La habitación del pánico del policía Casimiro: mirilla, cerrojo y 20 años de cárcel por tirotear a los asaltantes de su vivienda

“¿Quién duerme con una mirilla en la puerta de su dormitorio?”, se pregunta Casimiro. “¿O con un cuchillo junto a la cama?”, insiste. Hace años que ni él ni su mujer pegan ojo por las noches. Ni las pastillas evitan que se sobresalten de forma recurrente cada madrugada, en torno a las tres, la hora a la que en 2011 cuatro asaltantes invadieron su casa y le destrozaron la vida.

Los últimos ocho años han sido los peores en la vida de Casimiro Villegas, policía local de Sevilla desde el año 90. Iba para Guardia Civil, pero la falta de agentes para la Expo 92 le hizo opositar para municipal. Por último, trabajaba en la central de transmisiones y pensó que el estrés que le generaba su puesto en la central de transmisiones podía mitigarse con una casa en mitad de la nada.

El expolicía local Casimiro Villegas mostrando el uniforme que guarda en su casa de Dos Hermanas, (Sevilla) / Foto: Fernando Ruso
El expolicía local Casimiro Villegas mostrando el uniforme que guarda en su casa de Dos Hermanas, (Sevilla) / Foto: Fernando Ruso

En 1999 adquirió un solar de 2.700 metros cuadrados en la periferia de Sevilla, entre Bellavista y Dos Hermanas. Y lo que fue una finca de recreo acabó convirtiéndose en su vivienda habitual. En 2005 edificó una casa de 300 metros cuadrados de superficie y dos plantas que todavía a día de hoy sigue construyendo con sus propias manos.

En ese lugar tranquilo, apartado del ruido de la urbe, Casimiro dormía al raso en las noches de verano, en el césped, junto a la piscina.

—¿No le daba miedo vivir tan alejado?

—Nunca atisbé temor alguno. Luego supe que ha habido más casos como el mío con otros vecinos. Y es bastante duro.

La noche en la que nada volvería a ser como antes, Estefanía —su mujer— escuchó un ruido en el salón, separado de su dormitorio por apenas una veintena de metros. En lugar de levantarse fue Casimiro el que, en calzoncillos, salió de la cama. Estaba todo tranquilo. El ruido podía venir de la calle y regresó al cuarto para seguir durmiendo. En el camino volvió a escucharse algo. Algo ocurría en el salón.

Casimiro avanzó hasta allí y al abrir la puerta se le abalanzaron hasta tres personas hacia él. “No supe cómo reaccionar, pero el estrés carnívoro de supervivencia se impuso. Fue una pelea encendida, monumental, a puñetazos, patadas, bocados…”, relata agitado el agente ahora jubilado.

“Saqué energía que no sabía de dónde venía, era sobrehumana”, cuenta. “Nuestro cerebro es capaz de sacar fuerzas que en situaciones similares, con cognición, no las desarrollarías nunca —esgrime con los ojos inyectados en sangre—; es increíble”.

Una salvaje pelea a bocados por la supervivencia

En uno de los envites de la pelea, Casimiro recibe un bocado en el pulgar; luego fue él quien mordió a uno de sus atacantes hasta amputarle la aleta nasal. “Era un dolor horroroso”, describe. “Cuando empiezas a dar bocados te conviertes en un auténtico animal”, insiste colérico.

En movimiento de evasión, Casimiro logró zafarse de dos atacantes, que gritaban al tercero que fuese a por la escopeta. “Imagino que no dispararía porque podría haberle dado a sus compañeros, todos familia: hermanos, primos hermanos y tíos”, sospecha el agente.

Casimiro echando el cerrojo en el interior de su dormitorio, como cada noche antes de acostarse / Foto: Fernando Ruso
Casimiro echando el cerrojo en el interior de su dormitorio, como cada noche antes de acostarse / Foto: Fernando Ruso

La suerte quiso que, al escaparse, él cayera contra una puerta de vaivén en el lado de la cocina y ellos en el del salón. El mecanismo de la puerta golpeó a uno de los asaltantes y en esos segundos de confusión Casimiro aprovechó para huir al dormitorio en busca de su arma reglamentaria. Llegó lleno de sangre y a gritos, pidiéndole a su mujer que llamara al teléfono de emergencias y se refugiara allí, una zona en la que había quedado acorralada.

“En ese momento, ¿qué haces?”, se pregunta Casimiro. “¿Te quedas en el dormitorio sin salida o vas a su búsqueda para echarlos de la casa?”. Él optó por la segunda opción y arrancó a moverse, ensangrentado e invadido, por el miedo por el pasillo que conecta el dormitorio con el resto de la casa. “Ahí afloró el policía que llevo dentro”.

Por el camino se topó con uno de los ladrones, que le acometió por su costado izquierdo. “Venía a buscarme”, apunta. El sistema de puertas de vaivén hizo de la casa un laberinto que se alió con Casimiro. De un golpe consiguió repeler el ataque y su asaltante huyó.

“Se oyó un gran ruido, tal vez cayera él contra la lavadora; puede que se me disparara el arma o que el ruido fuese mayor en mi imaginación, no puedo dar una explicación lógica”, narra Casimiro. En el momento de los hechos, y resultado de la mordedura en su mano derecha, el agente —zurdo— portaba su arma con la izquierda.

El atacante salió por la cocina y Casimiro, atajando, por el pasillo. Mientras, en el salón el que portaba la escopeta ayudaba a salir de la laberíntica casa al atacante herido en la pelea. Todos buscaban la salida.

“¡Mátalo, mátalo!”

Ya fuera de la vivienda, en el recibidor, Casimiro se asustó al ver una furgoneta industrial al frente suya. Y el agente gritó: “¡Alto, soy policía!”. Del otro lado pudo escuchar claramente una voz que también gritaba: “¡Mátalo, mátalo!”. Todo estaba a oscuras, no se veía ni la silueta de los árboles. “Vi pasar a uno de ellos, lo encañoné, pero no disparé; volví a escuchar un estruendo, estaban disparando contra mí. Y yo devolví los disparos a la rueda para incapacitar el vehículo”, relata.

El expolicí­a sevillano muestra hacia dónde empuñó el arma y dónde se encontraba la furgoneta de los asaltantes, en el interior de su finca / Foto: Fernando Ruso
El expolicí­a sevillano muestra hacia dónde empuñó el arma y dónde se encontraba la furgoneta de los asaltantes, en el interior de su finca / Foto: Fernando Ruso

Según un informe de balística, todos los disparos que Casimiro realizó fueron a parar a la parte frontal izquierda, en las inmediaciones de la rueda delantera del lado del conductor. “Estaba muerto de miedo, temblando y disparé de noche, cuando no estaba preparado”, reconoce el agente.

La furgoneta realizó una brusca maniobra. El afán de los atacantes era sacarla de allí. Hicieron un trompo y golpearon el vehículo contra uno de los muros perimetrales de la finca. “Los perseguí hasta la entrada de la casa y vi cómo el escopetero abrió fuego contra mí. Ahí sí hubo un enfrentamiento arma contra arma. Agoté la munición. Mi mujer empezó a chillar. Creía que estaban atacándola. Y me fui para ella a tranquilizarla”, narra encendido Casimiro.

El operativo de la Policía Nacional logró detener a los asaltantes a pocos kilómetros de la casa cuando se dirigían a uno de sus refugios. Tres de los atacantes, situados en el interior de la furgoneta, resultaron heridos de bala. Uno de ellos, de no ser por la rápida intervención de los agentes que los detuvieron, habría muerto desangrado.

Los asaltantes acabaron en el hospital y detenidos. Gracias a la intervención de Casimiro defendiendo su casa pudieron imputarles a los atracadores otros delitos investigados por la Policía. El ADN de la sangre del herido en el salón de la casa vinculó al ladrón con otro robo; un teléfono móvil que se dejaron tras la pelea también sirvió para esclarecer otra denuncia. “El caso tiene siete piezas separadas”, apunta el agente jubilado.

“Me persigue el Estado”

“Si estuviese en Estados Unidos me felicitarían por resolver otros delitos, pero a mí nadie me ha felicitado en ocho años —lamenta Casimiro—; al revés, me persigue el Estado. Y es ilógico”.

La Fiscalía, y la acusación particular, pide para Casimiro 20 años de prisión y 300.000 euros de responsabilidad civil por cuatro delitos de lesiones. “Al que mordí y a los tres que resultaron heridos de bala”, especifica el agente jubilado, que sufre las medidas cautelares: el embargo de la vivienda en la que se produjeron los hechos, la congelación de su cuenta bancaria con sus ahorros y la intervención de su pensión de jubilación fruto de una incapacidad permanente absoluta por un trastorno por estrés postraumático.

La oficina desde la que prepara su defensa para el juicio previsto el próximo mes de marzo / Foto: Fernando Ruso
La oficina desde la que prepara su defensa para el juicio previsto el próximo mes de marzo / Foto: Fernando Ruso

Casimiro lee y relee los atestados y toda la información generada en su caso, que se juzgará este mes de marzo. Se licenció en Derecho mucho antes de los hechos para poder defender en los juzgados los atestados que escribía como policía. Un ejemplar del Código Penal comparte espacio en la estantería de la cocina con libros de recetas y un pastillero con el que el agente jubilado controla la toma de sus medicamentos.

—¿Duerme bien?

—¿Cómo? Es imposible dormir bien, tengo un tratamiento farmacológico que es lo que hace que duerma.

Su mujer, Estefanía, cuenta que cada madrugada ambos se despiertan en torno a las tres de la mañana, la hora en la que se produjeron los hechos. Después aguantan en la cama sin poder dormir hasta que les dé el alba. No oculta Estefanía su miedo, no solo a las represalias de los atracadores que asaltaron su casa. Sobre todo, a volver a vivir un intento de suicidio de Casimiro.

Ocho años y un intento de suicidio

Fue en Navidad de 2012, un año después del asalto a su casa. Casimiro cayó en una profunda depresión cuando recibió los autos de procesamiento. “Llegó el momento en el que se me quitaron las ganas de vivir; ¿cómo podía estar con una petición de 20 años de prisión, arruinado económicamente, mendigando por los despachos de los abogados?”, se pregunta.

Medicación que toma diariamente el expolicía desde que sufrió el asalto en 2011 / Foto: Fernando Ruso
Medicación que toma diariamente el expolicía desde que sufrió el asalto en 2011 / Foto: Fernando Ruso

Una tarde, “estando totalmente ido”, Casimiro cogió su arma reglamentaria. Me la puse debajo de la barbilla y empecé a quitar las retenciones. Cuando iba a apretar el gatillo llegó mi mujer, y me la retiró suavemente de la mano”, narra el agente.

—¿Ella tiene miedo de que vuelva a pasar?

—Sí, ella está asustada. Tiene ganas de que todo acabe para venderlo todo e irnos de España. No vamos a seguir vivienda en un país que persigue a aquellos que se defienden de unos criminales que entran a su casa. No, no merece la pena vivir en este país.

Antes de que pueda cumplir su sueño de empezar una nueva vida fuera de España, Casimiro dedica muchas horas al día para preparar su defensa. Desde su oficina se ven las medidas de seguridad con las que ha fortificado su casa. En total ha destinado más de seis mil euros en cámaras, alarmas, muros y un largo etcétera que no blinda su sueño. “Hasta una mirilla tengo en la puerta del dormitorio”, insiste.

Aunque en estos días previos al juicio, lo que le quita el sueño es volver a estar cerca de sus atacantes. “Voy en calidad de imputado, como malo”, se lamenta. “Tener que verles la cara a estos individuos será difícil”, advierte. “No los conocía, nunca antes lo había visto, no sabía quienes eran… Nunca he ido a un juicio de esta envergadura, tampoco había disparado antes mi arma en 24 años de servicio. Era la primera vez que la usaba”, cuenta Casimiro.

—¿Le dan miedo esos 20 años de condena?

—A mí con que me condenen a un año ya me han destrozado la vida. Si tengo que pagar los 300.000 euros, habré perdido todo lo que he conseguido reunir en la vida. Estamos arruinados.

En su casa hay un muñeco con cara y proporciones humanas sentado en el porche para asustar a posibles atacantes. Todas las cancelas están condenadas, inservibles. Tres perros, dos de gran tamaño, custodian la finca. Y Casimiro interrumpe su discurso rememorando aquella noche del 29 de marzo de 2011.

“Soy policía y tenía la obligación de actuar”

“¿Qué querían que hiciera con los asaltantes? ¿Dialogar? ¡Me han llegado a decir que por qué no me quedé en el dormitorio! Estaba en una casa, aislado y sin ayuda; el Estado es el único autorizado a usar la fuerza y, en ese momento, el Estado era yo, se pongan como se pongan los mejores juristas de este país. No se puede abandonar a una persona a su suerte. Soy policía y tenía la obligación de actuar”.

—¿El hecho de ser policía le ha perjudicado?
—Me ha perjudicado terriblemente. Hay expertos en violencia que me dicen que si hubiese sido panadero con un arma corta federado en tiro olímpico no me hubiesen procesado. Hay varios casos como el mío y no han sido procesados porque han visto claramente la legítima defensa, en mi caso no.

—¿Y por qué no?
—Habrá que preguntárselo al juez instructor, él dice que yo los perseguí en huida. Es el mantra de la eterna huida del criminal. ¿En huida cómo? Los disparos de la furgoneta no los reciben por el portalón trasero, todos son frontolaterales.

A la espera de juicio y de la sentencia, Casimiro ya tiene una pena. Perdió su trabajo, el de ser policía, un oficio que le gustaría volver a ejercer. Ha gastado 60.000 euros en su defensa. Además, tiene secuelas físicas y psíquicas: trastorno por estrés postraumático, hernia discal, pesadillas recurrentes, un estado de vigilancia permanente, fobia, alteración en el habla…

Su defensa solicitará su absolución.

—¿Si volviese a pasar?

—Haría lo mismo, me defendería, como cualquier ser humano. Si en vez de policía hubiese sido carnicero hubiese cogido el cuchillo más grande que hubiese tenido a mi alcance, pero soy policía.