¿Fue un intento de golpe? No exactamente, pero tampoco ha terminado
Los expertos dicen que las acciones recientes del presidente Trump y sus seguidores son más difíciles de detener que un golpe de Estado y ofrecen como ejemplo los retrocesos democráticos de países como Turquía y Venezuela.
¿Las acciones del presidente Donald Trump y de algunos de sus partidarios —que incluyen el intento del presidente el sábado de presionar al secretario de Estado de Georgia para que cambie los resultados de la elección presidencial y su incitación abierta a una turba violenta que luego atacó el Capitolio de Estados Unidos— constituyen un intento de golpe de Estado?
Si la pregunta es si esas acciones son tan serias como las de un golpe, la respuesta es sí, dijo Erica de Bruin, politóloga de Hamilton College que ha investigado golpes de Estado durante más de una década.
Pero el ataque violento y antidemocrático al edificio del Capitolio no encaja en la definición técnica de un golpe, a pesar de que el presidente lo incitó y lo alentó. Y, según los expertos, eso importa, porque se requieren distintas medidas para impedir que este tipo de ataques dañen a la democracia.
Un golpe es un intento ilegal de tomar el poder a través de la fuerza o la amenaza de la fuerza que a menudo involucra al menos a una facción del ejército o de las fuerzas formales de seguridad, aunque en ocasiones cuenta con el respaldo de paramilitares u otros grupos armados.
Eso no fue lo que pasó el miércoles en Washington.
Aunque las personas que irrumpieron en el edificio del Capitolio estaban en algunos casos armadas, no parecen ser parte de ningún ejército organizado o de un grupo rebelde. Y, a pesar de que el presidente Trump alentó a los insurreccionistas en su papel de líder de ese movimiento, no intentó que el ejército los apoyara o usar otros de sus poderes presidenciales formales para ayudarlos, dijo Naunihal Singh, profesor de la Escuela de Guerra Naval cuya investigación se enfoca en los golpes de Estado.
Pero ahí no termina la historia.
Estos días, las democracias tienden a colapsar tras recaídas graduales que no llegan a cuadrar con la definición técnica de golpe de estado pero que resultan ser más dañinas. En países de todo el mundo —entre ellos Turquía, Rusia, Hungría y Venezuela— ha surgido un patrón claro en el que los líderes llegan al poder a través de elecciones pero luego socavan las normas, desmantelan las instituciones y cambian las leyes para retirar las restricciones a su poder. Al final, sus países son, excepto en nombre, dictaduras.
El ataque de ayer, y el apoyo que recibió del presidente Trump, encaja muy bien en esa categoría. Y combatir ese tipo de retroceso antidemocrático requiere tácticas diferentes a las que se usarían contra un golpe.
“Sabemos cómo prevenir los golpes”, dijo De Bruin, quien literalmente ha escrito un manual sobre el tema. “Contamos con una colección de medidas que pueden emplear las organizaciones internacionales, los oficiales del ejército, las personas. Pero sabemos mucho menos sobre cómo prevenir acciones antidemocráticas”.
Y, ya sea que triunfe o que fracase, como la recaída democrática es menos absoluta que un golpe de estado, que suele terminar en un par de horas, detenerlo requiere una intervención política más prolongada. Las soluciones legales, como las detenciones y los juicios políticos, pueden ayudar a poner un alto a estas recaídas democráticas. También son de ayuda las soluciones de carácter político, como que los partidos políticos retiren el presupuesto a quienes participan en actividades antidemocráticas y las denuncias por parte de las élites partidistas.
También importan las respuestas más sutiles.
“Los líderes autoritarios tienen terror a hacer el ridículo porque una gran parte de su poder deriva de la conexión social”, dijo Singh. Tratarlos como si fueran respetables refuerza ese poder, dijo, pero tratar el ataque del miércoles y el apoyo que hizo Trump del mismo con el “escarnio y el resentimiento que merece” es un modo de neutralizar cualquier insinuación de que es legítimo o se realizó con autoridad.
Algunos funcionarios republicanos así lo hicieron ayer. Mitch McConnell, líder de la mayoría republicana en el Senado, quien durante semanas tras la elección permaneció en silencio cuando Trump denunció espuriamente fraude electoral, dijo el miércoles en el pleno del Senado que anular la voluntad de los votantes “dañaría para siempre a nuestra república”.
El senador Mitt Romney, republicano de Utah y excandidato presidencial fue incluso más franco.
“Nos reunimos debido al orgullo herido de un hombre egoísta y a la indignación de los seguidores a los que ha malinformado deliberadamente en los últimos dos meses y movido a la acción esta misma mañana”, dijo cuando la Cámara volvió a reunirse tras el ataque. “Lo que pasó aquí fue una insurrección incitada por el presidente de Estados Unidos”.
Pero la reacción no fue para nada uniforme. En el Congreso, 147 legisladores republicanos, entre ellos ocho senadores, votaron en contra de la certificación de los resultados de la elección. Uno de ellos, el senador Josh Hawley de Missouri, antes había sido fotografiado saludando con el puño cerrado a la turba de seguidores de Trump, muchos de los cuales luego participaron en el ataque al Capitolio.
De Bruin advirtió que los golpes y los retrocesos democráticos no son mutuamente excluyentes y que, de hecho, podían reforzarse entre sí.
“Por supuesto, los intentos de golpe suceden en un contexto de protesta violenta”, dijo. “Eso hace que sean más probables”.
This article originally appeared in The New York Times.
© 2021 The New York Times Company