La guerra de trincheras en España invisibiliza las penurias de los que están en tierra de nadie

Una mujer rebusca en un contenedor mientras pasa desapercibida por los manifestantes.
Una mujer rebusca en un contenedor mientras pasa desapercibida por los manifestantes.

Entre las trincheras yace la tierra de nadie y allí no hay cabida para la vida digna. Es ahí, en medio los dos polos en los que se resguardan ideales enderezados con antiojeras, donde malvive una indigencia ignorada, invisibilizada por aquellos que sólo perciben un aspecto limitado de la realidad. En esta España atrincherada, cada extremo político engulle a la mesura de unos pocos y el odio sale a la calle e inunda las redes sociales. En tropel, como parte de una masa contagiada por la saña de los demás. También pueblan las aceras los que no tienen fuerzas para enarbolar proclamas que no suponen una prioridad en su escala de necesidades. La diferencia es que a ellos, a los que no tienen ni para comer, no se les escucha, porque el sonido de la tapa de los contenedores al abrirse y cerrarse no es tan intenso como el de las cucharas soperas contra las cacerolas.

El fotógrafo David Jar ha inmortalizado unas imágenes en las que una señora rebusca en la basura y pasa completamente desapercibida mientras las cacerolas echan humo al grito de “¡Libertad!”. Aunque sean sus manos las que soportan una bolsa llena de aquello que haya encontrando en su ronda de contenedores, la mujer no está sola. Su rostro, su pelo desaliñado, su ropa y su dignidad representan a más del 25% de la población española que se encuentra en situación de pobreza o de exclusión social, como aparece en el artículo, «La población en riesgo de pobreza o exclusión social en España, según la definición del Consejo Europeo», publicado por el Banco de España el 5 de marzo, poco más de una semana antes de que se declarase el primer estado de alarma. Esto significa que cerca de 12 millones de personas o, lo que es lo mismo, 4,5 millones de hogares, subsisten como pueden y con una economía bajo mínimos según los estándares marcados por Europa.

Madrid es el principal foco de manifestaciones y contra-manifestaciones, el epicentro de la temeridad en la que se unos y otros se ponen en riesgo a ellos y al sistema de salud, la ciudad donde han fallecido alrededor de 8.900 personas (cifras oficiales que podrían ser superiores) y donde se han diagnosticado más de 66.500 casos de contagiados por Covid-19 (un número que no incluye a los contagiados no diagnosticados); ahí, en la capital de España, alrededor de 102.000 ciudadanos están haciendo las llamadas colas del hambre para recoger bolsas de comida que alivien la situación económica en la que se encuentran. Son los olvidados de los que gritan ¡Libertad! ¡Fuera de mi barrio! no se acuerdan, los que viven de la solidaridad, de los servicios sociales y con el agua al cuello. Ellos son los que no tienen tiempo para una guerra ideológica y partidista que cambie el rumbo de su objetivo: sacar a su familia o a ellos mismos adelante.

Y es así, entre banderas apropiadas, patriotismos secuestrados, y fanatismos comprometidos con sus partidos como si fueran sus equipos de fútbol, como la sociedad española defiende, por partes, su verdad, su razón, su lógica y su justicia moral. Y en su cruzada sale a relucir el arte de invertir los argumentos, de convertir los errores de los líderes a los que idolatran ciegamente en culpas ajenas; donde el ‘ojo por ojo, diente por diente’ se convierte en la mejor defensa y, por ello, en el mejor ataque. Todo eso cambia la perspectiva y nubla los problemas de una gran parte de la sociedad que lo está pasando verdaderamente mal. Se protesta con mascarilla, pero también con vendas en los ojos.

De esta manera se suceden los días, los años y las décadas. Los siglos que han pasado en los que las dos Españas de siempre viven sumisas en su rebaño particular, en la trinchera de la izquierda o de la derecha. La tierra de nadie está reservada para los desdeñados, para esos que no tienen más remedio que asistir ajenos a un fuego cruzado que no les beneficia y que divide por defecto. Las rencillas del pasado permanecen vivas y perdurarán en el futuro sin que el rencor haya encontrado una vacuna, una cura que cambie el extremismo por la empatía y la responsabilidad social.

La señora de los contenedores seguirá caminando a contracorriente, sin que nadie repare en ella y sin el lujo de llevar puesta una mascarilla, quién sabe si porque no encuentra, porque puede permitírsela o porque no tiene nada que perder. Permanecerá ajena a lo que su figura ha provocado. Mientras, los ocupantes de las dos trincheras seguirán peleándose entre sí, con ella en medio, en tierra de nadie. Unos catalogarán la imagen en la que aparece rebuscando en la basura mientras otros ciudadanos protestan de bulo; los otros afirmarán que es verídica, y la protagonista se convertirá en el arma de dos bandos que usan su vídeo como combustible en lugar de para darse cuenta de que la escala de prioridades es bien distinta para un gran sector de la población; de que el privilegio de salir a la calle y poner en riesgo a los demás no tiene nada que ver con la justicia social que enarbolan unos y otros. Patriotismo es que a esa mujer le llegue un paquete de arroz por la derecha y unas latas de atún por la izquierda en lugar de ser una figura invisible, olvidada y marginada; acribillada por la indiferencia de dos trincheras equivocadas.

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