Podía haber ganado unas elecciones justas y liderado un resurgimiento económico y político multipartidista que no hubiera dejado fuera a aquellos con los que discrepaba políticamente.

Conocía las intimidades de la gobernanza por sus relaciones con líderes latinoamericanos y europeos. No se le podía tachar de derechista. No lo era. No serlo le acarreó enemigos acérrimos en nuestro exilio dividido de Miami. No se le podía tachar de izquierdista. Apenas estaba a la izquierda del centro, era un elector registrado sin afiliación política en el Condado Miami-Dade.

Aunque tenía sus opiniones incisivas, Montaner no combatía públicamente a sus detractores, otro rasgo que le hacía mejor persona. Era un hombre muy centrado con un único propósito: ganar aliados en la lucha por una Cuba independiente y democrática. Solo reconocía un grupo de enemigos: la dinastía Castro, su elenco de apoyo y sus herederos.

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Montaner rara vez profundizaba en la política estadounidense, excepto cuando se trataba de la política hacia Cuba y América Latina y otros asuntos exteriores que dominaba a la perfección. Era un experto en las influencias históricas y culturales que dieron forma al continente americano.

Cuando criticaba a líderes mundiales en sus columnas, incluido el ex presidente Donald Trump, trataba tanto al hombre como a sus políticas con decoro, sus elegantes palabras eran más elocuentes que los epítetos.

Incluso su ingenio y picardía políticos llevaban el barniz diplomático de la cultura y la clase.

“Nuestro presidente”, bromeábamos algunos de nosotros tras la caída del imperio soviético, soñando con una Cuba que, a pesar de las desigualdades sociales, las venganzas y la corrupción anteriores a Castro, fuera líder en muchas industrias, incluidas las comunicaciones y la cultura.

CAM respondía, también en broma, asignándonos puestos en su administración.

Ya fuera visitando su casa en el precioso barrio madrileño de El Retiro, en una cena de editores españoles durante la Feria del Libro de Miami o almorzando con él y su querida esposa, Linda, en el Perricone’s de Brickell, estar en su compañía era un privilegio... y divertido.

Carlos Alberto y Linda Montaner.
Carlos Alberto y Linda Montaner.

Hace años intenté convencer a CAM, tras una operación de corazón, de que comiera más sano en lugar del plato de pasta que había pedido. Fue un fracaso, y la única vez que lo vi a punto de perder los estribos tanto con Linda como conmigo.

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Una última lección

Aunque no pudo liderar una Cuba democrática, Montaner nos deja toda una vida de análisis político, miles de columnas de opinión, veintitantos libros de no ficción y novelas, y una última lección: cómo morir con dignidad.

“Cuando usted lea este artículo, yo estaré muerto”, escribió en una columna que empezó a escribir en Miami en 2022, después de que le diagnosticaran un trastorno cerebral degenerativo conocido como parálisis supranuclear progresiva.

Terminó dictándola cuando ya no podía escribir; fue publicada póstumamente la semana pasada.

“Creo firmemente en la eutanasia y en la muerte asistida, como, afortunadamente, piensa más del 70% de los españoles”, escribió.

Algunos de los periódicos más importantes del país —The Washington Post, The Wall Street Journal y Miami Herald y el Nuevo Herald, su terruño estadounidense— escribieron obituarios con motivo de su fallecimiento el 29 de junio en su casa de Madrid. Había viajado hasta allí, con sus facultades deteriorándose rápidamente, para morir a su manera.

La necrológica del Post presenta a Montaner como “una figura polarizadora en toda América Latina, con duras críticas a la política y la cultura”. Yo no veo a Montaner de esa manera. Su crítica me parece perspicaz.

Y los lectores, los jueces últimos, apreciaron tanto su intelecto que se calcula que su obra, publicada regularmente en innumerables periódicos y revistas en tres idiomas, era leída por unos 6 millones de personas en toda Iberoamérica y Europa.

Una vez amigo, siempre amigo

La última vez que supe de Montaner fue en septiembre, cuando me llegó un correo electrónico a mi cuenta personal.

Me estaba copiando en las instrucciones que le mandaba al administrador de sus portales digitales.

“Querido Wen”, escribió, “ciérrame la página de Facebook en la que atacan a mi amiga Fabiola Santiago. Deja solo la que yo autorizo. Un abrazo, CA”.

¿Cuántos “influencers” en este mundo nuestro están dispuestos a renunciar a un pedazo de gloria en internet por un amigo?

Solo este gigantesco caballero.

Santiago
Santiago