Giselle siempre revive: 180 años de amor, traición y perdón con la gran joya del ballet romántico
Vive en una aldea lejana de Alemania, ama bailar, pero a pesar de su juventud la enfermedad le impone un límite. No es por su desobediencia ni por la danza que se quiebra el corazón. La campesina muere por amor cuando descubre que el duque Albrecht la ha engañado tras deshojar la margarita camuflándose en la piel de un hombre de su clase. Traspasará el umbral de la locura y renacerá en espíritu, con una generosidad inaudita, a la hora del perdón. La historia de Giselle, el ballet romántico más emblemático y difundido del repertorio clásico es, de tan conocida, naturalizada y, muy lejos de pasar de moda, adquiere nuevas interpretaciones con el correr del tiempo. ¡Cuánto podríamos decir hoy de las Willis, esas mujeres fantasmagóricas que perdieron toda inocencia, víctimas del desamor, y que esperan a él –cualquiera sea él– en un bosque oscuro para jurarle venganza: “¡bailarás hasta morir!”
Giselle cumple esta semana 180 años desde que se estrenó en la Ópera de París el 28 de junio de 1841, y en todo el mundo la recuerdan. No es para menos: atravesó tres siglos. El libreto de Théophile Gautier, inspirado en leyendas del poeta Heinrich Heine, creó un mito. La coreografía de Jean Coralli y Jules Perrot llega así hasta nuestros días –no sin agregados y modificaciones–. Y la partitura de Adam resiste estoica hasta las versiones más contemporáneas. Es la “música parlante”, creada especialmente para contar la trama, la que llega al punto de generar la ilusión de que la orquesta nos habla. “¿No escuchan? Ahí pareciera gritar: ¡Mamá!”, sugería hace días en una de sus clases la profesora de historia de la danza Lucía Chilibroste, volviendo atrás una y otra vez el video en el momento del fatídico desenlace en el primer acto.
El afiche original con los créditos recuerda, además, que el debut se realizó con el título de “Giselle o las Willis” y que estaba precedido por una escena de la ópera Moisés, de Rossini, en un tipo de funciones que si bien ya iban acortándose todavía podían ser larguísimas. Amén de la curiosidad y el encanto que le confiere el paso del tiempo, este documento hace constar, también, toda una serie de nombres que desde entonces pasarían a la historia como los primeros; entre ellos, por supuesto, el de la bailarina Carlotta Grisi, y el de Lucien Petipa (hermano de súper Marius), como el príncipe.
“Una obra de arte no es aquella que va siempre diciendo la misma verdad en todas las épocas, sino que en cada época encuentra una verdad nueva que expresar”, parafrasea Iñaki Urlezaga a Roland Barthes en una oportuna reflexión por la conmemoración de este aniversario. En su carrera internacional, el artista platense fue innumerables veces el duque Albrecht, un personaje al que comprendió más profundamente con la madurez, pero que recibió como “un regalo” cada vez que le tocó interpretar. El bailarín argentino Luis Ortigoza –actual director del Ballet de Santiago– cree que el desempeño de Albrecht se juega en esa lenta caminata hacia la tumba que abre el segundo acto. El chileno César Morales, figura principal del Birmingham Royal Ballet y flamante ganador de los National Dance Awards británicos, repara en la resistencia física y la interpretación “verdadera” que demanda, alumbrando que es la transmisión de un sentimiento de culpa lo que hay que ser capaz de lograr.
No es sencillo. Al propio Julio Bocca le costó “muchísimo” entenderlo y no tanto por el carácter irracional del segundo acto, cuando Albrecht se reencuentra y dialoga con su amada muerta entre fantasmas. Más bien, todo lo contrario. “Una de las primeras funciones que hice fue con Silvia Bazilis, en el Festival de Cuba, y luego ya en el American Ballet Theater (ABT), con Alessandra Ferri. Siempre entendía a Albrecht como una persona mayor, no sé por qué. Lo vi por grandes figuras, como Eduardo Caamaño y Raúl Candal, y por supuesto por Vladimir Vasiliev y Gheorghe Iancu, que vino al Teatro Colón con Carla Fracci, y siempre me parecía un hombre grande. El tema del enamoramiento y el engaño en el primer acto me costaba muchísimo, hasta que después de unos años de estar en Nueva York le pregunté una vez a Alejandra Boero cómo podía solucionar eso: en la escena de la locura, por ejemplo, yo estaba ahí, tanto tiempo de pie, sin bailar, incómodo”. Gran formadora de actores, Boero le indicó sencillamente leer el libreto para desbloquearse: el duque “tenía 18 años”, se ríe ahora Bocca, para subrayar el poder de los maestros y, luego de la anécdota, “sentir” el rol de modo más natural. “Creo que es un ballet maravilloso, aunque es más para la mujer que para el hombre”.
Sin dudas: es un ballet con nombre de mujer. Desde Grisi en 1841, innumerables bailarinas inmortalizaron a la célebre aldeana que transforma a través del amor aquella fragilidad inicial en una gran fortaleza espiritual. Anna Pavlova, Natalia Bessmertnova, Carla Fracci, Alicia Alonso, Olga Ferri… Cualquier lista es perfectible e incompleta. Pero no es cierto que todas hayan querido o incluso podido hacerlo. Grande entre las grandes, Maya no se animó; su indisimulable admiración por Galina Ulánova fue en este sentido paralizante. Sí hizo a Mirtha, en 1956: “Mi papel soñado”, describe en un capítulo de su autobiografía, Yo, Maya Plisetkaya. “Veía a Mirtha como un personaje de una fuerza sobrenatural, no quería bailarla como guardiana del cementerio. Con ella un frío helado debía correr la sala sobrecogida de terror”. También fue una de las dos Willis: preparó su variación, nada menos, con Vagánova. “Nunca llegué a bailar el papel de Giselle, puede que sea el único de los grandes papeles del repertorio clásico que no interpreté. Me preguntaron mil veces, ¿por qué no baila Giselle? Nunca he encontrado una respuesta convincente. Algo dentro de mí se oponía, se resistía, se negaba”.
No faltará quien apunte: ¡Y Margot Fonteyn!, en el inicio de su inigualable relación con Rudolf Nureyev, quien ya había debutado dos años antes, en 1959, con una leyenda viva, que continúa despertando la pasión en las generaciones más jóvenes: Irina Kolpakova.
Paloma Herrera es una de esas destacadas bailarinas que desde el primer día en el ABT y literalmente hasta el último, sin una sola excepción en 25 años, tuvo como coach a Kolpakova. Sin embargo, por el honor que tienen los grandes de verdad, la maestra rusa no se puso como ejemplo en la sala de ensayo ni una sola vez. Su sabiduría era otra. “Trabajar con Irina en Giselle no fue diferente que para otros roles. Su generosidad consistía en sacar lo mejor de cada una, sin importar cómo lo hubiera hecho ella en su carrera, y yo confiaba ciegamente en sus ojos”.
Esa confianza es esencial a la hora de componer un personaje dramático que tiene el desafío de representar el sufrimiento que significa la traición, sin caer en la sobreactuación. En ese sentido, la escena de la locura, gran bisagra de la obra, se erige como la gran cumbre interpretativa. La prueba está en esa mirada desesperada que las mejores artistas dejan grabada para siempre en la retina del espectador. “La escena de la locura le llega a la gente cuando es creíble y si es sobreactuada puede resultar llamativa o espectacular; yo siempre busqué que se viera natural”, sigue Herrera, al frente del Ballet del Teatro Colón.
Compañía con gran trayectoria en el título (cabría aquí un larguísimo paréntesis de nombres que recordar, más acá en el tiempo respecto de los ya citados, como los de Alejandro Parente y Karina Olmedo, Dalmiro Astesiano, Silvina Perillo, Edgardo Trabalón y Maricel De Mitri; o Federico Fernández y Nadia Muzyca, entre otros que aún siguen haciéndolo), tenían programada la versión de Gustavo Mollajoli para las temporadas 2020 y 2021, pero la pandemia la dejó en stand by. Paloma comenzó a bailar Giselle en la Metropolitan Opera House en 2001; esa temporada, con la joya del romanticismo recorrió Estados Unidos, un país shockeado por el 11-S, y también la hizo en Buenos Aires. Quince años más tarde, se sacó las zapatillas de punta envuelta en el llanto de la despedida sobre el escenario del Teatro Independencia de Mendoza, su última noche, su último vuelo, bailando Giselle. La acompañaba Juan Pablo Ledo como partenaire y el Ballet Estable que hoy mismo ella dirige.
Bruma, tul y que no se note
¿Qué tiene que tener una bailarina para ser Giselle? La idea de un ser ingrávido, que flota, no sólo la da la bruma nocturna de la ambientación ni el tutú largo, con varias capas de tul: ser ligera para vencer a Newton en el celebérrimo acto blanco tiene una técnica, que no es aquella brillante de las piruetas ni el virtuosismo, sino que está labrada en el detalle, en la calidad del movimiento, la exacta inclinación del torso o los saltos que no dejan ver esfuerzo, los mismo que podría dar un ángel. Sin embargo, avezadas figuras, con autoridad como para dar sentencia, afirman que para una buena bailarina la técnica no debería ser aquí una preocupación; lo esencial es la interpretación. Así lo señalaba esta semana la uruguaya Sara Nieto –exestrella en Chile y gran maestra–, en un conversatorio organizado por la Fundación Cultural Providencia, que puede verse online hasta el 12 de este mes. Nieto, que considera que Giselle es para una bailarina lo que Hamlet para un actor, da cuenta de su larga experiencia… ¡si solo le faltó ser Albrecht!: en sus comienzos, por supuesto, hizo cuerpo de baile, luego una de las dos Willis, encarnó a Mirtha, a Giselle, a Bathilde y hasta a la madre de la protagonista, a pedido de Bocca, en uno de los últimos montajes bajo su dirección en el Ballet del Sodre.
La evolución de Giselle en el lenguaje clásico continúa hasta hoy a la par de una inconmensurable cantidad de versiones que la danza contemporánea hizo (y hace) del ballet original. En los años ’80, Mats Ek conmocionó con una pieza que traslada la acción del segundo acto, del bosque de Willis a un manicomio: ya sea con su mujer, Ana Laguna, para el Cullberg, o con Manuel Legris y Aurelie Dupond en la Ópera de París, tras el impacto que generó esta obra en la escena europea varias compañías quisieron sumarla a su repertorio, del San Carlo al Mariinsky (registro de muchas se encuentran fácilmente en YouTube).
También adquirió visibilidad la Red Giselle de Boris Eifman, aunque en ese caso la historia ya no es aquella de 1841 sino la de la propia Olga Spessivtseva, signada por los acontecimientos políticos de Rusia, su salud mental y una trayectoria estelar que terminó en Buenos Aires, con su última presentación en público en el Teatro Colón, en 1939, poco antes de su muerte en Estados Unidos. Como “una kamikaze del amor”, la Giselle siglo XXI de Antonio de Rosa y Mattia Russo, dupla formada en La Scala de Milán, para la compañía Kor’sia, de España, se mueve entre cámaras de vigilancia y una voz en off que le indica lo que debe hace. En el mismo país, Joaquín de Luz estrenó recientemente su propia versión, atravesada por la poesía de Gustavo Adolfo Bécquer: la argentina Ana Sophia Scheller subió a escena en estos días con la Compañía Nacional de Danza como su figura invitada. Mientras tanto, en Buenos Aires, Jorge Amarante salió con su grupo de cámara en plena pandemia a mostrar una interesante relectura, con unas willies terroríficas.
Es tan ambicioso como imposible trazar aquí un panorama exhaustivo de las formas en las que la danza contemporánea reimaginó el clásico. Pero puestos a elegir, el papel central hoy lo tiene la obra que Tamara Rojo encargó al genial Akram Khan para el English National Ballet, una idea que le inspiró el film Bailarina en la oscuridad, de Björk. “Reconociendo la habilidad extraordinaria que tiene para mezclar la tradición con una narrativa contemporánea, le pedí a Akram que pusiera al personaje en una realidad que al público de ahora le fuera más familiar, sin perder la esencia de Giselle, que es el amor por encima de todas las cosas, la generosidad más absoluta. Obviamente es una obra muy importante para mí como directora y como bailarina”, dice Rojo a LA NACION sobre un éxito que está muy cerca de hacer su desembarco en Latinoamérica. Mientras tanto, hay que estar atento a no perderse una reprogramación de este título que aparezca en el cable (el 29 y 30 de este mes, en el canal Allegro HD), on demand en el sitio del ENB o en otras plataformas pagas como Marquee.tv
“Saber que un teatro anuncia Giselle es querer ir al teatro”. Las palabras de Juan Lavanga, gestor cultural de referencia para el ballet en nuestro país, solo generan aceptación e invitan a celebrar. Por otros 180 años más de amor, traición y pasión, volverán una y otra vez las Willis, con sus trajes de novia y sus coronas de azahares, danzando a la luz de la luna, con belleza juvenil. Tan irresistibles y líricas, como las imaginaron los románticos.
Cinco estrellas mundiales
La lista será siempre incompleta y cada balletómano tendrá su preferida, pero desde la primera Giselle, grandes figuras inmortalizaron al personaje
Carlotta Grissi
1841
La italiana fue la primera bailarina en interpretar a Giselle en el estreno de aquel 28 de junio en la Ópera de París; la obra fue un éxito instantáneo. En sus clases sobre el Romanticismo, la profesora Chilibroste cuenta que el famoso maestro de ballet Auguste Bournonville creía que Grisi era la mezcla perfecta de Marie Taglioni (que había estrenado La Sylphide, el primer superomántico que legamos hasta la actualidad) y Fanny Elssler (su antagonista). Además aporta datos de color (rosa), como que Carlotta era pareja de Perrot, el coreógrafo de Giselle, y que el libretista, Gautier, aunque también estaba enamorado de ella, terminó casándose con... su hermana.
Anna Pavlova
1909
“Como una brisa” decía Bronislava Nijisnka que era la inolvidable Pavlova. Si bien su huella más reconocida es La muerte del cisne, sus características físicas hicieron que también fuera apreciada en roles románticos, que bailó en Rusia y por Europa con los Ballets Rusos de Diaghilev y con su propio grupo.
Alicia Alonso
1960
Emblemática, a la bailarina cubana Giselle no solo le dio la fama sino la posibilidad de aunar dos pasiones: romanticismo y dramatismo (a ello se refería la prima ballerina assoluta en una entrevista con LA NACION en 2006). Su historia con el personaje se remonta a aquel noviembre de 1943 en Nueva York, con el entonces naciente American Ballet Theatre, y conlleva una de esas anécdotas de sustitución que en la danza pueden cargar el peso del destino: ese día, junto con Anton Dolin (su primer Albrecht), tuvo que reemplazar a Alicia Markova de improviso y la campesina que se transforma en Willis marcó para siempre su futuro. Alonso murió a los 98 años en octubre de 2019.
Olga Ferri
1967
Desde que Alicia Alonso la eligió en 1958 para estrenar su versión, la gran bailarina argentina hizo el rol hasta mediados de los años 70: en unos apuntes hechos de puño y letra por Olga Ferri consta que bailó Giselle en el Teatro Colón en 1958, 1961, 1965, 1967 y 1975; en 1972, hizo una temporada de verano en el Coliseo con Rubén Chayán. En la década del 60, también lo interpretó en Londres y en varias ciudades de los Estados Unidos.
Carla Fracci
1986
La diva, que falleció en mayo, no solo era sinónimo de Giselle arriba del escenario; se identificaba con el personaje a tal punto que vestía siempre de blanco en su vida diaria. Una favorita del siglo XX para el público de todo el mundo. Dice sobre ella la bailarina española Tamara Rojo, directora del English National Ballet: “Mi referencia de Giselle siempre ha sido Carla Fracci: esa película que hace con Erik Bruhn [se refiere a la grabación del ABT de 1969], para mí es insuperable; ha sido la Giselle clásica más bonita, dramáticamente y también técnicamente para su época.