Maltrato animal: la nueva vida de Coco, el mono rescatado de un placard en Belgrano, y el déficit legal detrás de su caso
En diciembre pasado, el caso de Coco, el mono carayá encontrado dentro de un ropero y con signos de maltrato en una casona del barrio de Belgrano durante un allanamiento, generó una gran conmoción en nuestra sociedad. El pequeño carayá, hasta ese día llamado Simón, fue noticia en todos los medios. Más allá de que en los primates los humanos podamos reconocer rasgos y gestos similares, suficientes para cuestionarnos el misterio de la creación y la evolución de la especie, me pregunto cuál fue la razón por la que Coco produjo ese impacto, habiendo tantos en situaciones similares de crueldad.
Lo mismo ocurre con ciertos hechos policiales. Por un momento, y ante el horror, la impunidad reinante y la falta de herramientas para combatir el mal (hacia quien fuera) quedan en evidencia. Volviendo a Coco, de no mediar el fallo judicial que lo declaró sujeto de derechos, este monito robado a la selva probablemente de pequeño –cuyos huesos fueron literalmente triturados y sus colmillos extraídos, prácticas normales en los monos víctimas del tráfico ilegal y destinados a ser mascotas– hubiera quedado vinculado a las decisiones de las causas legales que enfrentan sus captores, pues las únicas leyes aplicables a su caso serían las que sancionan el maltrato animal y el tráfico de fauna silvestre.
Sin embargo, ninguna de las dos prevé penas efectivas de prisión. Tampoco se podría haber evitado el hecho de que Coco regresara con sus captores, si estos fueran absueltos en las otras causas iniciadas por presuntas actividades ilegales en la casona allanada.
El apacible minibarrio de casas nobles y caminos arbolados que se empezó a construir en 1927
Como en tantos casos, el verdadero problema son las leyes. Los animales en nuestro país son considerados “cosas”, eso implica que no poseen derecho alguno. Ante algunos tibios proyectos que intentan cambiar los códigos Civil y Penal, invariablemente las resistencias han sido demasiadas como para que algún político se arriesgara a levantar fuertemente la voz en defensa de los animales. Los intereses en juego cuando se trata de animales son muchos. Y el dinero también.
Para cualquier persona que haya convivido alguna vez en la cercanía de un animal (cualquiera sea), queda claro que ellos son seres sintientes; sienten el dolor, la tristeza, la alegría, el bienestar y tanto, tanto, más. No creo que nadie de buena fe se anime a afirmar que los animales sean “cosas”. Entonces, me pregunto, ¿por qué para nuestra obsoleta ley continúan siéndolo?
También es claro que observando a los animales de cualquier país, pueblo, ciudad, paraje, sabremos lo que allí sucede con su gente. Y en cada realidad socioeconómica la problemática será diferente. Ellos son un reflejo de la sociedad en la que viven.
Penosamente y por experiencia también sabemos que una importante mayoría de la clase dirigente reacciona de acuerdo con lo que la sociedad reclama en cada momento. Coco fue un claro reflejo de ese reclamo. Separar la problemática animal de la de los humanos es, cuanto menos, ignorancia.
Coco vive hoy conmigo en la Fundación Zorba, luego de otra resolución judicial que nos entregó su tenencia. Por las mañanas, después de comer su comida predilecta, mango y rúcula, es la hora de los baños de sol; todo el que le faltó durante su vida. Hasta que el sol desaparece de la ventana, permanece inmóvil y es empresa imposible intentar trasladarlo a otro lugar.
Luego pasea entre salvias y margaritas, a las que sacude, prueba, come; se pierde entre ellas sin que jamás lo pierda de vista. Coco es tan pequeño y tiene tan pocas defensas que podría hasta ser levantado en el aire por un carancho, picado por una víbora o algún otro animal. Las grandes raíces de los ombúes que sobresalen sobre el césped son todo lo que puede trepar y experimentar, hasta el momento, con los árboles.
Más tarde, agotado por el ejercicio, descansa junto a su nueva amiga: una pequeña perra llamada Condesa, vieja rescatada de Fundación Zorba y cuya cercanía fue recomendada por primatólogos. Juegan y se hacen compañía.
Los miércoles son los días en los que Coco recibe a Inés Morikawa, su veterinaria y fisioterapista, dando vueltas de contento. Recibe una hora de masajes al son de una música relajante. Al atardecer, cuando se empieza a sentir la humedad, se acomoda alrededor del fuego y se dispone a dormir.
Aquí, en síntesis, su vida es todo lo buena que puede ser para alguien en su condición, robado a la selva de pequeño, mutilado e impedido de tener una existencia de mono para siempre. Algo que sucede día a día con muchos más de su especie, y de otras. Es de esperar que el grito de la sociedad esta vez sea escuchado.
*La autora es presidenta de la Fundación Zorba