Jesús Molina, el eterno jugador sin reflectores que logró fueran mejores sus equipos

Jesús Molina en un partido entre Pumas y Pachuca de marzo pasado. (Mauricio Salas/Jam Media/Getty Images)
Jesús Molina en un partido entre Pumas y Pachuca de marzo pasado. (Mauricio Salas/Jam Media/Getty Images)

Jesús Molina nunca tuvo grandes reflectores sobre sí. Ha puesto fin a su carrera y pronto será una noticia más. Y no porque le hayan faltado títulos o calidad, sino porque así redondeará su misión en el futbol: brillar a su modo. El mediocampista mexicano de 36 años dijo adiós al futbol vistiendo la camiseta de Pumas. Empezó en Tigres, club en el que rápidamente se erigió como promesa. En el América vivió sus años de despegue: ahí se convirtió en unos de los mejores contenciones de la última época en el futbol mexicano (había empezado su carrera como defensa central).

No jugaba en una posición que lo volviera ídolo de multitudes: ¿qué niño comienza a jugar futbol y dice que quiere ser contención? Pero sí jugaba en una posición indispensable para todo equipo que se digne de ser competitivo. Pronto lo entendieron en Coapa: la construcción de su equipo pasaba por Molina. Su primer éxito, el título del Clausura 2013 venciendo a Cruz Azul en la final, vino acompañado de un toque amargo: fue expulsado durante el tiempo regular y la histórica remontada se consiguió sin él.

Pero, a pesar de eso, todos sabían que habría sido imposible llegar hasta ahí si su nombre no hubiera estado presente tantas tardes de sosiego. Y la revancha no tardó mucho en llegarle. Para el Apertura 2014, Molina fue campeón ahora sí de manera indiscutible: no sólo como titular, sino como piedra angular del futbol americanista. Para muchos, era el jugador más importante de aquella oncena dirigida por Antonio Turco Mohamed. Y eso que compartía campo con Oribe Peralta y Rubens Sambueza.

Era la brújula del equipo de manera indiscutida. Recuperaba, achicaba los espacios, daba salida con el balón, siempre con criterio y fortaleza. Era, pues, un contención total. Ningún niño quiere jugar ahí. Luego, de adultos, todos se dejan cautivar por esa posición magnética: el cinco, el que mueve los hilos, la columna vertebral que da equilibrio. Muchos le llaman el trabajo sucio, pero eso sería demasiado simple y reduccionista. Es el trabajo más limpio que existe en el futbol: hay que hacerlo desapercibido para que esté bien hecho. Y Molina cumplía con esa máxima.

América ambicionaba el bicampeonato y no pudieron contarlo. Molina sí lo hizo. Se marchó a Santos para ganar su tercer título de Liga y dejar una lección que hoy deberían recordar todos: no hay nada más importante en el futbol que el equilibrio. Molina lo siguió demostrando en Torreón, luego en Rayados de Monterrey y, finalmente, en Chivas, ya en la recta final de su carrera. A Pumas llegó con sus mejores momentos expirados.

En la cumbre de su carrera, nadie entendió que Las Águilas lo dejaran ir con tanta facilidad. El error tuvo deslumbre: lo incluyeron en un cambio por Darwin Quintero, explosivo jugador que había sido figura en Santos Laguna. Parecía lógico: darle más poder a un equipo que ya era campeón. En esa época, una analogía inundó a la prensa: el Ferrari de Coapa. Eso pretendían ser y se estrellaron de manera estrepitosa. Sin Molina, perdieron balance. Nadie podía reemplazarlo por más estrellas que tuvieran y por millones desembolsados. Y así será recordado.

Ha cumplido con su misión en el futbol y no hay más que decir. Jugadores como Molina existen para eso: para que su presencia pase inadvertida, pero su ausencia de note en demasía. En Selección Nacional fue constante, pero nunca jugó un Mundial. Un contención de época que no tuvo espacio en la máxima justa. Es la trampa del futbol. No puede existir la perfección ni siquiera para los que hacen todo bien.