‘Inutilidad de los botes’, vaivenes existenciales de un desterrado cubano

La “balsa” ha sido una de las metáforas más extendidas en la literatura y la plástica cubanas de las últimas décadas. Reinaldo Arenas, esa máquina de generar significados, postuló su carácter simbólico en El color del verano (1991); el ensayista Iván de la Nuez expandió su alcance alegórico en La balsa perpetua: soledad y conexiones de la cultura cubana (1998), y para artistas como Sandra Ramos y Luis Cruz Azaceta se ha convertido en sello de identidad de sus obras.

El narrador y poeta cubano radicado en Santo Domingo, Alejandro Aguilar (Camagüey, 1958), acaba de publicar un libro de poesía que se aproxima en varios aspectos a esa corriente temática asociada con las travesías, las fugas, los límites y los naufragios. Es cierto que en Inutilidad de los botes (Isla Negra Editores, 2023) el elemento político aparece de forma tangencial y que la intención simbólica está mucho más diluida, pero el enunciado del título y los versos nos conducen a una lectura en ese sentido. Estamos frente al testimonio de un viaje sin regreso y sus posibles destinos, o como afirma Reina María Rodríguez en el prólogo, la búsqueda de una “fijeza” que ya no hallamos por ninguna parte.

Su primer libro fue un poemario, Tesituras (1994), y cuando parecía que desarrollaría el resto de su carrera como narrador dos libros de cuentos, cinco novelas y un ensayo—, más de dos décadas después publica Tregua (2019) y ahora Inutilidad de los botes. ¿A qué atribuye ese regreso a la poesía bastante poco común entre los novelistas?

A propósito de esta observación, con frecuencia se me pregunta si me considero narrador o poeta. Opto por abrazar la definición de escritor, o persona que escribe, porque siento que los límites de los géneros en mi visión y manera de escribir son muy difusos, y trascienden el par prosa/poesía. Creo que hay mucho de mirada cinematográfica, de memoria visual y emotiva y de análisis ensayístico en todo lo que escribo; una convivencia de lenguajes que viene de mi propia experiencia vital: estudié pedagogía, Historia, relaciones políticas internacionales, artes plásticas, y también guion cinematográfico. He hecho cine, teatro y he estado muy cerca de la danza. He viajado a más de cincuenta países. Todo eso asoma en lo que escribo. Pero la poesía ha estado siempre, y si ahora alcanza un protagonismo creo que se debe a la complejidad del mundo en este momento, a lo que considero un cambio de época, de paradigmas, de formas de ser, estar y producir. Esto me mantiene en estado de asombro y aún trato de descifrar las claves para, entonces sí, poder representar esa complejidad en una obra narrativa. La poesía me permite, de momento, ir equilibrando emociones y análisis para una mejor comprensión del mundo. Y creo que nunca se irá, aunque regrese a los cuentos o a mis novelas de tesis, como les han llamado algunos críticos.

Inutilidad de los botes da cuenta de los vaivenes existenciales a los que está sometida la vida de un desterrado cubano. Siendo un libro muy personal, ¿está consciente de que también tiene una proyección generacional? ¿Qué le comentan los lectores al respecto?

Inutilidad de los botes es un verso del poema “Suerte inmóvil”, que aparece en el libro y que a su vez surge de una imagen casi bucólica pero polisémica, sobre todo en lo que se refiere a Cuba. Sin embargo, no es el tema del libro; creo que hay varios, como la eterna indagación sobre quién soy, qué somos como especie, como humanidad. Esto siempre estará presente porque nunca acabamos de conocernos. Cuando tratamos de hacerlo, nuestra memoria selectiva oculta los peores recuerdos para que nos sintamos mejor con nuestra imagen recreada. Hay en Inutilidad… reflexiones sobre la vida y la muerte, propias de una persona que transita su sexta década de vida siempre lleno de preguntas. Hay muertes cercanas que empujan el verso, como las que provocó la reciente pandemia; hay contemplación, sueños, deseos. También está el desafío autoimpuesto de sacar el máximo de las imágenes y sugerencias a partir de la limpieza del lenguaje, de una economía casi extrema de recursos retóricos. Y eso, también me refiere a la belleza de un bote atado a un muelle en aguas tranquilas, y en otros versos del poema también hay referencias a los pecios, que remiten al fin, a la muerte, o al horror que me causaron los muchos naufragios que recalaron en las costas cuando la crisis de los balseros en el noventa y cuatro.

Técnicamente no fui desterrado, como sí lo han sido más recientemente muchos amigos artistas y disidentes. Salí de Cuba por decisión propia y en un momento decidí no volver. Desde la distancia y desde los poemas, contemplo la isla desmoronándose ante nuestros ojos. La de hoy es la crisis multiplicada que ya denunciábamos los llamados “novísimos” en los noventa, la del hambre y la falta de derechos que sentíamos en carne propia. La revuelta contra la dictadura entonces y ahora también asoma en mis textos, pero no es EL tema. El poemario trae a los lectores que me lo han comentado, sugerencias sobre el exilio, las fronteras, la imposibilidad de la felicidad y la esperanza bajo tales condiciones, aun cuando en la huida se busca hallar algo parecido a la libertad. Alberto Garrido ve en el libro la “nobleza, que es la sabiduría de quien le habla al mundo desde sus propios asombros”; Reina María Rodríguez habla en la nota de contracubierta “de las formas que toman las fugas… hacia un destino incierto donde queremos a toda costa la fijeza que no hallamos por ninguna parte ya”.

Su estilo poético recuerda al “objetivismo” que inició Ezra Pound proyección directa de lo real, economía del lenguaje, sinceridad, y que tanto marcó a los poetas beatniks. ¿Reconoce esa influencia en su obra?

Como muchos, soy deudor del verso libre de Pound y de algunos de sus presupuestos estéticos. Las lecturas de Ginsberg, Kerouac, del realismo sucio de Bukowski y la ola expansiva de la generación hippie ya en los sesenta, causaron un fuerte impacto en mí, cuando era apenas un adolescente rebelde contra los intentos del sistema y de mi propio padre, un utópico obrero ferroviario que se creyó el cuento de la revolución; de hacer de mí un “hombre nuevo”. Pero a quien asumo de esa época como uno de mis padres literarios, es a Raymond Carver. Creo que sus lecturas dejaron una marca en mi forma de decir, tanto en el cuento como en la poesía. En ambos terrenos busco ese minimalismo seco y limpio, ajeno a cualquier regodeo en los recursos metafóricos tan abusados en todas las épocas. Puede que esto no juegue a mi favor entre una parte importante de lectores de sensibilidad estética moldeada por las influencias del romanticismo, el modernismo y la cultura popular. En todo caso, prefiero ser fiel a mí y quedarme con los lectores con los que comparta sensibilidad.

En su libro, El sol de los desterrados, el crítico español Claudio Guillén propone dos modelos de escritor exiliado: el ovidiano, centrado en la nostalgia y la lamentación, y el cínico-estoico, que ve en el destierro la oportunidad de diversificar o universalizar su obra. ¿Con cuál de estos modelos se identifica?

La nostalgia, como el lamento, se da casi por instinto natural, en situaciones límite como cuando te ves cercenado de tu país de origen. También puede ser un recurso valioso para producir empatía en un tipo quizás mayoritario de lector. A veces sientes la necesidad de culpar a alguien de tu decisión, para sobrevivir a ese profundo golpe emocional. Desde que salí al exilio hice grandes esfuerzos para evitar esos estados de la mente porque sentí que me lastraban, que me restaban fuerzas para luchar por sobrevivir y de enfocarme para aportar algo al debate en torno al tema cubano. Prefiero el cinismo, y ya que solo tengo como recurso la palabra, busco hacerla eficiente, aguda para tratar la vida y para exponer las vísceras de la tiranía, porque como el propio Cioran dice “Pensar es dejar de venerar, es rebelarse contra el misterio y proclamar su quiebra”.

Algunos de los nombres más importantes de la literatura dominicana vivieron muchos años en Cuba: Camila Henríquez Ureña se nacionalizó y Juan Bosch tuvo una participación muy activa en la política nacional. ¿Cuál ha sido su relación con el mundo cultural dominicano? ¿Ha logrado integrarse plenamente a éste?

A República Dominicana llegamos a vivir sin haberlo planeado mucho, y nos insertamos rápidamente en el mundo cultural, con todas las bondades y contratiempos de ese proceso en el que predominó la hospitalidad y la generosidad de los dominicanos. Luego de un período inicial de conocimiento mutuo, de reencuentro y estudio de la obra de autores importantes entre los que figura Camila y sus hermanos Pedro y Max, Juan Bosch, Pedro Mir y otros autores de relevancia; de participar en propuestas de la comunidad artística; después de ese lapso, decía, el trabajo creativo comienza a pesar sobre mis posibilidades de hacer vida social, proceso que se agudizó con la pandemia. Por supuesto, a veces asisto a un evento literario o me invitan a actuar como jurado de algunos premios, o a presentar mis libros. Pero es curioso que después de más de una década viviendo aquí, el país y su gente aún no se han convertido en temas o personajes de mis obras, a no ser por algunos poemas y un cuento que fue premiado recientemente. No puedo explicar las razones. Supongo que todavía pesa mucho mi conexión con el tema Cuba o con otras preocupaciones de dimensión global, o que aún no me siento un conocedor a profundidad de esta cultura, su historia y tradiciones como para lanzarme a sus profundidades. Sí sé que no me gusta acercarme superficialmente a los fenómenos, ni siquiera para ficcionar.

Pocos escritores reconocen la influencia intelectual que sus parejas tienen en sus vidas. En ese aspecto Alejandro Aguilar es un verdadero campeón. ¿Qué significa Marianela Boán para usted?

Es pública y conocida mi gratitud a Marianela Boán, por haber sido durante estos más de treinta años la pareja que nutre y acompaña incondicionalmente mi crecimiento. Hemos logrado desde el inicio una relación bella, valiente y mutuamente nutritiva. Desde siempre nos acompañamos en nuestros respectivos caminos y cada uno aporta todo lo que puede al otro. Especialmente en los inicios, Marianela fue decisiva para que pudiera recuperarme cuando salía de la muerte social que me habían infligido el régimen, y desprenderme de los restos de la vida que había dejado atrás en el mundo de las relaciones políticas internacionales. Ella fue quien me puso al día con lo sucedido en torno al arte de la isla en la década de los ochenta, que yo había vivido desde Europa, pero sin conexión con la realidad cubana. De ella aprendí mucho de las esencias del arte cubano, me actualicé y comencé a integrarme al mundo cultural de la isla, a tener amigos nuevamente, artistas la inmensa mayoría. Todo este tiempo la he acompañado en su trabajo, y ella es mi más severa crítica. Con tal intensidad, trabajando y viviendo a plenitud, solo nos ha quedado tiempo y espacio para el amor, una relación madura, apacible, capaz de solventar problemas y obstáculos, y de compartir sin asomo de envidias, competencias tontas ni egos descontrolados, cada triunfo del otro o de ambos.