“Jamón crudo sin sal”. El impactante relato de los primos Strauch, los encargados de diseccionar los cadáveres para alimentarse en los Andes

Los primos Eduardo, Daniel y Adolfo Strauch, sobrevivientes de la caída del avión uruguayo en la Cordillera en 1972
Los primos Eduardo, Daniel y Adolfo Strauch, sobrevivientes de la caída del avión uruguayo en la Cordillera en 1972

Fernando Parrado y Roberto Canessa caminaron durante nueve días por las altas cumbres de la Cordillera de los Andes para buscar ayuda y posibilitar el rescate de otros 14 sobrevivientes del vuelo uruguayo que, en 1972, se estrelló camino a Chile. Fueron, quizás, los protagonistas principales de ese milagro retratado en el cine, libros, crónicas y relatos. Pero hubo otros héroes, más anónimos, tal vez desplazados por la vergüenza de los roles que tuvieron, y decidieron tomar durante los 72 días que pasaron en la montaña. Roles que fueron indispensables para sobrevivir.

Son los Strauch. Los Primos. Los encargados de diseccionar los cuerpos para alimentarse.

La película La Sociedad de la Nieve (Netflix), del español Juan Antonio Bayona, rescata a esos tres sobrevivientes que durante décadas vivieron a la sombra del tabú generado por lo que ocurrió en la montaña. El film reveló la determinación con la que los primos tomaron una decisión angustiante, pero a la vez vital para la supervivencia de sus compañeros.

Los primos Strauch, hoy: Adolfo, Eduardo y Daniel
Los primos Strauch, hoy: Adolfo, Eduardo y Daniel

“Le dije a Daniel: ‘Algo tenemos que hacer, de acá no salimos, vamos a tener que comer los cuerpos’”, relata Adolfo Strauch en el documental Lo de Évole, que presentó el domingo Antena 3, de España. “Ahí podría haber cambiado la historia, porque si yo te decía ´¿estás loco?’, nos hubiésemos demorado hasta el día 10 y terminábamos todos fundidos”, le responde Daniel Strauch. “Hubo un momento conmovedor que fue convenciendo a muchos: cuando ofrecimos nuestros cuerpos, unos a otros”, aporta Eduardo Strauch.

Los primos, protagonistas de la historia, compartieron su relato al conductor del ciclo, Jordi Évole, durante un reencuentro en una chacra de Colonia, Uruguay, donde se reunieron por primera vez en más de 20 años. Con descripciones conmovedoras –por momentos impactantes– recorrieron el día a día de ese viaje que comenzó siendo una aventura de rugbiers uruguayos en Chile y que terminó convirtiéndose en una pesadilla de 72 días.

En el milagro de Los Andes hubo 16 sobrevivientes de las 45 personas que viajaron en el vuelo 571 de la Fuerza Área Uruguaya. “Estábamos totalmente desconectados de la realidad. Cuando nos rescataron no entendíamos nada. De repente veíamos una horda de periodistas y nos preguntábamos ‘¿a quién vienen a buscar?’, recordó Eduardo, sobre la primera sensación al bajar del helicóptero que lo trasladó desde el Valle de las Lágrimas hasta el puesto de atención médica.

“De Mendoza a Malargüe, lindísimo, serenito, veíamos la Cordillera nevada y era emocionante. Pero cuando el avión se mete en la Cordillera empieza el movimiento, el primer pozo de aire, y después el segundo…mamita… no para, no para, no para, hace fondo, sube y el motor a fondo, una lucecita que se prende y veo las montañas al lado. La puta madre, me puse en posición fetal y sentí todos los ruidos, agua nieve que me empapa la cabeza, kerosene y después me desperté en el revoltijo de la gente gritando. No sé qué pasó”, relató Adolfo en el documental, durante una sobremesa junto a sus primos y Évole.

“Venía abajo del ala y veía la pared de la montaña. Me abracé al asiento y no sentí el primer golpe, no escuché nada, seguía esperando el impacto y escuché el último golpe cuando pega con alud”, agrega Daniel. Y sobre esos primeros momentos, Eduardo remata: “Pensaba que todo era una pesadilla Lo primero que vi cuando abrí los ojos fue la madre de Nando muerta. Ahí dije ‘esto es real, está pasando’”.

La Sociedad de la Nieve presenta la alimentación de los sobrevivientes al mismo nivel que el resto de las decisiones y acciones que tomaron en la montaña para no morir a 4000 metros de altura. Buscar comida en las maletas, tratar de conectarse con los equipos de rescate, atravesar la cordillera y alimentarse de los muertos. Todo al mismo nivel.

La decisión más dramática debió tomarse rápidamente, a los cinco días del accidente, con el hambre que consumía la energía. “Es una angustia, pero ¿qué hay que hacer? Es asqueroso lo que hay hacer. Yo me quedé pensando de noche, pensaba que estaba medio loco. Le dije a Danielito, ‘algo tenemos que hacer, de acá no salimos, vamos a tener que comer los cuerpos’. Y me dice ‘yo estoy pensando lo mismo’. Teníamos que romper el tabú: o comemos los cuerpos o nos vamos a morir de a poquito. Era el quinto día, y seguramente no nos iban a buscar. Ese fue el gran conflicto interno”, relata Adolfo en el documental, 52 años después, quizás con la misma cabeza fría y determinación que lo acompañó en aquel momento.

“Al comunicarlo fue con diplomacia y democracia porque íbamos a tomar una medida angustiante, delicada. Pasaron tres días en esas discusiones porque no podíamos tomar una medida sin que la acepte al menos la mitad”, recuerda Adolfo. “Ahí nos dimos cuenta que se negaban tres o cuatro y dijimos ‘bueno, hay que darle para adelante’”, refuerza Daniel.

Procedimientos

La charla con Jordi Évole ingresa en un territorio oscuro cuando los protagonistas relatan los procedimientos y las experiencias de alimentarse de cuerpos humanos. “Salí del fuselaje con un pedazo de vidrio –rememora Adolfo–, agarré un cuerpo boca abajo, sin saber de quién era, se cortó el vaquero, se cortó el cachete de la nalga y se probó. Para quitarle importancia y darle valor al resto dije ‘esto es como jamón crudo sin sal’, pero no tenía gusto a nada”.

“Lo increíble del ser humano es que a los pocos días era como comer pollo y no teníamos ningún problema, la mente se bloqueó porque si no hubiésemos enloquecido”, dice Eduardo sobre esa experiencia.

Pero para algunos compañeros no fue tan fácil tomar la decisión de ingerir restos humanos. “Para facilitar y animar a los que no habían comido agarramos un cajón de Coca Cola, las pocas maderas que había, prendimos fuego, un pedazo de chapa y algunos trozos de carne se hicieron a la plancha. Así todos comieron un churrasquito”, explica Adolfo sobre como superaron esa instancia.

Los primos Strauch sabían de quiénes eran los cuerpos que alimentaban al resto. El pacto fue entre ellos; el resto no tenía conocimiento. Algunas situaciones demuestran el límite al que llegaron al cargar con esa decisión. “Por suerte no éramos muy cercanos de la mayoría de los que habían muerto; era más fácil hacerlo con alguien desconocido que con un amigo. La riqueza eran los cadáveres, era la única forma de mantenernos vivos”, sostiene Adolfo. “Sin embargo, después de 50 años me parece brutal pensarlo y contarlo”, se sincera Eduardo.

Daniel, por su parte, tuvo su propia experiencia con la familia de una de las víctimas. “A mí un solo padre me dijo si podía ir a buscar a su hijo o no; finalmente fue y lo encontró. Lo que me estaba diciendo es ‘¿a mi hijo se lo comieron o lo puedo ir a buscar?’. Y yo sabía que el cuerpo estaba entero”, afirma.

Los cuerpos eran la fuente de energía que los sobrevivientes necesitaban, pero, sin embargo, el hambre no desapareció, sino que así se detuvo el deterioro de su salud. En esa supervivencia extrema, con 30 grados bajo cero de temperatura, no había espacio para el ritual de despedida de un muerto. “Los que rompimos el tabú fuimos nosotros, los más salvajes, los que no escuchábamos lo que nos decían nuestros padres sobre la religión. Si vas a las tradiciones, jamás vas a la antropofagia. Es pecado mortal”, sostiene Adolfo. Un pecado mortal, acaso, que hoy les permite contar estar historia.