Maria, inasible Callas. Angelina Jolie dedicó todas sus fuerzas a encarnar al epítome de la diva de ópera
No es un secreto que abordar un personajón como Maria Callas implica arriesgarse a más dolores de cabeza que satisfacciones. Es un árduo desafío que el valiente Pablo Larraín se echa al hombro y del que no sale del todo indemne.
La intención es loable, la tarea difícil, diríase imposible, el trabajo, encomiable. Larraín demuestra arrojo, sinceridad y amplio conocimiento en el tema; y en este renglón hay que destacar la música suntuosa que envuelve su producto. Y además, óptimamente elegida y arreglada, como el inicial Ave Maria de Verdi, interpretado luego en piano, entre otras. No obstante, al estar íntimamente relacionadas con cada escena, las arias en italiano que interpreta la diva en cuestión sufren al no estar subtituladas. Así el neófito no sabe, ni tiene por qué saber, que la última frase de Maria es “Por qué, Señor, me pagas así?”, remate del Vissi d’arte (Viví para el arte) de la Tosca pucciniana y cierre de una historia que sin subtítulos pierde importancia.
Música y ambientación (amén de algunos excesos) son sus renglones mas sólidos así como la espléndida fotografía, especialmente las tomas en blanco y negro. Exquisitos, cuidados, impecables aunque podría argumentarse que la dosis de música quizás resulte un tanto excesiva al espectador no habituado.
Donde Maria flaquea es en un guion grandilocuente e insulso que se vuelve tedioso, preso en una solemnidad enmarcada en lo políticamente correcto, su golpe de gracia. Esa misma solemnidad opaca el meritorio trabajo de una Angelina Jolie evidentemente dedicada con todas sus fuerzas a encarnar al epítome de la diva de ópera. Gran esfuerzo pero, no alcanza.
Si la idea de Larraín es reflejar el somnoliento ocaso del ídolo, tan dorado como el bellísimo París que retrata inmaculado, lo logra sin vuelta de hoja. Es en los fundamentales flashes al pasado donde la película acusa una falta de contraste imprescindible. Falta la otra Callas, la pantera incendiaria, la tigresa feroz, el patito feo avanzando a dentelladas, el fenómeno estético poseído por “mi órgano rebelde” (como llamaba a su voz tan inclasificable como ingobernable), la artista total consumida por la ambición y un perfeccionismo inalcanzable, tan demandante y temperamental que le valió el mote de “La greca atroce”, falta el deslumbramiento del amor por ese paisano enriquecido que la hizo vibrar por primera vez y abandonarlo todo.
Mas allá de alguna mínima inexactitud histórica que puede tomarse como licencia poética, mucho queda reducido a frases, poses, mohines y escenas que revisten poco interés; la mejor, la del juego de cartas entre Maria, el ama de llaves y el mayordomo. En ese breve terceto, tierno y bello, se vislumbra lo que el filme pudo ser. El resto languidece en una suerte de opulento panegírico visual signado por una densa solemnidad con Callas en un pedestal que no despierta ni admiración ni amor.
Los mitos saben guarecerse, se escurren burlando a las generaciones que los juzgarán cuando hayan partido. En rasgos generales, dos tipos de público se asomarán curiosos a esta Maria. Los que no tienen la menor idea de quién se trata (quizá con suerte, a algunos los motivará a explorar el universo lírico que generoso los aguarda) y los aficionados que la aman o la odian y que, en ambos casos, como inveterados sabihondos escudriñarán cada detalle del film hasta condenarlo o beatificarlo.
Quizás podría establecerse un paralelismo con la figura de Evita –en sus encarnaciones fílmicas sea musical, líder, villana o santa-, entre aquellos que no sabían quien era frente a los apasionados provistos de diferentes dosis de amor o de odio.
Desde algún lugar esos mitos nos miran sonriendo irónicamente, gozando del privilegio de permanecer tan elusivos como inasibles a nosotros los mortales. Así sea.