De hongo tóxico a superestrella de la salsa de soya

Hace casi 9.000 años, en la época en que los humanos domesticaron por primera vez el maíz y los cerdos, algunos habitantes de China estaban domesticando hongos.

Uno de estos hongos, el moho Aspergillus oryzae, se convertiría en una superestrella culinaria. A través de la fermentación de ingredientes crudos como la soya o el arroz, el A. oryzae ayuda a producir salsa de soya, sake y otros alimentos asiáticos tradicionales. Lo hace descomponiendo proteínas y almidones para que otros microbios puedan terminar las fermentaciones.

Pero A. oryzae no siempre fue tan servicial. La versión silvestre del moho produce potentes toxinas que pueden envenenar al consumidor y provocar cáncer de hígado y otros órganos. Además, es una plaga agrícola destructiva que causa millones de dólares en daños cada año a cultivos como el maní y el maíz.

¿Qué ha cambiado? La investigación está revelando cómo el hongo pasó de ser un moho peligroso y tóxico, a una herramienta superior de la biotecnología alimentaria que prospera en entornos artificiales. Y a medida que los científicos estudian A. oryzae, aprenden más sobre el proceso de domesticación de los microbios en general, que sigue siendo un misterio en muchos sentidos.

“Casi todo lo que conocemos procede de plantas y animales”, afirma sobre la domesticación el genómico microbiano John Gibbons, de UMass Amherst. “Se puede ver la diferencia entre perros y lobos, entre maíz y teosinte, pero realmente no se pueden ver las diferencias entre microbios... porque la mayor parte son cambios en el metabolismo”.

Un digestor maestro

A. oryzae pertenece a una familia de hongos de un grupo más amplio conocido como mohos azules y verdes. Alrededor del 40 % de las especies de la familia pertenecen al género Aspergillus, llamado así porque los tallos delgados y las puntas esponjosas de sus estructuras productoras de esporas se asemejan a un aspersorio (aspergillum en inglés), el aspersor de agua bendita utilizado en algunas confesiones cristianas. El género cuenta con varios miembros destacados, entre los que se incluyen especies útiles para la industria que producen sustancias químicas como medicamentos, o fermentan alimentos, como hace A. oryzae.

Conocido como el moho koji, A. oryzae es un digestor maestro. En la primera fase de la producción de salsa de soya, A. oryzae se ocupa de los ingredientes iniciales, normalmente soya y trigo; en la producción de sake, se ocupa del arroz. Las enzimas digestivas del moho —proteasas y amilasas— descomponen las proteínas y los almidones en moléculas más simples que más tarde fermentarán las levaduras. El moho “huele a esta maravillosa mezcla de champiñones y pomelo, y también un poco agrio”, dice el microbiólogo Benjamin Wolfe, de la Universidad Tufts, cerca de Boston.

Otras especies de Aspergillus son una amenaza, entre ellas Aspergillus flavus, el Sr. Hyde frente al Dr. Jekyll de A. oryzae. El A. flavus produce unos potentes venenos llamados aflatoxinas que, al ser ingeridos, son metabolizados por el hígado en compuestos que dañan el ADN y alteran el funcionamiento celular. Infecta diversos cultivos: maíz, trigo, mandioca, chile, maní, arroz, sésamo, semillas de girasol y otros. Puede contaminar las plantas tanto antes de la cosecha como después, cuando los cultivos se almacenan o se transportan. Las toxinas pueden incluso contaminar la leche de los animales que comen piensos contaminados. A pesar de las diversas medidas de control, los brotes esporádicos de aflatoxinas envenenan y matan a personas y animales domésticos en todo el mundo.

Los científicos llevan mucho tiempo reconociendo que el peligroso A. flavus y el fermentador alimentario A. oryzae son parientes muy cercanos: los dos pueden parecer idénticos en color y textura, o tener un aspecto muy diferente entre sí, lo que hace difícil distinguirlos. Las primeras investigaciones sobre su ADN revelaron una notable similitud, y un estudio realizado en 1998 sobre un puñado de genes de cada hongo concluyó que el A. oryzae evolucionó por domesticación a partir del A. flavus.

Pero A. oryzae no produce aflatoxinas y se ha utilizado con seguridad como fermentador alimentario durante miles de años. Ahora, los científicos han empezado a identificar los ajustes específicos que condujeron a la importante revisión del metabolismo del moho.

Una deleción genética fundamental

Los científicos llevaban mucho tiempo queriendo demostrar genéticamente que A. oryzae no podía fabricar aflatoxina, en parte para asegurarse de que el moho es, y seguirá siendo, seguro para fermentar alimentos. A lo largo de los años, han documentado numerosos cambios destructivos a gran y pequeña escala en el grupo de más de dos docenas de genes que el ancestro del hongo empleaba para fabricar la toxina.

En un estudio reciente, por ejemplo, los científicos compararon el genoma de A. oryzae 14160, una cepa industrial de China, con el genoma de A. oryzae RIB40, una cepa que se secuenció en 2005. En un estudio publicado en Frontiers in Microbiology en 2021, el equipo descubrió que más de la mitad del grupo de genes de las aflatoxinas estaba suprimido en la cepa 14160, mientras que la cepa RIB40 presenta mutaciones en genes clave aquí y allá.

Pero de cepa a cepa, hay una deleción en el clúster de genes de la aflatoxina que aparece sistemáticamente, dice Gibbons, que dirigió el análisis de 2021 con la entonces estudiante de posgrado Katherine Chacón-Vargas (el grupo ha estado analizando cientos de cepas de los mohos). Este hallazgo sugiere que, en algún momento, una cepa de moho salvaje A. flavus adquirió la deleción, lo que la hizo inofensiva. Después, otros cambios genéticos —mutaciones, deleciones, otras alteraciones— se acumularon libremente en los genes de las aflatoxinas, puesto que ya no se utilizaban.

La domesticación habría garantizado que se mantuviera el rasgo inofensivo, afirma Gibbons. Esto se debe a que la aflatoxina es un compuesto defensivo que el moho utiliza para matar a otros microbios. Dado que otros microbios —en concreto, las levaduras— forman parte del proceso de fermentación para elaborar la salsa de soya o el vino de arroz sake, las únicas fermentaciones que funcionarían serían aquellas en las que las toxinas del Aspergillus no estuvieran presentes para acabar con las levaduras.

Y en el cómodo entorno domesticado, las toxinas no son importantes de todos modos. “Dispones de una fuente de alimento estable todo el tiempo y ya no hay razón para producir sustancias químicas defensivas porque hay suficiente comida para todos”, afirma Gibbons.

La pérdida de la capacidad de producir aflatoxina probablemente allanó el camino para que el hongo aumentara su capacidad de digerir almidón, añade Gibbons. Esto se debe a que los productos químicos de defensa son caros de fabricar. “Si pierden la capacidad de producir esas toxinas, en realidad ahorran mucha energía que pueden dedicar al metabolismo primario, como la digestión de almidones, azúcares y proteínas”, explica.

Las investigaciones sugieren que esta capacidad para digerir el almidón evolucionó una y otra vez. Ya en 1989, por ejemplo, mucho antes de que se dispusiera de las secuencias genómicas de cualquier especie de Aspergillus, varios grupos de científicos utilizaron métodos para demostrar que A. oryzae tenía múltiples copias del gen que codifica la alfa-amilasa, la enzima que digiere el almidón; dos cepas del hongo tenían dos copias, mientras que otras dos cepas tenían tres.

Desde entonces, los investigadores han examinado más de cerca y en más cepas y han encontrado todo tipo de variaciones sobre este tema. La cepa RIB40, por ejemplo, tiene genes de alfa-amilasa en los cromosomas 2, 3 y 5, mientras que el equipo de Gibbon informó recientemente de que la cepa industrial de China, 14160, tiene dos copias en el cromosoma 2 y una tercera copia en el cromosoma 6.

Según Gibbons, es probable que este tipo de cambios también se produjeran muchas veces en la naturaleza, aunque antes de la domesticación no se conservaban porque no eran útiles. “Pero en el entorno alimentario, cuantos más genes de alfa-amilasa tengas, más enzima producirás”, explica. Entonces, los humanos habríamos seleccionado los microbios potentes que digieren el almidón en nuestra domesticación para las fermentaciones.

La domesticación de A. oryzae podría haberse producido muy rápidamente si nos atenemos a las investigaciones sobre las especies de Penicillium, otro famoso moho de la familia Aspergillus.

Se cree que P. camemberti, responsable de la corteza blanca y el olor característico de los quesos Camembert y Brie, evolucionó a partir de P. commune, una especie de pigmentación oscura, productora de toxinas y con olor a moho. Cuando el grupo de Wolfe en Tufts tomó una cepa silvestre de P. commune y otra cepa de Penicillium no quesera y las cultivó en serie en queso, tras solo ocho generaciones —un periodo de unas pocas semanas— las cepas silvestres mostraron signos de domesticación. En una publicación en la revista mBio en 2019, el equipo dio a conocer que la capacidad de los mohos para producir pigmentos y toxinas disminuyó. Al mismo tiempo, perdieron su olor a moho, adquiriendo los aromas a mantequilla y queso característicos de sus parientes domesticados.

El factor humano en la fermentación

Al contemplar los pasos de la domesticación de A. oryzae, conviene recordar que la fermentación y la evolución humana probablemente siempre han estado entrelazadas, afirma el genetista microbiano Kevin Verstrepen, de la VIB y la Universidad de Lovaina, Bélgica.

Por ejemplo, es fácil imaginar que los primeros homínidos comieran fruta que hubiera sido visitada por la levadura y fermentada en un puré alcohólico, y que los humanos reconocieran los méritos de esa fruta, tanto por sus efectos alteradores de la mente como por sus cualidades desinfectantes. “No me sorprendería que esas cosas se descubrieran con bastante rapidez”, afirma Verstrepen.

En el caso del Aspergillus, las esporas están constantemente a la deriva —según los investigadores, inhalamos más de 200 al día— y crecen si se asientan en un lugar cálido y húmedo. Una reciente reconstrucción del árbol genealógico de Aspergillus realizada por el biólogo evolucionista Antonis Rokas, de la Universidad de Vanderbilt, sugiere que A. flavus y alguna versión de su homólogo domesticado, A. oryzae, compartieron antepasado por última vez hace unos 3,8 millones de años. A. oryzae es naturalmente aficionado al arroz, y es probable que las versiones de A. flavus que no producían aflatoxinas estuvieran presentes en las plantas de arroz silvestre que consumían los primeros humanos.

Con la llegada de la agricultura en el Neolítico, hace unos 12.000 años, la domesticación se convirtió en una carrera de fondo. A medida que la gente se asentaba en comunidades y empezaba a cultivar y criar animales con regularidad, se producía un exceso, quizá por primera vez, de grano, leche o carne. La fermentación permitió conservar los alimentos más allá de la cosecha y prolongar su vida útil.

“Uno de los mejores ejemplos es la leche cruda, que se estropea en un día a temperatura ambiente”, dice Gibbons. “Pero si la fermentas en un queso duro, puedes viajar con ella en el bolsillo a temperatura ambiente durante un mes”.

Un ejemplo temprano de fermentación intencionada de alimentos —muy probablemente con Aspergillus— procede de la aldea neolítica de Jiahu, en la provincia china de Henan, un yacimiento con artefactos que sugieren la domesticación del arroz y los primeros instrumentos musicales. En 2004, un equipo reportó que los fragmentos de cerámica del yacimiento contenían residuos de una bebida fermentada de arroz, miel y fruta —básicamente, un vino de arroz o “proto-sake”, dice Gibbons—. Desde entonces, los científicos han investigado residuos en vasijas de otros dos yacimientos del Neolítico temprano en China y han hallado restos de hongos, entre ellos algunos sorprendentemente parecidos a nuestro héroe, el moho koji.

Al principio, la gente probablemente dependía de la colonización espontánea por A. oryzae y otros microbios, pero en algún momento se desarrolló el proceso en el que se utiliza una porción de un fermento anterior para iniciar uno nuevo, como se utiliza un fermento de masa madre para el pan. Esta fermentación intencionada con A. oryzae parece que ya se producía hace 2.300 años: el moho se menciona en el antiguo texto chino Zhouli (Ritos de la dinastía Zhou), que data del año 300 a. C. Algún tiempo después, la gente empezó a criar A. oryzae en arroz cocido al vapor; sus esporas se separaban entonces del grano con un tamiz de seda y se secaban para utilizarlas cuando fuera necesario.

A Verstrepen le gusta decirle a sus alumnos que las levaduras de la cerveza, que viven todo el año en sus cubas donde están calientes y bien alimentadas, son como perros, mientras que las levaduras del vino, que están enjaezadas durante la vendimia pero pueden entremezclarse con especies salvajes en los meses intermedios, son como gatos.

Hoy en día, dice Rokas, A. oryzae es como un perro. Hay numerosas cepas mejoradas que la gente puede encargar en función de sus necesidades específicas de fermentación. Pero durante mucho tiempo ha habido una variedad sin restricciones, muchas cepas de A. oryzae/A. flavus con genes de toxinas defectuosos y distintas capacidades para digerir el almidón, y era cuestión de suerte cuál acababa en la salsa de soya o el sake. El moho de los antiguos, dice Rokas, “debía de ser más felino”.

Artículo traducido por Debbie Ponchner

This article originally appeared in Knowable Magazine, an independent journalistic endeavor from Annual Reviews. Sign up for the newsletter.