La lluvia, el nuevo enemigo de los mexicanos a los que ningún clima les gusta

Lluvias en la Ciudad de México. FOTO: ROGELIO MORALES /CUARTOSCURO.COM
Lluvias en la Ciudad de México. FOTO: ROGELIO MORALES /CUARTOSCURO.COM

La lluvia ha hecho acto de presencia en las calles de la capital mexicana y lo que más se le agradece es que haya terminado con el nefasto calor que azotó a la metrópoli durante los últimos tres meses. Sin embargo, fieles a nuestras costumbres, ya hemos comenzado a quejarnos de todos aquellos daños colaterales provocados por las salvajes gotas que vuelven resbaloso cualquier asfalto, tiran techos y provocan lagos de aguas turbias en nuestras avenidas.

¿Algún día estaremos conformes con el clima de turno? No. Jamás tendremos esa madurez. En este país nos encanta discutir por todo y el clima ocupa uno de los lugares comunes favoritos de esa tradición. Por eso mismo la tendencia a encontrarle bondades y defectos a cualquier estado del tiempo nos distingue sobremanera. Si del calor odiamos el bochorno exasperante que produce, a la lluvia le echamos en cara su incapacidad de dejarnos disfrutar el día libremente y varias cosas más.

Apenas suena una leve gota ya sabemos cuál será el desenlace, al menos, durante las dos o tres horas subsecuentes: un aguacero de esos que nos hacen pedir perdón por nuestros pecados. Conviene guardar prudencia cuando de pronósticos se trata. Aquel cielo apenas nublado con apariencia inofensiva puede mutar en un auténtico diluvio. Y en algunas ocasiones, las menos, en honor a la verdad, las nubes negras que gobiernan el cielo tienen un ataque de generosidad y optan por postergar sus energías para el anochecer, en el mejor de los casos, y así podemos respirar un poco y mantener el paraguas en su estado natural.

Lluvias en Ciudad de México.  FOTO: MOISÉS PABLO/CUARTOSCURO.COM
Lluvias en Ciudad de México. FOTO: MOISÉS PABLO/CUARTOSCURO.COM

Quizá uno de los aspectos más reseñables de la lluvia y sus maleficios (o los maleficios que hemos decidido adjudicarle) es que su incordia es democrática: molesta a todos por igual. Claro que los peatones tienen que arrinconarse debajo de una lona o dentro de algún establecimiento para evitar llegar a casa totalmente empapados, pero también es verdad que los conductores se enfrentan a un dolor de cabeza que se añade al caos cotidiano que ya se puede catalogar como estresante y, aun sin lluvia, desquiciante.

Pero todo no es malo y menos si se compara con otros contextos que, de igual modo, nos disgustan. La lluvia, a diferencia del calor, deja un aura refrescante una vez que la furia se le ha pasado. Eso sí que nadie se lo puede quitar. En cambio, tanto el calor como su antagonista, el frío, cuentan con la extraña propiedad de perseguir nuestros pasos durante las 24 horas del día. Además, aunque el efecto de la lluvia entorpezca las comunicaciones, todavía tiene un dejo de melancolía mandar una postal o un video de las cascadas de agua que golpean nuestras ventanas.

Tal vez sea el arcoíris que deja cuando termina, quizá el hecho de que la hemos romantizado atribuyéndole efectos balsámicos sobre la neurosis que guía nuestro día a día, pero al final todos los arranques fúricos de lluvia son deducibles: su caos es el precio a pegar por el estado de tranquilidad que nos evoca su fin. Solemos decir que “después de la tormenta siempre viene la calma” y, seguramente, ese mantra aplicable a los vaivenes de la vida sea el mismo que nos hace actuar con relativa y temporal indulgencia contra los aguaceros.

Relativa y temporal porque, obviamente, será cuestión de horas para volver a maldecirla. O hasta de minutos, porque las secuelas suelen ser una obligación a levantarse del sofá: hay que barrer el agua de la azotea, y también de la banqueta, o rogar por que la calle no esté inundada. La lluvia puede ser amada y odiada, ambas al mismo tiempo, buena y mala, peor o mejor. Y todo lo que ustedes y yo digamos. Si quieren, podemos discutirlo.

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