El Gobierno de los jueces

En su torpe arremetida contra la Corte Suprema de Justicia de la Nación, distintos voceros del oficialismo han hecho referencia a un supuesto “gobierno de los jueces”. Utilizan, muy posiblemente sin saberlo, una expresión popularizada por el francés Édouard Lambert y que sirvió de título a su libro, publicado en 1921: Le gouvernement des juges et la lutte contre la législation sociale aux États-Unis. Lambert sostenía en esa obra la inconveniencia de adoptar un sistema de control de constitucionalidad en la III República francesa.

Las prevenciones de Lambert respecto del control de constitucionalidad son parte de la tradición revolucionaria francesa, que impidió la existencia de un verdadero sistema de ese tipo hasta la reforma constitucional de 2008. Incluso hoy, luego de esa reforma, el control de constitucionalidad está sujeto a muchas limitaciones que en la práctica impiden su desarrollo. Ese rechazo nació en 1789. Los franceses no admitían que su Revolución encontrara límite alguno. Ellos no se habían alzado contra el monarca para luego tener que aceptar las limitaciones que les impusieran los tribunales.

Como consecuencia de ello, hasta la referida reforma de 2008, la constitución en Francia no fue una norma jurídica que los particulares pudieran invocar ante los jueces para proteger sus derechos, sino una mera guía política para el legislador. Las violaciones de la constitución no encontraban en Francia remedio en los tribunales, sino en el voto. El punto de partida de ese sistema es la ley del 16-24 de agosto de 1790 sobre la organización judicial, que establecía que los jueces no podían impedir ni suspender la ejecución de las normas emanadas del legislativo bajo pena de prevaricato. También crearon el référé législatif, que obligaba a los jueces a consultar al legislativo en caso de duda interpretativa. En Francia no existe hasta hoy poder judicial, sino administración de justicia. Los tribunales son un servicio público, no un poder del estado.

Antonin Scalia, fallecido juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos de América, explicó magistralmente el sentido de la frase de Lambert: “No había tomado conciencia de lo despectiva que era la frase con la que los franceses se referían al control judicial de constitucionalidad de las leyes estadounidense como ‘le gouvernement de juges’, hasta que supe lo que era un ‘juge’ francés. El burócrata de miras más estrechas que se puedan imaginar, que ha tenido su morro enterrado en el abrevadero del Estado toda su vida”.

La Constitución nacional adoptó el sistema estadounidense, radicalmente opuesto al francés. En nuestro país, el poder judicial tiene a su cargo el control de constitucionalidad de las normas emitidas por el poder ejecutivo y por el poder legislativo. Ese poder lo faculta a no aplicar las normas que entienda contrarias a la Constitución nacional. Todos los jueces, de cualquier instancia, fuero o jurisdicción, tienen la atribución de controlar la constitucionalidad de cualquier norma y la Corte Suprema de Justicia de la Nación es la última instancia de apelación, el último intérprete de la Constitución. Ni siquiera aquellos autores que sostienen la disparatada teoría de que nuestro poder judicial tiene orígenes hispánicos, se atreven a negar que adoptamos el sistema de control de constitucionalidad estadounidense.

Es un error común creer que el control judicial de constitucionalidad fue un invento del juez Marshall en el caso Marbury v. Madison y que los jueces se habrían apropiado de una facultad que no les corresponde. Desde el inicio mismo de la vida independiente de los Estados Unidos se reconoció que los jueces tenían esa facultad y la ejercieron en reiteradas oportunidades. En nuestro país, la facultad de los jueces de controlar la constitucionalidad de las normas es indiscutible. Cuando un tribunal declara la inconstitucionalidad de una norma y decide qué ley se aplica, no usurpa atribuciones de los otros poderes, sino que ejerce los poderes que la Constitución le otorgó. Son el presidente o el Congreso quienes usurpan facultades cuando emiten normas contrarias a la Constitución. No solo es atribución del poder judicial, sino su obligación dejar de aplicar esas normas en los casos concretos que le son sometidos a consideración.

El propio Lambert reconoce que ese es el sistema estadounidense, el que fue copiado por los constituyentes de 1853 y que ha sido ejercido por nuestros tribunales desde la instalación de la Corte Suprema en 1863. Pretender enjuiciar a los integrantes de la Corte Suprema por ejercer ese control, al que están constitucionalmente obligados, desnuda aquello que advertía el comentarista político británico Peter Oborne en 2007: “La clase política es profundamente hostil al Estado de Derecho. Constantemente se esfuerza por socavar al poder judicial, prefiriendo instintivamente gobernar a través de órdenes del ejecutivo y evidenciando continuamente su enojo cuando los jueces frustran decisiones ilegales tomadas por los ministros […]. En general, la clase política está imbuida de una hostilidad inflexible hacia todos los centros de poder o valores que no puede controlar o manipular”.

El pedido de remover a los jueces de la Corte Suprema es una muestra de esa hostilidad. El objetivo es desembarazarse de todo control, para poder ejercer un poder ilimitado. El populismo cree que los líderes elegidos por el pueblo son el pueblo mismo. Idéntica creencia tenían los revolucionarios franceses. Ese mesianismo desemboca en la arbitrariedad y la tiranía. En el intento de desplazar a los integrantes de la Corte Suprema se juega mucho más que el destino de cuatro jueces: está amenazada la existencia misma del sistema republicano.

* El autor es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de San Andrés