Opinión: Jake Paul contra Mike Tyson es el espectáculo absurdo que nos merecemos

US YouTuber/boxer Jake Paul (L) and US retired pro-boxer Mike Tyson (R) hug at the end of their heavyweight boxing bout at The Pavilion at AT&T Stadium in Arlington, Texas, November 15, 2024. (Photo by TIMOTHY A. CLARY / AFP) (Photo by TIMOTHY A. CLARY/AFP via Getty Images)
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La mitad de la diversión de cualquier combate, ya sea de boxeo, lucha libre o artes marciales mixtas, es la propaganda previa al combate. Los contrincantes se dicen insultos terribles, se lanzan miradas fulminantes en el pesaje y aparecen en un video editado hábilmente en el Jumbotron con sonidos de metal pesado. El propósito de esas maniobras es persuadir a todos los implicados de que el Combate del Siglo en turno será mucho mejor que el que tuvo lugar el mes pasado.

La expectación alcanza su punto álgido cuando los luchadores ingresan al ring (o al octágono, o lo que sea que los contenga) y el locutor presenta a los combatientes: en ese momento, en realidad, nacen las leyendas de la lucha. En ese momento, se escuchó que Muhammad Ali era “el más grande”; en ese momento, en el mundo de la lucha libre, intuimos lo que traería The Rock; llegado ese punto, nos presentaron al inmortal James “Bonecrusher” Smith. ¿A quién no le gustaría pasear por el mundo y que lo presentaran con el apodo “Bonecrusher”?

El viernes por la noche, cuando estaba a punto de empezar el tan esperado (aceptemos la culpa) combate entre el influente de YouTube Jake Paul, de 27 años, y el excampeón de los pesos pesados Mike Tyson, de 58 años, ante un público de más de 70.000 aficionados que abarrotaban el estadio AT&T en Arlington, Texas, y 60 millones de hogares que, según los informes, lo veían en directo por Netflix, llegó el momento de la presentación de Paul. Tenía curiosidad por saber el nombre con el que se conocería al influente. Jake Paul: “¿El asesino del hashtag? “¿El influente infligidor?” (en lo personal, me gusta “El botón de silenciamiento”). Justo antes de que Paul entrara en la arena, un locutor bramó: “¡En esta economía de la atención, él la acapara y la convierte en capital!”.

Bueno, no exactamente “Bonecrusher”.

Aproximadamente media hora más tarde, cuando el mayor evento de boxeo de los últimos años concluyó tras ocho asaltos soporíferos, muchos de los millones de personas que estaban en casa sin duda se preguntaron por qué habían dedicado su noche del viernes a ver eso. Pero así es la promesa de Netflix: oye, ya estás abonado, esto no te costó nada más que tu tiempo, ¿por qué esperas algo más? Después de todo, lo único que prometía el combate Tyson-Paul era espectáculo y, después de todo, fue lo que obtuvimos.

El problema de que el espectáculo sea el fin en sí mismo es que le quita el lugar a la calidad real. Una cosa es ver una pelea absurda, pero otra muy distinta es que solo queden peleas absurdas. Es una situación que se hace eco de la queja de Martin Scorsese sobre las películas de cómics. El problema no es que todas las películas de cómics sean malas; el problema es que, si los estudios sólo hacen películas de cómics, eso es lo que el público esperará, y poco a poco se acostumbrará, e incluso se habituará, a algo de menor calidad.

Observamos este fenómeno no solo en el boxeo o en otros deportes, sino en muchos aspectos de la sociedad estadounidense, desde sucesos tontos (un influente que se enfrenta en el ring a un boxeador legendario pero cuyos mejores años ya pasaron) hasta la venta de alimentos (un YouTuber le pone su nombre a una cadena de restaurantes pero acaba acusado de servirles carne cruda a los clientes) pasando, quizá inevitablemente, por nombramientos al gabinete (un presentador de televisión famoso consigue un nombramiento de alto nivel, pero ¿acaso no hace falta alguien que haga realmente el trabajo?).

Tampoco quiere decir que la capacidad de atraer la atención no importe; en la mayoría de los ámbitos, no se puede hacer nada si nadie está mirando. Pero darle prioridad a la economía de la atención puede salir caro. Las primeras estimaciones indican que el combate Paul-Tyson quizá haya sido el combate de boxeo más visto de todos los tiempos, a pesar de que Paul no era un boxeador serio y Tyson, bueno, tiene 58 años. Si el combate Paul-Tyson fuera el primero que hubieras visto en años, ¿algo de lo que viste te haría querer ver otro? Quizá esto es lo que quería la gente: no un combate de boxeo ni nada nuevo, sino un leve recordatorio de algo que recuerdan vagamente haber disfrutado una vez.

El atractivo, avivado por la asombrosa (incluso podría decirse subconsciente) habilidad de Paul en su interpretación del papel de canalla, ese tipo al que quieres ver que golpean repetidamente en la cara, era ver a Tyson dar una última paliza. El aficionado deportivo promedio, o incluso el abonado promedio de Netflix, muy probablemente no había visto boxeo en años y muchos quizá solo conocían a un boxeador vivo, en activo o no: Iron Mike Tyson. Los espectadores querían dos cosas: ver a Tyson, cuya vida se ha desarrollado ante nuestros ojos a lo largo de cuatro décadas, desmelenarse como lo hacía cuando tanto él como nosotros éramos jóvenes, y ver la nariz de Paul metida en la parte posterior de su cerebro. Al final, no consiguieron ninguna de las dos cosas, y tampoco nada parecido al boxeo real.

Tyson tuvo una carga inicial en el primer asalto, pero, comprensiblemente, se cansó casi de inmediato. Acabó asestando un total de 18 golpes en todo el combate y, al final, solo se balanceaba de un lado a otro, como tu padre cuando se levanta de la silla demasiado deprisa. Hacia el quinto asalto, era obvio cómo terminaría. Tras semanas de bravatas, incluido ese episodio en el que Paul dijo que Tyson “debe morir”, la noche adquirió la energía de una mala primera cita en la que ambas partes permanecen cortésmente sentadas en silencio hasta que llega la cuenta para poder irse a casa.

Más bien, Paul pareció apiadarse de Tyson cuando dejó de lanzar puñetazos y dejó al viejo león resoplar, algo que, lo confieso, fue una emoción humana sincera y reconocible, la primera vez que he visto a Paul ser más que la versión humana y barbuda de una bebida energética. A nadie sorprendió que, tras el combate y tras una breve señal de reconocimiento de que la edad de Tyson fue un factor por el que no vimos su instinto asesino, Paul insinuara que se debía a un esguince de tobillo y una rotura de ligamentos que había sufrido 22 días antes, en lugar de reconocer que tuvo más empatía por Tyson. Lo único que tienen en común los influentes y los boxeadores es que solo pueden ser humanos en rachas muy cortas.

El problema no es que Tyson-Paul fuera un mal combate. El problema es que se convirtió de inmediato en contenido desechable, descartado hasta que lo sustituya la siguiente distracción sin ninguna caloría, hasta que se nos acaben. Sí, el combate acaparó la economía de la atención y la convirtió en capital. Pero no hizo nada más. Y si seguimos conformándonos con esto —exigiéndolo, de hecho—, al final lo único que nos quedará será la economía de la atención.

Este artículo se publicó originalmente en The New York Times.

c.2024 The New York Times Company

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