Médico, refugiado. Violinista, refugiada. Modelo, refugiada.


Cuando un terremoto, una guerra o la agitación social te empujan a cruzar la frontera y aventurarte a lo desconocido, aprendes la dura lección del refugiado: no solo has perdido tu hogar, tu trabajo, un país. Es posible que también hayas perdido tu propia identidad.

Esta lección es ahora una realidad para una gran cantidad de personas, pues se calcula que actualmente hay 25 millones de refugiados en todo el mundo. Y más de cuatro millones de ellos proceden de Venezuela, donde la economía ha colapsado en medio de la corrupción y la mala administración de un régimen cada vez más autoritario.

En entrevistas recientes, cinco venezolanos hablaron con detalle sobre lo que han dejado atrás, lo que lograron llevar consigo y aquello que sienten haber perdido para siempre.

“Ya no soy el mismo de antes”, dijo uno de ellos.

Soy una reina de belleza.

El pequeño poodle miniatura que su futuro esposo le regaló. Los almuerzos distendidos de domingo con su familia. Y la reacción de la gente desconocida que se cruzaba en su camino.

“Yo salía a la calle y me sentía como una celebridad; la gente me saludaba porque me habían visto en la televisión”, dijo.

Chiquinquira Fleming tenía 18 años cuando su carrera de modelaje despegó. Se distinguió rápidamente en el mundo de los concursos de belleza y se coronó en un certamen internacional que se llevó a cabo en 2014 en su ciudad, el adinerado centro petrolero de Maturín.

Un año más tarde, a Fleming le ofrecieron convertirse en la presentadora del segmento de noticias internacionales de la cadena de televisión más grande de su estado. Se despertaba antes del alba y empezaba a trabajar a las 7 de la mañana y para el mediodía estaba en todas las pantallas del estado. Por las tardes dirigía Fleming Boutique, una tienda de ropa que abrió para aprovechar la fama que iba ganando con el modelaje.

“Tenía todo profesionalmente: el mejor trabajo, mi propio negocio”, dijo.

La caída fue súbita.

Primero llegaron los nuevos dueños del canal de televisión y despidieron a la mayoría de los periodistas y a quienes trabajaban ahí, entre ellos a Fleming. Luego las clientas desaparecieron de su tienda y la economía cayó en picada.

“Entonces la gente no estaba comprando ropa”, dijo. “Necesitaban comida”.

Y pronto habría otra boca que alimentar en su propio hogar: Fleming, ahora de 23 años, estaba embarazada.

Al mirar a su alrededor veía un país que había sido próspero en donde la mortandad infantil ahora estaba por los cielos. Se hablaba de padres que abandonaban a sus hijos conforme la comida iba escaseando.

Para ella, Venezuela estaba acabada.

Un día frío del año pasado, Fleming estaba en un camino solitario entre Ecuador y Perú. Le dolían los pies debido a los interminables kilómetros que había caminado y llevaba a su pequeña hija, Camila Victoria, en brazos.

Daba igual que a la exreina de belleza alguna vez la hubieran reconocido en las calles, ahora le era imposible conseguir un aventón a la ciudad siguiente. Los conductores ni siquiera volteaban a verla.

Fleming siguió caminando y se preguntaba qué había por delante. Resultó que lo que había era un barrio popular en una ladera en Lima, a donde llegó por fin después de cruzar a Perú.

Las puertas del periodismo, que alguna vez tuvo abiertas de par en par en Venezuela, se cerraron herméticamente en Perú. Finalmente encontró trabajo vendiendo comida callejera.

A veces desea estar de vuelta en el país del que huyó. Allá al menos estaba en casa.

“Más que nada, ahora estoy endeudada”, dijo. “Siento lo mismo que sentía allá: la misma angustia, el mismo estrés. Contando monedas, pero ahora sola”.

Cuido a la gente.

Era un búngalo de cuatro recámaras en un exuberante camino en un valle a una hora en coche desde Caracas. De las paredes colgaban fotografías familiares y en la cochera había cuatro autos y una motocicleta, esta última había sido un capricho, seguro, pero eran buenos tiempos.

Mahler Carrasco, hijo de un policía, había crecido en vivienda de interés social. Solía maravillarse al mirar la casa que compartía con su esposa y sus dos hijos. “Mi vida había cambiado tanto”, dijo.

Más que un hogar era un sitio para refugiarse de Caracas, donde Carrasco tenía un negocio de seguridad privada que cuidaba a las familias más poderosas de Venezuela. Y le había costado mucho trabajo.

Durante su infancia, Venezuela nadaba en dinero de la boyante industria petrolera y ofrecía una movilidad social que era la envidia de la región.

De joven, Carrasco se unió al ejército y ascendió hasta convertirse en miembro de la guardia presidencial. A principios de los 2000, luego de un cargo como oficial de policía, fundó una empresa que proveía de guardaespaldas a diplomáticos y ejecutivos extranjeros.

Cuando Venezuela empezó a batallar económicamente, Carrasco, que cobraba en dólares estadounidenses, se convirtió en el benefactor de su familia extendida y mandaba dinero a su mamá y ropa y medicina a sus hermanos, hermanas y primos. Y aún así le alcanzaba para su pasión: tenía un Chevrolet Malibú rojo y uno blanco, una Ford Sierra de los ochenta y un Ford Fairlane 500 de los sesenta.

Pero sentía que la violencia del país cada vez estaba más cerca. Carrasco empezó a ir armado para protegerse a sí mismo, no solo a sus clientes. Y luego se le acabaron los clientes pues los extranjeros se marcharon del país.

“Empecé a vender lo que tenía”, dijo. “Fue un remate. Yo ya no era la misma persona”.

En 2017, un grupo de hombres armados en motocicleta llegaron y atacaron a su hija con un cuchillo. Intervino y lo dejaron muy golpeado.

El búngalo en el valle ya no era un refugio. Quedarse en Venezuela ya no estaba era parte de la ecuación.

“Soldé las puertas y sellé todo”, dijo Carrasco. “Y dejé mi casa, así nomás”.

La familia huyó a la frontera y llegó hasta Perú. Después, el año pasado, Carrasco se enteró de que tenía cáncer de pulmón.

Como era el único proveedor de su familia, consiguió un viejo carrito de supermercado y empezó a vender jugo afuera del hospital donde recibía quimioterapia. A veces estaba tan débil que apenas podía mantenerse en pie.

Luego encontró trabajo como guardián de barrio. No es lo mismo que en su empresa de seguridad, pero le hace sentir que otra vez cuida de otros.

No hace mucho, Carrasco escuchó que unos ladrones habían entrado a su viejo hogar y lo habían dejado vacío. A veces piensa en cuán alto había llegado en su vieja tierra y cuánto ha caído otra vez.

“Jamás creímos que podría haber otro cambio tan radical”, dijo.

Soy empresaria.

El esposo de Cinthia Delgado era un refugiado cuando se conocieron en Venezuela en los años noventa. Acababa de escapar de Colombia y de la matanza de Pablo Escobar. En Medellín, la ciudad que Juan Pablo Chalacra dejaba atrás, los secuaces de Escobar recorrían las calles y presionaban a los hombres para armarse y unirse a su lucha contra el gobierno.

Pero en San Cristóbal, la ciudad fronteriza donde vivía Delgado en el lado venezolano, Chalacra encontró un refugio.

También encontró a Delgado.

Él era uno de los innumerables colombianos que en ese entonces llegaban a Venezuela, pocos con intenciones de volver a casa. “Te digo que todos teníamos un pariente colombiano en ese entonces”, dijo Delgado.

Ahora que lo piensa, Delgado recuerda haber trabajado como diseñadora gráfica, haciendo bocetos de logotipos y tarjetas de presentación en una empresa en la que el negocio prosperaba. Recuerda asados de sábado y a sus mascotas, Lulu y Dolly. Pero lo que más recuerda es la casa que compartía con su nuevo esposo.

Era una obra en construcción. Conforme la familia extendida de Delgado iba creciendo, la casa también crecía y se añadían pisos para primos, tías y abuelos. Los departamentos eran modestos pero construidos al gusto.

“El mío tenía ventanas grandes porque me gustan las ventanas grandes”, dijo.

Sin embargo, al desplomarse la economía de Venezuela también se desplomó la fortuna personal de Delgado.

Cuando Chalacra tuvo un accidente de motocicleta y se lastimó las piernas y la espalda, el hospital no estaba en condiciones de hacerle la tomografía computarizada que requería. Cuando hubo que operarlo, los doctores le dieron una lista de compras que incluía guantes, sutura y antibióticos.

Chalacra se recuperó, pero cuando quedó claro que Venezuela no lo haría, la pareja se dio cuenta de que no tenían más remedio que desandar el camino que él había andado décadas antes y mudarse a Colombia. Ahora el marido de Delgado sería el que ofrecería refugio, en el mismo país del que él había huido.

Al igual que Chalacra décadas antes, Delgado cruzó la frontera en 2018 con los bolsillos casi vacíos. Ella y su hijo de 22 años llevaban solo ropa y suficiente efectivo para comprar los boletos para el autobús que los llevaría a Medellín, donde Chalacra preparaba su hogar.

Al principio Medellín le daba miedo a Delgado. Todo lo que sabía de su nuevo hogar en los Andes eran las anécdotas terribles que su esposo le había contado de la era de Escobar. “Pasé casi un año sintiendo que estaba a punto de llorar”, dijo.

Pero como su esposo era colombiano, al menos tenía hogar.

“No llegamos como tantos venezolanos que tienen que dormir en la calle”, dijo. “Llegamos a una casa. Llegamos con su familia”.

Aun así, Delgado tenía mucho que aprender.

Intentó trabajar en un restaurante. Intentó cuidar a los niños de una familia más adinerada, su primer empleo como trabajadora doméstica.

Cuando su esposo empezó a vender comida en la calle, dijo, lloró. Cuán bajo habían caído, dice que pensó.

Su esposo, un refugiado con más experiencia, la corrigió. “Me dijo que este trabajo no es deshonroso”, dijo.

Ahora a Delgado puede vérsele junto a él.

“Me dijo: ‘Mi amor, tenemos que trabajar. La comida no nos va a estar esperando. El hambre tampoco”.

Soy violinista clásica.

Su violín era italiano y cuando era niña en Caracas soñaba que tocaba a Beethoven enfundada en vestido de noche en una sala de conciertos. Considerando la familia de la que venía, no era un sueño descabellado.

La madre de Andrea Calabrese era profesora de viola y su padre era un compositor y director muy conocido. “Algunas familias van al parque los domingos”, dijo. “Nosotros íbamos a los conciertos”.

La primera vez que tomó un violín tenía 10 años; ensayaba escalas musicales después de hacer la tarea. El matrimonio de sus padres terminó cuando ella era pequeña, pero el proyecto de vida de ambos—criar a una hija música— continuó.

Su madre, Joyce, le enseñó pacientemente a tocar entre un estudiante y otro. En las noches la niña veía a su padre componer trabajos para orquesta en su estudio. A menudo él se detenía para contarle historias sobre la vida de los compositores.

Calabrese vivió la vida de una joven de clase media alta y durante algún tiempo su familia parecía estar blindada de la crisis económica que invadía el país, incluso cuando el café y la harina de maíz empezaron a desaparecer de los almacenes.

Pero en sus ensayos de orquesta las costuras ya empezaban a notarse. Los músicos pasaban meses sin cobrar y muchos abandonaron el país.

Las marchas contra el gobierno empezaron en 2017 y muchos músicos participaron, algunos incluso llevaron sus instrumentos para tocar en medio de los perdigones y el gas lacrimógeno. Calabrese recuerda el día en que uno de ellos, de apenas 18 años, cayó muerto por una bala de la policía. Tocaba la viola, el instrumento de su madre.

El camino a seguir quedó claro para Calabrese cuando, meses más tarde, recibió la llamada de una amiga que dijo que se iba para Buenos Aires. Entonces se dio cuenta de que para ella también se había acabado la vida en Venezuela.

Alcanzó a su amiga en el aeropuerto.

Calabrese abandonaba su país pero no su sueño. El violín italiano estaba entre las pocas pertenencias que empacó antes de irse.

En Argentina un amigo la recomendó para una orquesta local, pero el sueldo no cubría el alquiler y la comida. Así que Calabrese renunció y buscó público en otro lado. Se levantaba a las 4 de la mañana y tocaba en la estación 11 del metro de Buenos Aires y vivía de las monedas que le daban.

“En tres días ganaba lo que ganaba con la orquesta en un mes”, dijo.

Pero otros músicos, algunos de ellos venezolanos, tuvieron la misma idea y las ganancias de Calabrese se vinieron abajo.

Hace poco guardó su violín y se puso a trabajar detrás del mostrador en un restaurante italiano del centro.

El hecho de ir a un concierto ya es un lujo, pero fue a la actuación de una soprano de Venezuela, Mariana Ortiz, que se presentaba en el célebre Teatro Colón de Buenos Aires.

“Tantas veces que cantó ella en la orquesta de mi padre”, dijo Calabrese. “Pero también se fue del país”.

Dirijo un gran consultorio médico.

El doctor Leonardo Pérez alentaba a su paciente al oído con la calma de quien ha traído al mundo a miles de bebés.

Pero ya no estaba en el consultorio boutique que alguna vez tuvo en Venezuela. Ahora se encontraba en una pobre ciudad desértica de Colombia repleta por refugiados venezolanos. Un “cementerio de inmigrantes”, como le decían algunos del personal.

El hospital no disponía de analgésicos así que alguien le había puesto un trapo en la boca a la joven que estaba junto a Pérez para evitar que se mordiera la lengua al dar a luz.

A su alrededor había de todo, excepto calma.

El hospital estaba en Maicao y la paciente tenía un embarazo de alto riesgo. Pero estos días, la mayoría de las mujeres que llegan al hospital presentan embarazos de este tipo. Parece que siempre hay más, pues más y más venezolanos buscan en Colombia un refugio de la inestabilidad de su propio país.

El doctor Pérez es uno de ellos. Vive la vida montado en la frontera, con una pierna en cada lado.

Dos semanas al mes vive solo en Maicao, en un apartamento pequeño junto al hospital desbordado, donde pasa largas horas laborando para enviar todo el dinero que puede a su familia en Venezuela.

Las otras dos semanas las pasa del otro lado de la frontera, en Maracaibo, la ciudad donde tiene puesto su corazón y que su esposa y sus dos hijos, de 12 y 8 años, llaman hogar. El doctor Pérez se siente tan atado a Maracaibo que su reloj marca la hora de Venezuela independientemente de en qué lado de la frontera esté.

Pero estos días apenas si reconoce su ciudad: Maracaibo está envuelta en crimen, hambre y una creciente sensación de pavor. Él recuerda cuando era una comunidad de restaurantes, centros comerciales y cines, pero sobre todo, recuerda cuando era verde.

“Ahora es marrón, ahora es seca”, dijo. “Ya no hay ese verde que es vida”.

El doctor Pérez recuerda que su consultorio también se fue secando.

Había sido discípulo de un obstetra muy afamado y al ir ganando reputación se enorgullecía de ir entrenando a jóvenes médicos para que siguieran sus pasos.

Ahora, las fotografías con sus antiguos estudiantes en mascarilla y pitufo cuentan la historia de todo lo que ha cambiado.

“Se fue, se fue, se fue”, dijo apuntando a un estudiante tras otro. Cuando llegó su turno de marcharse, el doctor Pérez se encontró tocando puertas en Colombia en busca de trabajo. Consiguió un contrato de corto plazo como ginecólogo en un pueblo donde la guerrilla tenía mucha presencia. Pero el gobierno no quería reconocer la validez de sus títulos médicos venezolanos así que el doctor Pérez probó suerte en un restaurante de comida rápida. Fracasó.

Cuando al fin consiguió permiso para volver a ejercer la medicina, el gobierno de Colombia le puso límites estrictos a las actividades que podía desempeñar y le prohibió hacer uso de las habilidades como cirujano ginecológico por las que era conocido en su país.

“Hay tanto que yo podría hacer”, dijo, frustrado.

Un “cementerio de inmigrantes”: las palabras le dan terror al doctor Pérez. ¿Qué le pasará a sus seres queridos si se ven obligados a cruzar también la frontera?

Así que sigue trabajando para mandarles dinero.

“Soy un prisionero”, dijo e hizo una equis con sus muñecas, como si las tuviera esposadas. Vestía mameluco y el gorro médico de camuflaje que había traído de Venezuela. “No solo he perdido la esperanza, he perdido la fe. Yo ya no soy el mismo de antes”.

Nicholas Casey reporteó desde Medellín; Megan Janetsky, desde Maicao, y Andrea Zarate, desde Lima.

This article originally appeared in The New York Times.

© 2020 The New York Times Company