Para los inmigrantes venezolanos en el sur de Florida, la ‘idea de una cierta vida’ se encuentra con la realidad

Pierina Rivas le da un beso a su hijo que duerme, José Thomas Chacín, de 4 años, en Homestead, Florida, el domingo 4 de septiembre de 2022. (Erin Kirkland/The New York Times)
Pierina Rivas le da un beso a su hijo que duerme, José Thomas Chacín, de 4 años, en Homestead, Florida, el domingo 4 de septiembre de 2022. (Erin Kirkland/The New York Times)

DORAL, Florida — En medio de un complejo de oficinas cerca del Aeropuerto Internacional de Miami hay 18 unidades de almacenamiento con un significado enorme para los venezolanos que acaban de llegar al sur de Florida. El almacén puede ser difícil de encontrar en medio de la maraña de vías de acceso, calles de un solo sentido, afluentes de pasos a desnivel y altísimas autopistas que conforman el sistema circulatorio del sur de Florida. Pero los venezolanos, algunos de los cuales llegaron solo hace unos días, lo encuentran con facilidad.

Los migrantes son parte de un éxodo masivo de 6,8 millones de personas que han huido del país, su crisis incesante y su miseria generalizada. Algunos llegan a este centro porque les han hablado de él, debido a su ubicación en Doral, en el condado de Miami-Dade (el 35 por ciento de la población de Doral nació en Venezuela, según el censo de Estados Unidos).

Otros lo encuentran en Instagram cuando aún están en Venezuela, contó Patricia Andrade, fundadora de la organización Raíces Venezolanas, que renta las unidades. Los inmigrantes suelen llegar sin nada de dinero y sin posesiones, solo con una bolsa de plástico llena de documentos. Pero sitios como Instagram y Google Maps tienen direcciones a recursos, como las unidades de almacenamiento de Raíces.

El mes pasado, el gobernador de Florida Ron DeSantis envió vuelos de inmigrantes venezolanos que se encontraban en Texas a Martha’s Vineyard, en Massachusetts, una jugada que fue objeto de atención y controversia. Pero ese suceso solo evidencia una perspectiva limitada de los patrones de inmigración en Estados Unidos, y de las comunidades que estas crean. La población venezolana en Doral es una de esas comunidades, un grupo que incluye a cientos de familias cuya travesía fue más tradicional, pero no menos peligrosa.

Hace cuatro años, Pierina Rivas fue una de aquellas venezolanas recién llegadas que comenzaba su vida en Doral. Raíces la ayudó a encontrar su lugar en esta nueva etapa. Recuerda haber comprado sábanas y toallas; cubiertos, ollas y sartenes; ropa para su hija, Bianca; papilla para su bebé, José Thomas; sillas para el auto y una carreola.

La odisea de su familia es un buen ejemplo de la travesía, a veces azarosa, que supone la llegada de nuevos miembros a estas comunidades. Antes de huir a Florida en 2016, Rivas y su marido, José Chacín, habían estado viviendo en Punta de Mata, una ciudad en el norte de Venezuela. Nunca habían considerado vivir en Estados Unidos.

Doral, Florida, el lunes 5 de septiembre de 2022. (Erin Kirkland/The New York Times)
Doral, Florida, el lunes 5 de septiembre de 2022. (Erin Kirkland/The New York Times)

“Siempre tuvimos una idea de una cierta vida”, dijo Chacín. “Primero estudias, luego trabajas, y luego tienes tu propio lugar”, añadió Rivas. (Chacín y Rivas hablaron con ayuda de un intérprete).

Ese es el tipo de vida que tenían en Punta de Mata. Chacín trabajaba en una distribuidora de neumáticos y Rivas era tecnóloga médica. Eran los propietarios de su casa. Sin embargo, en ese momento, Venezuela estaba sumida en la incertidumbre. El presidente Hugo Chávez había muerto en 2013, y su sucesor, Nicolás Maduro, presidía un país asolado por la inestabilidad política, económica y social. Chacín y Rivas eran partidarios de la oposición desde hacía tiempo.

Un día a finales de 2016, cuando estaba embarazada de Bianca, Rivas se encontraba en la escuela primaria a la que alguna vez asistió, donde se realizaban las votaciones para las elecciones regionales. “Había un señor que vestía una camiseta con la cara de Chávez”, recordó. “Fui con el guardia militar y le dije: ‘Oye, este tipo no puede estar aquí apoyando a un candidato en el lugar de votación. La ley dice que no se puede’”.

El guardia ignoró a Rivas, pero el hombre de la camiseta no. Afuera de la escuela, se dirigió hacia ella. “Ya viste que no me hicieron nada”, recuerda que él le dijo. “Hay muchos de nosotros. Podemos hacer lo que queramos”. Ella siguió caminando con un pequeño grupo. De repente, unas motos los rodearon y circularon a su alrededor; los motores chirriaban. Eran los Tupamaros, la banda progubernamental. Las lágrimas llenaron sus ojos al recordar: “Todavía tengo el sonido en mi cabeza”.

Tiempo después, Rivas, Chacín y su padre salían de su casa por la mañana cuando dos hombres salieron de entre las sombras y se metieron a su casa sin pedir permiso. Les preguntaron: “¿Dónde está José Chacín?”, quien supuso que, como preguntaban por él, no conocían su aspecto, así que se le ocurrió decir que José Chacín era su hermano y que no estaba en casa. Los dos hombres se llevaron muchas cosas, incluyendo los autos de Chacín y Rivas, pero a ellos no les hicieron daño.

Tales incidentes sacudieron a Chacín y Rivas que decidieron trasladarse a Maturín, una ciudad cercana. Bianca era un bebé y Rivas ahora estaba embarazada de José Thomas. Pero durante su estancia en Maturín siguieron atrayendo atención indeseada. Los vecinos les contaron que algunas personas se habían pasado por allí, preguntando si Rivas ya se había mudado. Las cámaras de seguridad mostraban a extraños mirando la casa a la que acababan de mudarse. Era evidente que mudarse no había funcionado. “Yo era un objetivo”, dijo Rivas. “Teníamos que irnos”.

Condujeron hasta la cercana ciudad de Barcelona y abordaron un vuelo a Miami, adonde llegaron el 15 de abril de 2018. Como salieron con prisa, no vendieron sus bienes en Venezuela, y llegaron a Estados Unidos sin respaldo monetario. “Fue un alivio, pero fue muy triste tener que subir a ese avión”, sostuvo Rivas. “Daba miedo tener que empezar de nuevo con muy pocos recursos”. Durante sus primeras semanas en el país, Chacín y Rivas, aún embarazada, durmieron en la misma cama con Bianca: un colchón inflable en el apartamento de un amigo.

Ese es el tipo de situaciones que Raíces intenta mitigar. Todos los viernes, los voluntarios abren los almacenes y reparten artículos domésticos y ropa a todo aquel que se presenta. “La misión de esto es estar preparados para ayudar a los venezolanos que llegan y no tienen dinero”, indicó Andrade. “Tratamos de tener las cosas mínimas para que tengan calidad de vida”.

Cuatro años y medio después de su llegada, es innegable que la familia Chacín-Rivas está mejor. Tienen empleos estables. Rivas trabaja como técnica de un laboratorio médico, un trabajo similar al que realizaba en Venezuela. No tiene un puesto en el que trate con los clientes y todos sus compañeros de trabajo hablan español. A diferencia de muchas otras comunidades de inmigrantes del país, aprender inglés no es esencial para triunfar en el sur de Florida. Chacín es el supervisor de una línea de ensamblaje que fabrica ventanas. Juntos, la pareja gana suficiente dinero para mantenerse a sí mismos, así como a sus familiares en Venezuela, y para construir una nueva vida para sus hijos. Bianca ya tiene 5 años y está en preescolar, y José Thomas tiene 4. A los dos les encanta dibujar e ir a los parques, refirió Rivas.

El 1 de abril, a dos semanas del cuarto aniversario de su huida a Estados Unidos, la familia se mudó a una casa que compraron en Homestead, una ciudad del condado de Miami-Dade a casi 50 kilómetros al sur de Doral. Era su primera casa en Estados Unidos y habían trabajado con ahínco para poder pagarla. Rivas limpiaba casas y vendía comida. Chacín tenía trabajos seguidos, salía de casa a las 7 de la mañana y volvía a las 11 de la noche.

Cuando se le preguntó cómo fue el día en que se mudó, Rivas hizo una pausa. Un profundo silencio se apoderó de la casa. “Me sentí fuerte”, respondió por fin.

c.2022 The New York Times Company